De
Fernando Reati: De torturas y vejaciones como un
arte nacional, 2003
Sobre "Auschwitz" de Gustavo Nielsen y "La mujer
en cuestión" de María Teresa Andruetto, entre otros.
Según la
sabiduría popular, un eficaz remedio para sacarse de la cabeza una
frase o melodía pegajosa consiste en decirle la frase o tararear la
melodía a otra persona, con lo cual el afectado se libra de esa obsesión,
que pasa así a la infortunada víctima que queda ahora presa de ella
hasta hacer lo mismo con un tercero. Esta noción intuitiva de que
una obsesión se quita de la cabeza por medio de verbalizarla (repetida
a menudo con efecto cómico en películas y series televisivas), aparece
también en el cuento de Borges “El milagro secreto”—de manera, claro
está, más filosófica—cuando Jaromir Hladík imagina centenares de muertes
posibles mientras espera aterrorizado su fusilamiento a manos de los
nazis, y comprende que la mejor manera de exorcisar el temor es prever
el horror en todos sus detalles: “con lógica perversa infirió que
prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel
a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces...”
No otra cosa es al fin de cuentas la práctica terapéutica para casos
de violencia doméstica o abuso sexual que consiste en verbalizar las
fantasías para que no se conviertan en realidad, o incluso la confesión
cristiana de los malos pensamientos para anticiparse al pecado e idealmente
conjurarlo.
Estas magias o conjuros vienen a cuento frente a Auschwitz (2004),
una extraña y reciente novela del argentino Gustavo Nielsen que elude
toda clasificación habitual. Perteneciente a ese grupo de escritores
como César Aira, Daniel Guebel, Sergio Bizzio y Rodrigo Fresán que
optan en sus relatos por la no referencialidad y la expansión de lo
verosímil hasta extremos desopilantes (ya casi un lugar común en la
crítica referida a ellos), Nielsen narra el encuentro con extraterrestres
de Berto, un porteño que se considera a sí mismo “típico”. Hijo de
padre gallego y madre italiana, machista y fanfarrón, Don Juan empedernido
que a los cuarenta años tiene como ocupación central acostarse con
cuanta mujer se le cruce en el camino, Berto es además un “nazi de
juguete” (17) que desprecia por igual a judíos e hindúes, paraguayos
y cabecitas negras, chinos y “ponjas”, gays y discapacitados. Cuando
en una de sus repetidas noches de conquista se acuesta con una judía
de apellido Auschwitz, su desprecio hacia la raza inferior magnifica
el placer que siente porque en el encuentro sexual, lleno de agresiones
e insultos contra la mujer, escenifica sus odios y prejuicios. Pero
para su sorpresa pasa de cazador a cazado cuando descubre a la mañana
siguiente que Auschwitz ha ocultado en el congelador el preservativo
con los restos de su semen, algo que lo llena de zozobra y humillación.
De aquí en más, los siguientes capítulos describen las absurdas elucubraciones
de Berto hasta llegar a la sorprendente verdad: Auschwitz es parte
de una invasión de seres interplanetarios que se apropian de espermatozoides
humanos para procrear una raza mixta, mitad humana y mitad extraterrestre,
que terminará por dominar la Tierra.
