Ramón Alcalde,
1983, de “Ilusiones de isleño”, en Revista Sitio nº 3, 1983.
(…)
En este camino de acceso o de recuperación de lo trágico, sin cuya
presencia no conozco literatura nacional que haya ascendido al interés
y la perduración universales, los escritores argentinos de 1976—1983
tienen una ventaja: la de haber sido sumidos y haber quedado atrapados
en la tragicidad transubjetiva de una historia que parece cerrada
como destino de deshumanización.
El Proceso, Malvinas, y (aunque no quiero ser grajo de mal agüero)
todo lo que nos queda por pasar.
(Daniel, marinero conscripto c/63, obtuvo finalmente que lo embarcaran
en el General Belgrano. Hasta entonces, era asistente del Capitán
de Fragata y paseaba los afghanos de su esposa por la Base. No es
un lumpen ni un villero. Vive en una Tarzán muy decorosa, sobre un
lote propio, o propio de un tío o un compadre que faltó un día. Manotea
con la lectoescritura y la Klassen-bewusstsein, su conciencia de clase,
a pesar de que él y sus correntinos progenitores hablan, con ocasionales
añamembüíes, uno de los castellanos más castizos que jamás escuché,
incluido el de mi abuela, que era de Santillana del Mar, donde tenía
fincas, y hermanas en las Huelgas de Burgos. Vive allí, en un pseudopodio
rural del conurbano, desde donde se viajan dos horas para llegar a
la fábrica o a la obra, cuando las hay. La Capital, a la que el padre
de Daniel, que tiene 45 años y hace 20 que llegó de la chacra tabacalera
de Goya, no conoce sino por haberla cruzado una vez, cobra ahí perfiles
de Catay o de Tierras del Preste Juan. Los chicos de primer grado,
en sus casas, toman la sopa íntegra, se dejan vacunar contra la parálise
o se lavan sin chistar los pieses (las niñas las partes pudendas)
antes de meterse en la cama, con el compromiso de que, cuando sean
grandes y cumplan 15 años, irán a conocer el zológico y la escalera
mecánica del suterráneo. Por promesas a la Virgencita, en cambio,
la familia camina en una noche los 30 kilómetros a Lujan, los tres
últimos trechos con garbanzos en los zapatos, y sube de rodillas la
escalera del Camarín, menos doña Tarsila, por la artrosis.
Dice Daniel que, cuando oyeron el sacudón y la explosión, y empezó
a salir fuego de la sala de máquinas, todos corrieron a las balsas.
El llegó cuando no quedaban, y tuvo que tirarse al agua, para que
lo alzasen. Pero en una de las dos a las que llegó nadando, un oficial,
con la 45, no dejaba subir, porque estaba repleta y si subía uno más,
se hundían todos al carajo. En la otra iba un flaco santiagueño, que
había viajado con él desde Constitución cuando los incorporaron, y
lo alzó. Anochecía. Al ratito empezaron a oír los gritos de los que
estaban en la otra balsa, que venía suelta porque no la habían podido
amarrar a las demás con los cabos que se tiraron. Había nada más que
dos o tres tripulantes, que no podían calentar con la irradiación
de sus cuerpos la carpa hermética, y tenían mucho frío. "Viera como
gritaban. Nosotros no podíamos hacer nada. Después se hizo oscuro
del todo. No los veíamos, pero los seguíamos oyendo. A eso de las
cuatro, dejamos de sentirlos. Entonces me dormí, aunque se me helaban
los pies. Al principio, soñaba todas las noches. Pero el dotor de
la Base me dijo que no tenía que pensar más. Ahora no sueño casi nunca".
Daniel volvió indemne al Barrio. En el Pul de la estación, los sábados
que se corre hasta allá, lo saludan como un Agamenón; la Perla, el
rosquete que durante lustros le negó, lo entrega ahora de buen grado.
Un cuerpo taragüí, que ningún año olvida el vasito de caña con hojas
de ruda los 21 de junio (tiene que ser ruda macho), no es fácil de
gangrenar, y no necesita que le amputen piernas sin anestesias, como
hubo que hacer en Puerto Argentino, dos horas antes de la rendición
de Menéndez, porque se había acabado.)
Cuerpos supervivientes como el de Daniel son los que me interesan
para lectores. Ilusionadamente, siento que para ellos hay que escribir,
como hay que hacerlo para los mutilados, los torturados o para esos
nietos de mis amigos a los que algún día los abuelos tendrán que contarles
que, "Bueno, resulta que un día estábamos mirando la televisión y
nos hablaron de la comisaría. Que te pasáramos a retirar del Patronato
de la Infancia. —¿Y yo cuántos meses tenía? —A ver, dejáme pensar...
y tendrías 18 porque..." Y no basta escribir para ellos Solicitadas
o Hábeas Corpus. Eso, por supuesto. Pero también habría que escribirles,
de alguna manera especial, de lo que la literatura escribe, es decir,
de todo: de Aquiles, de Clitemnestra, del piadoso Eneas, de Beatriz
y de Laura, de las cloacas de París, de la Walpurgisnacht, del perro
Cipión y del perro Berganza (sin olvidar al compendioso Kater Murr),
de las catleyas que Swann y Odette hacían juntos después que aquél
encontró la primera en el corsage de ésta, y hasta de lo que le aconteció
a Sancho la noche de los batanes, o a Estrepsíades cuando vio llegar
a las Nubes. De la rosa, también, ¿por qué no?. Y de la "gota de agua
donde se ve el universo entero". Los sobrevivientes ¿no lo somos todos?
necesitan que se les hable de esto. No he de ser yo quien los deje
solos con esa cancelación de sentido del mundo, esa pérdida de orientación
que, argentinos, vivimos y seguimos viviendo. Y no es la misma que
la de Eva, Gardner, Raskolnikof, Gregorio Samsa.
