FabiánLebenglik
Miguel Ocampo:
El viajero inmóvil
Una muestra retrospectiva consiste en reorganizar el pasado en función
del presente y en marcar un antes y un después en la carrera de un artista.
En el caso de Miguel Ocampo, la retrospección no sólo indica una mirada
hacia atrás sino también, hacia adentro, porque la práctica misma de la
pintura ha sido siempre para él un acontecimiento íntimo, cotidiano y
solitario.
Toda exposición retrospectiva --especialmente ésta, que reúne 51 años
de pintura-- es un modo de mirar el pasado con ojos de presente, una puesta
al día que el artista piensa sobre todo en relación con la mirada propia
y desde luego con la mirada de los demás. El ojo que prevalece es el de
aquí y ahora y también es actual el conjunto de líneas que se trazan hacia
las décadas precedentes. Una retrospectiva es también una muestra itinerante
que permanece en un lugar inmóvil, porque a través de ella, sin desplazarse,
se viaja por la historia artística personal, se reconstruye una obra y,
en parte, una historia de vida y de pensamiento, en clave pictórica.
¿Qué lugar hacia adelante piensa para sí un pintor cuando organiza una
muestra que revisa el camino recorrido?. De algún modo, cada muestra retrospectiva
da cuenta de esa expectativa. Es decir, que la potencia del presente también
imagina un futuro (como sucede con la edición de las obras completas,
que les permiten a los escritores pasar en limpio un cuerpo de obra, pero
también dejar estratégicamente de lado algunas cosas). Una retrospectiva
de la envergadura de la de Ocampo, en la que medio siglo está condensado
en ciento sesenta obras), es exponerse completo a sí mismo hacia el pasado
y hacia el futuro. La fecha de iniciación en la pintura que el mismo artista
establece se abre con un paisaje de 1947. Aunque la carrera pictórica
de Ocampo comienza en 1930, a los ocho años, cuando lógicamente todavía
no se consideraba un pintor.
El peso del presente es tan fuerte cuando se reordena y selecciona una
muestra de estas características, que la cronología se invierte violentamente
: gira sobre sí y hace que todo comience por el final, por la obra reciente,
de allí la alternativa de recorrer la exposición de atrás hacia adelante
o de adelante hacia atrás. La coherencia a lo largo del tiempo es uno
de los elementos de la obra que dan sustento a estas cinco décadas de
pintura. El otro elemento es la pasión, pero tratándose de Ocampo es una
pasión asordinada, como una enfermedad crónica --o, más bien, una salud
crónica-- que se sostiene intacta a lo largo de toda una vida.
Miguel Ocampo no recorre la ancha ruta central del arte argentino. El
de él es un camino paralelo, individual. Se acerca y se aleja de las tendencias
dominantes. Alternativamente se deja influir por ellas, pero también las
ignora. Su obra se mueve dentro de una paradoja: aislamiento y conexión.
El aislamiento es estructural, una cuestión de temperamento y autopreservación.
La conexión es asistemática, subjetiva. Toma algo de una corriente y lo
transforma. Deja pasar los fuegos de artificio y trata de incorporar el
núcleo. Desde mediados de la década del cuarenta interioriza, procesa
y transforma los rumores de lo que pasa alrededor.