Cuando Berto descubre que Auschwitz convive con un extraño niño, lo
secuestra para obligarla a devolverle el semen robado, con lo cual
comienza una escena que ocupa el centro de la novela y me interesa
aquí destacar. En su departamento de soltero y con el niño amarrado
a una cama, Berto se convierte de pronto en un monstruo que veja y
tortura sin freno moral alguno:
Tomó dos yilés y las paseó débilmente por el torso infantil. Las hundió
más al llegar a los pezones planos, hasta extraérselos [...] Le hundió
un tenedor en cada pezón descarnado. Revolvió con ambas manos. Vio
las dos pulpas que se estaban formando, su obra [...] Con el tramontina
se instaló sobre el hombro izquierdo, para aserrarlo [...] Comenzó
a grabar su nombre sobre la panza del niño. La brasa dejaba la marca,
pero al niño no le dolía [...] Desarmó la tijera y le clavó la punta
en distintos lugares del pecho, para ver cómo saltaban las fuentecitas
rojas [...] Tiró del tabique nasal con la pinza pico de loro hasta
astillar el cartílago, que quedó expuesto, y como a Berto no le gustaban
las exposiciones, se lo volvió a hundir a martillazos [...] Ya le
había clavado agujas, clavos de vidriero y escarbadientes partidos
debajo de las uñas de las manitos [...] buscó una sierrita de calar,
le serruchó dos dedos de la mano izquierda, le metió uno en la oreja
ausente y otro... [...] Rompió una botella a martillazos y dedicó
parte de la noche a hundir vidrios entre los dedos que todavía se
mantenían pegados... (77-95)
Y así por páginas y páginas, en una sucesión de detalles mórbidos
y horrorosos que se hacen difíciles de leer. Peor aún, el sadismo
de la escena se multiplica por dos agregados que le hacen alcanzar
los límites del paroxismo. Uno, que las torturas se acompañan de la
creciente excitación sexual de Berto, quien se dispone a violar al
niño y para su sorpresa descubre que el pequeño no posee pene ni ano
por provenir de otro planeta; ante ello, en una de las escenas más
horripilantes del relato Berto simplemente procede a abrir un profundo
tajo entre las piernas del niño donde debieran estar sus órganos genitales,
para a continuación introducir allí su propio pene y tener, en palabras
de la novela, la “experiencia celestial” del mejor orgasmo de su vida
(100). El otro agregado es que el niño se ríe y disfruta sin dar señales
de dolor o sufrimiento alguno durante la aplicación de las torturas
y la violación, en una especie de sublimación de las fantasías sadomasoquistas
más perversas de Berto.
Concluidas las torturas y agotado su repertorio de vejaciones, Berto
comienza a escarbar en la memoria para recordar en qué libro ha leído
ejemplos que le puedan servir de renovadora inspiración, hasta que
golpeándose la frente recuerda un conocido “manual de sadismo explicado
a los amateurs” (101): el informe Nunca más que la Comisión Nacional
sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) redactara como prueba
de las violaciones a los derechos humanos en el juicio contra las
Juntas militares en 1985. Inspirado por la relectura del Nunca más
y admirado ante la inventiva de los torturadores profesionales (“¡Qué
imaginación, estos milicos!, pensó Berto, mientras se palmeaba la
frente. A él no se le hubieran ocurrido ni la quinta parte de las
cosas”, 107) se dirige a la ferretería comercial más cercana para
adquirir las herramientas que le permitan poner en práctica los tormentos
relatados en el informe de la CONADEP, y allí es atendido por un experto
empleado que antes de la democracia trabajaba en un “grupo de tareas”
de los sitios clandestinos de detención. El humor negro y absurdista
de la escena—el empleado le confiesa a Berto que ya no se consiguen
verdaderas picanas, y que no le vende la suya porque es un recuerdo
de los buenos tiempos—no oculta la intención de Nielsen de destacar
tanto la banalidad del mal (en el sentido que le diera al término
Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén) encarnada en la figura del
ex torturador que le explica casualmente a Berto cómo fabricarse una
picana casera, como la coexistencia de víctimas y victimarios en una
sociedad que no ha terminado de someter a la justicia a estos últimos.
¿Cómo interpretar este verdadero show del horror que se magnifica
por el tratamiento aparentemente humorístico y casual del tema de
la tortura? Es posible que su significado comience a develarse cuando,
tras deshacerse del cadaver carbonizado del niño a quien ha electrocutado
picaneándolo con los cables de un velador, Berto toma un tren suburbano
vestido con su elegante ropa importada y su maletín de ejecutivo.
Rodeado de otros pasajeros clasemedieros como él, el personaje se
pregunta si algo en su mirada lo delata ante los demás como el asesino
que realmente es, y la respuesta es por demás reveladora:
¿Estarían leyendo la pregunta en su cabeza, como en una película subtitulada?