Para hablarles como necesitan oír y como necesito escribirles, mi
mano tiene que apretar la pluma o pulsar la tecla de la Lettera 22
con un pulso distinto, que todavía no sé cuál es. Me va mucho en descubrirlo,
y sé que dejando territorio argentino no lo he de encontrar, o por
lo menos que el abandonarlo no me lo garantiza ni me lo facilita.
A otros posiblemente sí. Eso se sabe después. O en el ínterin. De
todas maneras, si me fuera, no estaría mirando con el rabillo del
ojo hacia atrás. Como Orfeo o la señora Lot.
Y comprendo que a Perlongher, que optó por lo contrario, le resultemos
patéticos los de SITIO, con nuestras ilusiones tan gélidas, tan desérticas,
con nuestros guardapolvitos blancos cantando "Salviargentina" en Puerto
Riberino o tomados de la mano con nuestras noviecitas de Parque Lezica,
cambiando Nerudas por Alfonsinas. Perlongher, retrotraído a un Estado
en el que no está; si no mira mucho a su alrededor, ni se dará cuenta
del Escuadrâo, de Macunaima, de Joâo das Mortes Matador do Cangaceiro.
No necesitará correr como nosotros, iluso, tras imposibles ilusiones
de "relaciones sociales nuevas". Fuera de su Estado (el de su pertenencia
originaria), escribe como si viviera fuera de todo Estado. Como los
animales y los dioses (diz Aristóteles) como el filósofo (diz Nietzsche).
No como Demódoco, que cantaba las hazañas de los aqueos a cambio de
un pernil de cerdo bien dorado, chorreante de grasa y de sangre. Tal
vez como Epicuro: "Ibi patria, ubi bene" (donde bien me va, ahí está
mi patria).
No vivió nuestras ilusiones. Tampoco el odio, la humillación, el dolor
reales, que vivimos los de SITIO. Manténgase en su ínsula, Perlongher
con su ilusión extraterritorial, pero acepte, aunque más no sea como
hipótesis, que podamos haber cambiado, y no por mala fe.
La preocupación por la literatura y cómo escribir me ha distanciado
demasiado de la política concreta, cuya evaluación es el fulcro semitácito
de la evaluación que Perlongher hace de nuestras ilusiones como infantiles
—por ser de realización imposible— y, consiguientemente, ilegítimas,
inmorales. La enajenación en que incurrimos no hubiera sido factible,
si no nos hubiéramos encontrado incluidos en una política incorrecta.
En una guerra perdida de antemano, por la desigualdad de fuerzas entre
los contendientes; lanzada por un Estado siniestro (el argentino)
con-
tra otro Estado (no se aclara si no siniestro o menos siniestro) que,
si por él hubiera sido, nunca habría recurrido a la guerra para retener
la undisturbed possession (la posesión incontrovertida o "pacífica",
como dicen los jurisconsultos) sobre unas tundras subpolares. Perlongher
ni siquiera toma en cuenta que, para que haya guerra, tiene que haber
dos bandos, que cualquiera fuera el desatino del gobierno argentino
al invadir las islas, el gobierno inglés pudo haberse abstenido de
la guerra y el estadounidense pudo no haberlo ayudado, política y
militarmente. Sin Ascensión, sin satélite, sin espionaje de CÍA en
Argentina, sin armamento y materiales avanzadísimos, la recuperación
inglesa de Malvinas hubiera sido mucho más difícil, y acaso impracticable.
En cualquier caso, infinitamente más costosa.
Borges condena las guerras por parcelas territoriales, en última instancia,
cualquier guerra, pues siempre hay un territorio en juego. Ácrata
consecuente, "con la tripa del último fraile" —como Riego— "ahorcaría
al último rey". Perlongher, elípticamente, exceptúa: hay guerras y
guerras. Si SITIO se hubiera hecho cargo de otra guerra en Argentina,
la que alude mediante zanjas, SITIO hubiera estado históricamente
en lo cierto y políticamente en lo recto. Su opinar sobre Malvinas
habría sido menos progobiernos militares del Proceso.
Por ahora, Perlongher, no voy a hablar de esa guerra que usted dice
que obliteramos. Pero le propongo un trato. Usted viene a Buenos Aires
y explica públicamente las coincidencias que ve entre Prado del Ganso
(o Ganso Verde) y Tapiales o Azul. Me comprometo a exponer mi punto
de vista en igual número de páginas, para ver si y en qué discrepamos
al respecto. Pero con una condición: usted me presta por un tiempo
su deptito de Sâo Pablo, por si las Tres Moscas.
Con estas aclaraciones previas, intentaré explicar mis ilusiones personales,
no la de los otros integrantes de SITIO.
Ante todo, me parece imperdonable que se nos presente como si en algún
momento hubiéramos creído que la intención de la Junta fue llevar
hasta sus últimas consecuencias el enfrentamiento contra el imperialismo
estadounidense e inglés y contra sus aliados de la NATO, o que estuviera
dispuesta a cumplir en lo interno las transformaciones políticas y
económicas que ese enfrentamiento, para tener sentido y alguna posibilidad
de éxito, requería. Todo el "Entredicho" (aunque con palmaria ineficacia,
puesto que un lector como Perlongher pudo leerlo al revés) plantea
exactamente lo contrario).
(…)