|   "Juan 
        Astica en la caverna de Platón"1997  por Jorge 
        Glusbergex Director del Museo de Bellas Artes.
 Los 
        doce óleos de la serie Variaciones Negras, que ahora presenta Juan 
        Astica (1953) y que prolongan, en cierto modo, los de la serie Mar 
        Negro expuesta hace siete meses, se nos aparecen como una inesperada 
        y sutil vuelta de tuerca al mito, tan difundido y comentado de la caverna 
        platónica. Ese mito se encuentra desarrollado en La República y 
        puesto en boca de Sócrates, dentro del diálogo: Hacia el fondo de una 
        caverna rectangular, delante de una pared, hay un número de hombres atados 
        por las piernas y el cuello, que están ahí desde niños y no pueden moverse 
        ni volver la cabeza: sólo mirar hacia el muro.A distancia de ellos, y por detrás, un camino situado en lo alto corre 
        en sentido tranversal; entre este camino y los encadenados espectadores, 
        en el mismo sentido, se alza un tabique que tiene la altura de un hombre. 
        Más atrás, arde un fuego en un plano elevado. Por último, siempre atrás, 
        está la larga entrada de la caverna, abierta a la luz natural.
 Por el camino, van y vienen unos hombres que transportan toda clase de 
        objetos, cuya altura sobrepasa la del tabique. El fuego sólo se proyecta, 
        en el muro del fondo, las sombras de estos objetos, no las del cuerpo 
        de quienes cargan con ellos. Como el muro tiene eco, las frases de los 
        caminantes parecen venir de él, Esas sombras -sombras de objetos- son 
        lo único que ven los inmóviles seres humanos de la caverna; y las voces 
        que el eco devuelve, lo único que oyen.
 Quien fuera sacado de la caverna y expuesto a la luz del sol y en la presencia 
        de los objetos verdaderos, tardaría en acostumbrarse a la nueva situación, 
        hasta invertir a qué responde cada sombra, cuál es la diferencia entre 
        el fuego y el sol, y cómo el sol todo lo gobierna y todo lo genera, aún 
        en la oscuridad de la caverna mítica,
 Para Platón, ese era el tránsito desde el mundo sensible,
 -constituído por imágenes (las sombras, el reflejo de las cosas en el 
        agua y en las superficies brillantes), y por los animales, plantas, objetos 
        naturales y artificiales que determinan tales imágenes- al mundo inteligible, 
        formado por ideas: cada cosa del mundo sensible tiene su idea en el mundo 
        inteligible.
 Astica parece invertir el tránsito platónico; él va del mundo inteligible 
        al mundo sensible, partiendo de la base de que cada idea del mundo inteligible 
        ha de tener su cosa en el mundo sensible, que es -para él como para el 
        filósofo ateniense- el mundo del arte.
 En consecuencia no sale fuera de la caverna sino penetra en ella. Sus 
        telas son el fondo de la caverna, el muro donde se proyectan las sombras 
        de los objetos que transportan aquellos caminantes. Y, por ser el fondo, 
        de esas telas -de ese soporte que equivale al muro del relato platónico- 
        surgen y a ellas vuelven, en una especie de contrapunto, los seres y las 
        cosas que producen tales sombras, el origen de las imágenes de que se 
        trata. Quien abandona la caverna no es, así, el contemplador inmóvil: 
        es la propia caverna la que deja su lugar, la que se asoma al exterior, 
        inducida por el arte de Astica.
 Pero el desocultamiento que el artista promueve y realiza no es total: 
        lo que aparece es sólo una parte de ese mundo sensible, y sus óleos tienden, 
        en verdad a poner el acento en lo que queda de lado, más que en lo ya 
        referido.
 Porque en aquello que vemos -formas geométricas, chorros de agua, figuras 
        arquitectónicas, cuerpos celeste, signos varios, o, quizá, nada de esto 
        -sólo hay lo que puede ser , en tanto que en aquello que no vemos 
        hay lo que es. Y en tal sentido, Astica procede libremente, gestualmente, 
        porque tampoco él sabe -o quiere saber saber- dónde termina lo inteligible 
        y comienza lo sensible, y viceversa, y acaso, en última instancia, si 
        ambos mundos existen y si se oponen.
 Sus pinturas cobran, de esta manera, la tensión del enigma y el impulso 
        del hallazgo, como si se tratara de paisajes surreales donde lo insondable 
        se suma a lo recóndito y dónde creación y materia, razón y poesía se disputan 
        tanto el territorio artístico (con sus aproximaciones al Mark Rothko de 
        las telas negras, sus relaciones con el Sigmar Polke de los espacios iluminados 
        a los cuales opone Astica sus espacios oscuros, y sus contrapuntos de 
        imágenes con las del Aduanero Rousseau, las de Joan Miró y aún las de 
        Paolo Ucello) como el de las subjetividad humana, fuente de todo (el) 
        ser. Porque, en definitiva, Astica se sumerge en el mundo visible para 
        descubrir que nos ofrece el arte y qué ofrece él al arte. En todas las 
        religiones, el negro, en cuanto evoca la nada y el caos, la confusión 
        y el desorden, es la oscuridad de los orígenes. Las obras de Astica trabajan 
        allí mismo, en busca de preguntas, no de respuestas. Porque el arte es 
        siempre un yacimiento de dudas.
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