¿Cómo empezar a trabajar después de haber vejado a un pibe, después
de haberle quebrado las piernas y los brazos, después de haber sentido
el crujido de ese cuerpito sobre la rodilla derecha cuando hice palanca
para doblarlo al medio? Y la respuesta: Así. La gente bien vestida
le sonrió. Berto se sintió gratificado. Le estaban diciendo: “no te
hagás problemas, nosotros también guardamos terribles secretos y viajamos
apretados en el mismo vagón. Y nos ponemos ropa fina, y somos vecinos
sensibles [...] a sonreír, a caminar, a trabajar de nuevo. La ciudad
nos espera. Dejaremos la memoria en casa, escondida en los placares,
pegoteada contra la mancha de sangre en la pileta del baño, esa mancha
que nunca pudimos quitar”. (148)
El contraste entre la mancha indeleble del crimen y el propósito de
“dejar la memoria en casa” para que dicho crimen se olvide, simboliza
lo que tal vez constituya el núcleo mismo del estado actual de la
discusión en Argentina sobre los mecanismos sociales de recuerdo del
pasado violento, en una comunidad en cuyo seno se llevaron a cabo
múltiples actos de mini-complicidad a través de la pretendida ignorancia,
la indiferencia o incluso la parcial justificación ante los crímenes
de la dictadura. En efecto, tanto en la ficción como en el ensayo
se viene discutiendo ya desde hace algún tiempo el problema de la
responsabilidad moral y ética—si bien no jurídica—de buena parte de
la sociedad civil en los sucesos de los años 70. Los primeros años
de reflexión en democracia fueron difíciles en este sentido, y un
buen parámetro de la dificultad para pensar el pasado en términos
de responsabilidad colectiva fue la elaboración de la teoría oficial
de los “dos demonios” a partir del Nunca más, que al plantear el conflicto
como si se hubiera tratado de una lucha bipolar entre fuerzas armadas
y fuerzas guerrilleras insurgentes eximió a la sociedad civil de pensarse
como un actor más de la violencia. Es recién en la última década que
comienzan a estudiarse las mini-complicidades y mini-autoritarismos
presentes en la sociedad argentina antes y durante el terrorismo de
Estado, rompiéndose así aquella falsa dicotomía entre un “ellos” y
un “nosotros”.
En la ficción, un primer paso en esa dirección lo constituyó Villa,
la novela de Luis Gusmán de 1995 sobre un oscuro médico del Ministerio
de Bienestar Social que por su extrema obsecuencia termina colaborando
con los escuadrones de la muerte, ilustrando así en clave argentina
la noción del victimario como burócrata impersonal y mediocre—aquél
que podría ser cualquiera de nosotros—que Arendt revelara en su estudio
sobre Eichmann. Otro lo constituye la más reciente La crítica de las
armas de José Pablo Feinmann (2003), donde el protagonista pasa los
años de la dictadura esperando el fatídico golpe en la puerta que
nunca llega, rodeado de amigos, colegas y vecinos que justifican lo
que ocurre alrededor con el proverbial “por algo será”, y convencido
no sólo de que se trata de “un país de cobardes y de cómplices” (21)
sino además de que él mismo pertenece a por lo menos una y quizás
a las dos categorías. Un tercer ejemplo novelístico lo presta La mujer
en cuestión de María Teresa Andruetto (2003), que gira alrededor de
una ex prisionera en el campo de concentración de La Perla en Córdoba
que sobrevive gracias a que tiene relaciones sexuales con un torturador;
pero la supuesta traición de la mujer empalidece ante los gestos de
mini-colaboración con el régimen de muchos de aquellos mismos ciudadanos
comunes que ahora la condenan por traidora, como la vecina que por
temor no le permitió esconderse en su casa, el abogado que la denunció
a las autoridades, el profesor que le pidió acostarse con ella a cambio
de información, o incluso los mismos padres que no le prestaron dinero
para huir del país.