Ese lugar lateral de un pintor por todos conocido pero secreto, que hace
un culto de la discreción, contrasta de manera absoluta con el componente
mundano y competitivo del mundillo artístico, lo cual resulta doblemente
paradojal en alguien que ejerció la diplomacia durante veinte años y que
estuvo en el lugar preciso, en el momento adecuado. Sus tres destinos
diplomáticos, entre 1955 y 1975, fueron Roma en los años cincuenta, París
en los sesenta y Nueva York en los setenta, matizado con estadías y viajes
a Buenos Aires. Pero por sus propios relatos, viniendo de un artista especialmente
sensible a investigar con su obra la estructura y los modos de la percepción,
parece haberse precavido contra la fiebre del gran mundo. Ocampo advertía
que haber vivido en todas esas ciudades, durante largos períodos, produciría
una suerte de sobredosis contra la que él supo vacunarse. Por otra parte,
podría decirse que su pintura está asociada, según la época, con un lugar
específico. En este sentido, teniendo en cuenta esa oscilación entre aislamiento
y conexión, el lugar es el estilo : se podría hablar de la pintura geométrica
que resulta del primer viaje europeo a fines de los años cuarenta, luego
de enfrentarse con la pintura de los grandes maestros del arte de todos
los tiempos. Ocampo va a encarar la tarea de artista como devolución y
agradecimiento a esos maestros.
Sigue el período concreto de Buenos Aires (comienzos de los cincuenta),
donde la influencia del diseño y la Bauhaus se acentúa a través de la
prédica -la agitación, casi- de Tomás Maldonado. Luego viene la etapa
de Roma (1955-1958), donde la geometrización se transforma gradualmente.
Pintar un cuadro, para Ocampo, ya no era sólo una cuestión de disposición
de elementos geométricos en el espacio de la tela, de trazar líneas y
llenarlas de color ; para él la luz y el contraste, el claroscuro, se
convertían en el alfa y omega de lo pictórico, y el arte concreto no le
daba toda la libertad que buscaba en cuanto a este aspecto. La pintura
concreta estaba en contra de la creación de una atmósfera determinada
y ese parecía ser el límite de la tendencia.
Durante el período de París (1961-1966) pinta una versión paralela del
arte informal, en que el color toma el control compositivo. El período
de Nueva York (1969-1979) está marcado por la luz, el color y la ondulación
de la línea, así como por el puntillismo y el salpicado.
El itinerario continúa con el largo presente cordobés, en La Cumbre, donde
casi todas las estructuras --o, alternativamente, ausencias de estructura--
de sus etapas anteriores se enmarcan en un contexto de representación
del paisaje. Las texturas abstractas fuera de foco se vuelven nítidas
para dar forma a los juncos, pastos, plantas, pajonales. Cada planta encuentra
su lugar y se abre camino en medio de remolinos. Los colores se vuelven
teatrales.
Casi
toda la obra de Ocampo está pintada dentro de grandes series que tienen
en común, además de una técnica, un clima, una manera particular de ver
el mundo. Son prolongación de estados de ánimo que se extienden a través
de una duración determinada. Cada etapa se clausura dando lugar a otra.
Pero dentro de ese sistema de concebir la propia obra existen los 'fuera
de serie' : son unos pocos cuadros 'anómalos', que se escapan de ese clima
general para anticipar series futuras o combinar elementos anteriores
con otros que gravitarán sobre series próximas. Funcionan como momentos
de transición y como explicitaciones más o menos evidentes de cuestiones
desarrolladas sutilmente en otros cuadros. Por ejemplo, en los fuera de
serie se advierte cómo el artista cede a la tentación de la descripción,
que sin embargo aplaza en la mayoría de sus trabajos para lograr mayor
ambigüedad.
Una particularidad de la obra de Ocampo es que por más funcionamiento
autónomo que tenga cada cuadro, en realidad es necesario ver algo más
de la serie para que la obra complete su sentido. Y, comprendiendo esta
solidaridad pictórica que va de un cuadro a otro, también se produce un
fenómeno de serie dentro de cada cuadro. Pero se trata de una serie en
el tiempo, porque cada obra contiene un desarrollo sucesivo que depende
de la lógica interna de los colores y formas, de la intensidad del tiempo
en que se detiene la mirada. Una misma obra cambia y opera en el tiempo.
Son cuadros de larga duración, de efecto lento. El golpe de vista que
en cierto modo es el que rige la mirada contemporánea, rápida y esquemática,
resulta pobre como acercamiento a la obra de Ocampo, porque la pintura
depende del tiempo.
