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ArDetroy



Un acto de intensidad.Video Instalación

Horizontes de sal.
Lic. Rodrigo Alonso

"Andando no encontrarás los límites del alma, aunque recorras cualquier camino. Así de profundo es su fundamento..." Heráclito (DK 45).

Si la imagen de un desierto puede resultar desoladora, qué decir de las inconmensurables extensiones de un desierto de sal. Los dorados confines de arena, resplandecientes y fluidos, hogar de algunas especies de vida fronterizas, son quizás menos contundentes que las quebradas e impenetrables superficies salinas, menos abismales que sus inaprensibles horizontes blancos.

Desde sus primeras producciones, el grupo Ar Detroy practica la atracción por el abismo que sedujo a los artistas románticos. Muchos de sus videos -como Abismo (de los hombres), Ecos del silencio en el mundo o Diez hombres solos -así parecen señalarlo, pero son las sutiles tensiones internas y la inusitada intensidad de las imágenes las que mejor transmite

n sus constantes enfrentamientos con el vacío. Las búsquedas espirituales son recurrentes, como lo son los interrogantes metafísicos, traducidos en conflictos con el mundo exterior, con la inmensidad del universo o con una realidad cotidiana y alienante. Consecuencias de una existencia que sobrepasa las aptitudes del hombre y que no puede comprenderse en toda su dimensión.

Un acto de intensidad parte de un enfrentamiento real con esa naturaleza hostil. Los integrantes del grupo permanecen durante largos días aislados en medio de un desierto de sal, sin otro horizonte que la aridez del terreno, la soledad propia y la de sus compañeros. El resultado de esa performance constituye la base de este políptico de reminiscencias medievales, que traduce sus imágenes en símbolos de potente pregnancia.

El protagonismo del acto imprime su sentido sobre la composición audiovisual, subvirtiendo la naturaleza del medio. A la "estética de la desaparición" propia de la imagen electrónica se opone una práctica de la persistencia; a la estética de la velocidad, una poética del retardo. La inmediatez de la acción, su aquí y ahora, niega la mediatización del registro, apelando a la presencia del espectador en el espejo de su acto contemplativo.

Pero incluso el acto es superado por la fuerza del símbolo. Hay una espera que no se satisface y una labor que no rinde frutos. Hay una imagen imponente del desierto y otra no menos imponente, de un barco encallado en ese paisaje. ¿Cómo no recordar "El naufragio de La Esperanza" de Caspar David Friedrich; cómo no evocar ese desolado espíritu romántico, igualmente atónito ante la soledad y la desesperanza del hombre contemporáneo perdido en la inconmensurabilidad del universo?.

La acción es arriesgada, extrema, pero al mismo tiempo insignificante: esa salina ha permanecido allí, incólumne, por un tiempo infinitamente más prolongado. Cualquier acto del hombre en ese contexto no es sino infinitamente pequeño, infinitesimal (otro de los abismos que ha cercado a la humanidad, uno de los mayores desvelos de Pascal):

Ante la naturaleza eterna, todo acto humano es instantáneo; la vida misma no es sino una estela de ese instante fugaz. Tal vez sea por eso que el único parámetro que exime el trabajo realizado de su insignificancia, el único valor para tamaño esfuerzo, sea que se constituya en un acto de intensidad, una apuesta a la experiencia interior e irrepetible, desligada de la geografía y la cronología de este mundo, un acto de afirmación vital.

Es en ese compromiso mayor, en esa vehemencia, que una mínima acción puede ser ilimitada y trascendente. Porque vincula a la existencia con su contracara, la nada; porque conjura al cosmos en un instante de afirmación total. Porque excede los límites del tiempo y del espacio -los límites que también desconoce el alma- reclamando toda la intensidad del momento de la experiencia, reforzando la universalidad de un acto terrestre y humano, ya que, al decir del sabio, "el cielo, el cielo de los cielos, no te contiene" (I Reyes, 8, 27).


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