En el campo del ensayo y el testimonio, el texto sin dudas más contundente
es Poder y desaparición de Pilar Calveiro (1998), en el que esta sobreviviente
del campo de concentración de la ESMA se opone a la división simplista
de los cautivos en “héroes” y “traidores”, e ilumina a la vez los
mecanismos sociales que hicieron posible que una vez llegados al campo
los prisioneros se vieran enfrentados a situaciones ambiguas y grises
donde se desdibujaban los límites entre heroismo y colaboración. Más
allá de las variables políticas y humanas de los prisioneros (ideología,
personalidad, grado de compromiso, resistencia al dolor físico) Calveiro
demuestra que se deben entender los distintos mecanismos individuales
de supervivencia, que van desde la simulación o la colaboración en
pequeñas tareas del funcionamiento del campo hasta la colaboración
abierta y el “pasarse de bando”, como una extensión de similares mecanismos
sociales de adaptación al inmenso poder militar. Según Calveiro, “ni
la guerrilla ni los militares, ni por supuesto los campos de concentración
constituyeron algo ajeno a la sociedad en su conjunto” (98), y por
el contrario deben pensarse ambas instancias como un continuum de
actitudes y mecanismos ideológico-psicológicos: “Pensar el campo de
concentración como un universo de héroes y traidores permite separarlo
de lo social [...] Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad
se pertenecen, por eso héroes y traidores, víctimas y victimarios
son también esferas interconectadas entre sí y constitutivas del entramado
social, en el que todos están incluidos” (137). Lo que ocurrió adentro
es reflejo de lo que ocurrió afuera, campo y sociedad son dos caras
espejadas de una misma y gris realidad, y si no hubo héroes ni traidores
claramente discernibles en el uno tampoco los hubo en la otra. Una
semejante noción de la profunda ambigüedad que rodeó los mecanismos
de supervivencia tanto dentro del campo como en su entorno social
se desprende de Ese infierno (2001), un libro que recoge las conversaciones
que cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA grabaron a lo largo de
varios meses. También aquí se constata, junto al deseo de evitar todo
juicio moral sobre los comportamientos individuales que condujeron
o no a salir con vida, un implícito develamiento de las múltiples
maneras en que “los de afuera” hicieron posible con su ignorancia
o indiferencia lo que sucedió “adentro”. En pocas palabras, y tal
como sostiene un tercer texto ensayístico que se enfrenta al arduo
tema de la culpa colectiva—Pasado y presente de Hugo Vezzetti (2002)—cada
vez se hace más evidente que “una violación masiva de los derechos
humanos, extendida en el tiempo y sostenida en un amplio compromiso
del Estado y de sectores de la sociedad, no puede cumplirse sin la
participación activa de muchos y sin la conformidad de muchos más”,
incluyendo éstos la mayor parte de los partidos políticos tradicionales,
grandes sectores de la Iglesia y amplias capas de la clase media,
entre otros. Vale decir, se trató de una sociedad aterrorizada, sí,
pero también prudente y “dispuesta a sobrevivir” a cualquier precio
(Vezzetti, 63).
¿Cómo encaja el regodeo narrativo que rodea la descripción de las
torturas en Auschwitz con la discusión y reciente profusión de textos
ensayísticos y de ficción sobre la responsabilidad colectiva en Argentina?
¿A qué viene esta aparente estetización de la tortura, un acto que
junto con la desaparición de personas sintetiza mejor que ningún otro
la memoria del terrorismo de Estado? (Y vale la pena aquí una digresión:
al final de la novela, tras ser torturado, electrocutado e incinerado,
el niño extraterrestre reaparece vivo y sonriente, un despropósito
intencional por parte del autor en un país que carga con la memoria
de miles de desaparecidos cuyos cuerpos jamás se recuperaron). Existe
una larga tradición de representaciones de la tortura y el sadismo
en la literatura occidental, que se ha visto siempre fascinada por
esas prácticas que—como un abismo abierto a nuestros pies—nos repelen
a la vez que nos atraen. Entre los múltiples ejemplos posibles, viene
a la mente Farabeuf, la extraña novela del mexicano Salvador Elizondo
(1965) que incluye una gráfica fotografía de archivo sobre la ejecución
por descuartizamiento de un súbdito chino acusado de magnicidio en
1901. El personaje del título, Farabeuf, es un médico cirujano fascinado
tanto por el arte de la disección de cadáveres como por la imprecisión
de la frontera entre el dolor físico y el placer sensual, autor supuesto
de la fotografía reproducida así como del libro Aspects Médicaux de
la Torture Chinoise. En “el espanto y la delicia del cuerpo humano
abierto de par en par a la mirada como la puerta de una casa magnífica”
(107) confluyen—en la novela pero también en buena parte del pensamiento
occidental—las preocupaciones sobre la ciencia médica, la tortura
y el erotismo, por lo que las descripciones del descuartizamiento
producen horror pero a la vez un recogimiento sagrado ante la experiencia
inefable del supliciado: “Poco a poco lo despojan de sus ropas y su
cuerpo se yergue en una desnudez de carne infinitamente bella e infinitamente
virgen [...] con los hombros doblados hacia atrás por la tensión de
las ligaduras y el cuello alargado hacia delante; con los ojos abiertos,
abiertos más allá del dolor y de la muerte. Una mirada que nada puede
apagar; como pudiera mirarse uno mismo en el momento del orgasmo”
(132). Mirarse uno mismo en el acto de mirar al supliciado: he aquí
una dimensión fundamental de la inquietante novela de Elizondo, que
nos obliga a reflexionar sobre el inevitable acto de voyeurismo del
lector/espectador que está implícito en la lectura misma. “Hipótesis
inquietante: el supliciado eres tú” (143), advierte el narrador, después
de habernos insinuado que de algún modo cualquiera de nosotros podría
ser asimismo el torturador: “Los mecanismos materiales de la justicia
son, pudiéramos decir, imperceptibles. ¿Quién construye los cadalsos?