En combinación con el funcionamiento sucesivo, temporal, de las obras,
hay otro que surge explícito en los años noventa : la simultaneidad. Una
larga serie de trabajos exhiben el plano dividido, que en conjunto compone
una unidad temática. Cada división podría pensarse como un módulo que
interactúa con los demás, de manera que el sentido está en la intersección
de todos los módulos. Como en la serie erótica, las formas entran en contacto
para producir sentidos nuevos. Esas líneas de corte en algunas series
son fuertes y notorias y en otras se vuelven sutiles y apenas insinuadas.
Generalmente introduce la línea como dadora de sentido. En los cuadros
concretos, en las pampas, en la serie erótica y, desde luego, en todos
los cuadros de tono realista así como en su creciente producción de dibujos.
Si en el período geométrico hay una semilla que producía (y se reproducía
en) los cuadros para funcionar como estructura generativa, en los años
70 hay formas/fondos en contacto que llevan a la imagen erótica, como
si en el cuerpo los distintos pliegues y curvas que hay, por ejemplo,
en los dedos flexionados, remitieran a otras partes del cuerpo. Lo erótico
también es una condición de la percepción. No está, como puede comprobarse
en lo cuadros, inscripto en el objeto.
La
pintura de Ocampo siempre está muy elaborada pero nunca hace evidente
esa condición. Se puede pensar en la serie de París, una reelaboración
del informalismo en cámara lenta, en la que el gesto es inmanente y las
líneas se organizan bajo la forma de un caos controlado. También está
la extendida serie erótica, donde las salpicaduras que llenan el plano
para componer el color en la retina --más que en la tela-- no fueron realizadas
con aerógrafo sino con el golpeteo metódico de dos palos empapados de
pintura que van liberando lentamente los pigmentos. La serie realista,
más reciente, producto de la observación --pero también de la invención,
ya que toda mirada es un modo de interpretar--, y así siguiendo. En cada
etapa de su pintura lo que prevalece es el hacer reflexivo. En este sentido
pesa su formación de arquitecto, profesión que consiste en hacer coincidir
una serie de elementos estructurales, funcionales y visuales, en un lugar
y un tiempo precisos. Esa tradición racional, clásica, resulta inherente
a su trabajo de pintor y su búsqueda de la forma y el color en relación
con los modos de percibir. A lo largo de toda su carrera pictórica lo
abstracto y lo figurativo no son contradictorios ni generan conflictos.
Y en el ámbito de la figuración sólo entra la naturaleza (el paisaje y
el cuerpo), porque lo urbano --esa sobredosis-- huye de sus cuadros (para
un pintor que vivió alternativamente en Buenos Aires, Roma, París y Nueva
York ; sin embargo, retrospectivamente, siempre fue mayor el peso de La
Cumbre). Lo que crece con el paso del tiempo es la toma de distancia del
mundo, la idea de un viajero inmóvil. No es que el mundo urbano no se
cuele en la pintura. Lo hace de lleno y absolutamente, pero fuera de los
términos usuales de referencia : las grandes ciudades en las que vivió
el artista entran en la pintura como idea, como reflexión, luego de ser
pasadas por el filtro y las transformaciones de la percepción y la creación.
La construcción de la imagen en el largo período abstracto, lleva implícita
la vida en las grandes ciudades, como también se relaciona de diferentes
maneras con el objeto, que aparece a través de la nostalgia, la falta,
la omisión y la variación en la escala --infinitamente grande o infinitamente
pequeña--, entre otras posibilidades. La condición intercambiable de la
figuración y la abstracción resuelve la aparente contradicción. Ambas
maneras de pintar no son excluyentes : es una cuestión de percepción y
de contexto: la manera abstracta puede pensarse como un fragmento de figuración
y, al mismo tiempo, ésta es un momento de la abstracción. Todo depende
de la mirada, más allá de las intenciones. Se trata de un ajuste del aparato
interpretativo, de la distancia, de los puntos de vista y de otras cuestiones
en relación con la recepción.