¿Quién templa la hoja de esas cuchillas? ¿Quién cuida de que el mecanismo
de la guillotina funcione con toda perfección? ¿Quién aceita los goznes
del garrote? La identidad de los verdugos es inasible como el mérito
de sus funciones” (137).
Más cerca de Argentina, La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik
(1965) plantea semejantes inquietudes. Se trata de una historia poetizada
de los crímenes y torturas llevadas a cabo en su castillo por la sádica
condesa Erzébet Báthory, que Pizarnik retoma de la novela La comtesse
sanglante de la francesa Valentine Penrose. La perversión sexual,
la crueldad, el erotismo como fuerza salvaje y la capacidad del mal
en el ser humano son los elementos de esta historia, que tiene a la
condesa como directora y a la vez espectadora de las puestas en escena
en que convierte cada tortura de una infortunada muchacha, desde el
aprisionamiento en la Vírgen de Hierro o la muerte por agua congelada
hasta los tormentos clásicos con pinzas, objetos cortantes e hierros
al rojo vivo. La novela de Pizarnik gira alrededor de la figura de
la condesa en actitud de contemplación del horror, y de allí que abunden
palabras como mirar, contemplar, ojos, observar: “Sentada en su trono,
la condesa mira torturar y oye gritar. Sus viejas y horribles sirvientas
son figuras silenciosas que traen fuego, cuchillos, agujas, atizadores;
que torturan muchachas, que luego las entierran. Como el atizador
o los cuchillos, esas viejas son intrumentos de una posesión. Esta
sombría ceremonia tiene una sola espectadora silenciosa” (mi énfasis;
10). Pero junto a la condesa hay otra figura no mencionada y sin embargo
implícita y omnipresente a través de la novela, y es la del lector
que sentado en un sillón en la soledad de su cuarto contempla a su
vez a la condesa contemplando el horror. La fascinación que la crueldad
ejercida sobre un cuerpo humano ejerce en la condesa es la misma que
atrae al lector y no le permite dejar de lado el libro, convirtiéndolo
así en un voyeur involuntario de aquello mismo que moralmente condena.
Hay un capítulo dedicado al “gran espejo sombrío, el famoso espejo
cuyo modelo había diseñado ella misma” (43), frente al cual la condesa
pasa horas contemplándose entre sesión y sesión de tortura: ¿no es
la novela algo así como el espejo en que el lector se ve a sí mismo
mientras lee sobre los tormentos que se llevan a cabo en los sótanos
lúgubres del castillo? Tal vez a eso se refiere en parte María Negroni
en un estudio sobre Pizarnik, cuando cita un ensayo de Cristina Piña
y dice que la fascinación que ejerce esta breve novela proviene de
“su capacidad de articular lo obsceno, es decir, su capacidad de traer
‘adentro de la escena visible’ ciertas zonas de nuestra experiencia
de lo real que la vida cotidiana expulsa a un lugar excéntrico”. En
otras palabras, ver a la condesa contemplando y disfrutando el espectáculo
sádico de la tortura nos obliga a ver en nosotros mismos aquello que
por lo general preferimos ignorar.
Tanto Elizondo como Pizarnik (y según se deduce, Nielsen) ilustran
aquello que sostiene Angela Carter en un inteligente estudio sobre
el significado político de la violencia sexual y la pornografía en
la obra del Marqués de Sade: que así como la relación erótica entre
dos seres reproduce en miniatura las relaciones sociales que las contextualizan,
sus perversiones y violencias sexuales no hacen sino espejar a modo
de caricatura otras perversiones sociales. Por eso, dice Carter, el
látigo con que el Marqués castiga a sus víctimas es la extensión de
un poder político mayor: “la mano del látigo es siempre la mano que
tiene el poder político real, y la víctima es la persona que tiene
poco o ningún poder”. Carter nos presenta un Marqués de Sade cuya
verdadera intención no es regodearse con la descripción de violencias
y maldades sino hacernos pensar en qué tipo de sociedad puede cobijar
en su seno la existencia de semejantes prácticas, vale decir convertir
el acto de observación implícito en el voyeurismo del lector en uno
de auto-observación. El escenario donde transcurre el mal no es un
espacio ajeno: es un espejo de nosotros mismos. Precisamente hablando
sobre la legitimación social del mal, Diana Wang repasa estudios hechos
sobre el papel del sistema ferroviario alemán en el Holocausto y sintetiza
algunos datos duros: casi un millón y medio de alemanes trabajaban
directa o indirectamente para los ferrocarriles que transportaron
varios millones de víctimas en condiciones infrahumanas hacia la muerte,
y ya sea por obedecer órdenes o por ignorar lo que pasaba no se registraron
protestas, renuncias u oposición de ningún tipo a la maquinaria burocrática
del exterminio entre esos empleados del Estado. En otras palabras,
cientos de miles de burócratas siguieron llevando a cabo sus tareas
rutinarias y viviendo una vida normal, indiferentes al mal que se
extendía. Esto conduce a Wang a plantear una idea simple pero inquietante:
“Cuando se piensa en la maldad, se piensa siempre en la del otro.
La idea de la propia maldad nos es difícil de asumir” (mi énfasis;
97).
Berto, ese “típico” porteño lleno de rasgos reconocibles y hasta si
se quiere entrañables (su viveza criolla y su humor irónico, sus respuestas
certeras a los comentarios de las mujeres, su orgullo de macho que
se las tumba a todas) es con su homofobia, su racismo y su xenofobia
antiinmigrante también un prototipo de lo peor de la Argentina pretendidamente
primermundista de los 90. ¿Cómo no pensar que Berto en los 70 hubiera
podido ser uno cualquiera de los que festejaban el Mundial de Fútbol
a pocas cuadras de la ESMA, de los que sostenían “por algo será” cuando
desaparecían personas y más tarde “algo habrá hecho” cuando uno de
esos desaparecidos emergía con vida de un campo, incluso de los que
dadas las circunstancias se convertían en burócratas impersonales
como el médico de Villa? Berto es uno de nosotros. Y si tanto nos
impresiona la descripción de las torturas del niño es por la naturalidad
con que Berto las inventa; la misma naturalidad con que el ex torturador
ahora devenido empleado de ferretería le sugiere usar una simple funda
de almohada en vez de capucha para ahorrarse unos pesos; e incluso
la naturalidad con que los pasajeros del tren parecen tranquilizar
a Berto haciéndole sentir que todo está bien, que todos tenemos secretos
terribles ocultos en nuestro pasado, que no hay que preocuparse demasiado
por un muerto más o menos. El hecho mismo de que los instrumentos
de tortura que usa Berto sean los objetos prosaicos y cotidianos que
se pueden hallar en cualquier hogar apuntan a la naturalidad o familiaridad
del mal que late en cualquier ser humano: “Del baño trajo toallas,
el palo del secador, un cepillo de paja, el cortauñas, dos limas,
las yilés, un frasco de alcohol. De la cocina trajo fósforos, otro
cuchillo con más punta y menos filo, varios tenedores, un ensartador
de brochettes, el tirabuzón, unas botellas de vidrio, un plato de
loza, escarbadientes. Del lavadero, que era donde tenía sus herramientas,
trajo la pinza pico de loro, un martillo, clavos. Del costurero sacó
una cajita con alfileres” (76). ¿Cómo no temblar ante la constatación
de que en efecto la casa de cualquier vecino encierra parecidos instrumentos
cortantes, hirientes, punzantes, factibles de convertirse en herramientas
del horror en las manos equivocadas? Por eso, la argumentación de
Berto cuando se le pregunta por qué decidió torturar al niño es contundente
en su simpleza: “Porque me dio la gana; porque supuse que me iba a
gustar; por tantas cosas...” (118). Se trata de la banalidad del mal;
pero aquí Berto es nosotros, su maldad es la que late en todos. En
un país que vivió desapariciones y torturas inimaginables ante la
pasividad o indiferencia de muchos, y que ahora demuestra una sorda
hostilidad hacia los extranjeros y diferentes, no tiene demasiado
de extraño que un extraterrestre pueda ser objeto de vejaciones por
parte de un honrado ciudadano. Como en la célebre expresión de Flaubert
cuando dijo que él era Madame Bovary, Nielsen sabe que él es Berto
(o Berto es él, que es lo mismo). Por eso, Nielsen exorcisa esa aterradora
posibilidad a través de la magia de nombrar el mal, agotando en su
imaginación todas las posibles variantes con la enumeración de torturas
y actos deleznables, tal vez con la secreta esperanza—como en el cuento
de Borges—de que así no ocurran.