En la serie de "las pampas", por ejemplo, donde dos grandes planos son
limitados y separados por una línea virtual que es la del horizonte ("La
vuelta del malón" de Della Valle, pero sin el malón), Ocampo pinta el
paisaje sin narración. Elimina la anécdota y va directo a la pintura.
Allí, según el punto de vista que se tome, el pintor vuelve a sus cuadros
de la época concreta. Si "las pampas" se miran verticalmente, suponen
una vuelta a los cuadros de los años cincuenta.
La imagen de Ocampo casi siempre está a punto de disolverse en el aire.
Se trata de una pintura evanescente que huye de actitudes enfáticas porque
el componente central es el color y en consecuencia, la luz. La utopía
de Ocampo es que la pintura se desprenda del soporte : pintar en el aire,
para llegar a la levedad absoluta. Pero ante esa imposibilidad decide
pintar buena parte de su obra sin que el pincel toque la tela. Da golpes
de palos/pinceles : sin tocar la tela. Salpica para que el color --como
sucedía con los post impresionistas-- se forme en la retina. La pintura
es un efecto secundario, pero no menor, de la percepción. En la serie
"Brumas y precisiones", por ejemplo, la inmaterialidad como problema y
como deseo se convierte en el tema. Toda esta serie es un acercamiento
detenido sobre las pinturas de los sesenta que pintaba en París. Se hace
nítido --como durante el período concreto-- el interés por borrar cualquier
indicio de relato visual. En este conjunto de obras se acentúa la sensación
de que el tiempo trabaja en el interior de cada obra. Las "precisiones"
están detrás de las "brumas". Ambos elementos se superponen pero la zona
incierta va dejando paso al elemento conciso. Si la mirada se detiene,
las brumas se disipan y aparece el paisaje.
Los paisajes de los años 80 y 90 son una consecuencia lógica de las pinturas
de los sesenta en París. Como si aquellas elaboraciones pintadas como
versión privada del informalismo hubieran encontrado sentido más de veinte
años después, aplicadas a las estructuras y texturas del paisaje. Allí
se percibe una variación en la escala, que va de lo abstracto (de la obra
de París) para pasar a integrar la figuración de cuadros muy posteriores.
La totalidad de la obra, a lo largo de tantos años, y a pesar de las diferencias,
termina conformando una red perfectamente conectada. Las conexiones entre
las diversas series les otorga un funcionamiento interdependiente.
A medida que la mirada del espectador penetra en la obra del pintor, advierte
que más allá de cualquier plan, el desarrollo de cada cuadro, el proceso
de realización de la pintura, es la guía fundamental de su trabajo. Las
pinturas establecen sus propios tiempos y reglas, su lógica particular
y Ocampo se deja llevar por el camino que establece la pintura misma.
Miguel
Ocampo ocupa un lugar descentrado en el panorama de la pintura argentina
de la segunda mitad del siglo. Esto se reflejó, durante muchos años, en
la actitud de los demás pintores, para quienes él era un diplomático (mientras
que para los diplomáticos era un pintor). Para Ocampo la pintura es una
cuestión reflexiva, un lugar de percepción profunda, de pensamiento no
articulado, así como una actitud de vida. Siempre ha sido un artista solitario
al que le endilgan el elogio débil de pintor fino. El refinamiento, sumado
a la gentileza y la discreción, no solo no son atributos débiles, sino
de una enorme fortaleza, sobre todo si se tiene en cuenta la coherencia
y el sostenimiento durante toda una vida, de convicciones personales y
artísticas que parecen haberse perdido para siempre.
Fabián
Lebenglik
(Texto publicado en el catálogo de la muestra
retrospectiva que Miguel Ocampo presentó en el Centro Cultural Recoleta,
en agosto de 1997).
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