No presupongo que Auschwitz sea una novela sobre los efectos traumáticos
del terrorismo de Estado en Argentina, porque seguramente es muchas
más cosas, pero es posible afirmar que es también sobre eso. Toda
sociedad que ha pasado por eventos colectivos traumáticos ve a cada
generación producir sus propias lecturas de ellos, difiriendo las
representaciones de quienes fueron testigos directos de los hechos
y las de aquellos que los vivieron indirectamente o sólo los conocieron
a través de relatos y documentos. Hablando de la transmisión intergeneracional
que se efectúa en Argentina con las memorias del terrorismo de Estado,
Elizabeth Jelin destaca la importancia no sólo de que dicha transmisión
se produzca sino además de que no se convierta en un vaciado de contenidos
en el receptáculo supuestamente virgen que serían los jóvenes, ya
que eso implicaría fijar los sentidos del pasado en una versión única
que en última instancia podría saturar y producir rechazo en el receptor.
Es fundamental que quienes vivieron en carne y hueso el pasado traumático
lo transmitan, pero también que los receptores produzcan sus propias
resignificaciones: “que quienes ‘reciben’ le den su propio sentido,
reinterpreten, resignifiquen [...] que las nuevas generaciones puedan
acercarse a sujetos y experiencias del pasado como ‘otros’, diferentes,
dispuestos a dialogar más que a re-presentar a través de la identificación”.
En el caso argentino, es lo que va de las prácticas políticas de los
movimientos de derechos humanos tradicionales a las prácticas más
nuevas de H.I.J.O.S., la agrupación de hijos de desaparecidos conocida
por sus originales formas de activismo como el “escrache” y el teatro
callejero; o en el cine, lo que va de la representación más o menos
mimética del horror en La historia oficial de Luis Puenzo (1985),
Garage Olimpo de Marco Bechis (1999) y Kamchatka de Marcelo Piñeyro
(2002), al juego de autoreferencialidad y ruptura de verosimilitud
histórica de Los rubios, el documental ficcionalizado de la joven
directora e hija de desaparecidos Albertina Carri (2003).
Es desde esta perspectiva de representaciones divergentes, de aceptaciones
o cuestionamientos de las lógicas estéticas de la verosimilitud y
la mimesis para representar el trauma, que debe leerse Auschwitz,
la obra de un autor que si bien no pertenece por edad a los que nacieron
después de la dictadura—nacido en 1962, tenía 14 años al momento del
golpe de 1976—tampoco es parte de la generación que vivió en carne
propia el terrorismo de Estado. Que la novela tenga como propósito
o no hablar sobre esa historia de dolor no importa: Nielsen como todo
argentino lleva la carga de ese pasado violento y lo conjura a su
manera, enfrontando el mal posible que anida en cada ser humano por
medio de su verbalización. Eso no le ha ganado demasiados amigos en
su propia patria, donde tuvo dificultades para conseguir quien le
publicara la novela, recibió e-mails y llamadas telefónicas pidiéndole
que la sacara de circulación, e incluso fue acusado de racista y antisemita
por el hecho de que su personaje lo es. A pesar de todo esto, confrontado
con su propia humanidad Nielsen se reconoce—nos reconoce—en la figura
de Berto y opta por no desviar la vista. Y si la sabiduría popular
está en lo cierto, al narrar la maldad de Berto se la quita de encima
y la convierte en un problema que ahora le incumbe al lector, obligado
a pasear sus ojos escandalizados (¿morbosamente atraidos?) por sobre
tanta inmoral sevicia.