OscarZaitch


Ilustración: Anahí Cáceres 1999

Posición inamovible

Los párpados casi cerrados para simular la quietud muerta del mármol apenas le permitían ver, a buenos veinte metros más allá de la rueda de curiosos, el sitio donde hubiera estado Javier posando cerca de ella, como todos los domingos, en la calle angosta entre artesanías y antiguedades. Pensaba una y otra vez que por la mañana, sin la mirada crítica pero exacta de Javier, por primera vez había estado sola para maquillarse, calzarse la túnica, los guantes y la corona de laureles. Su única ayuda había sido el el espejito, pese a que le devolvió más angustia que imagen. Después de ese paso a la blancura total que los curiosos miraron embobados como siempre, se había consagrado estatua de domingo. A cada rato volvía sobre la cuestión: estaba sola. Mientras asumía esa quietud absoluta que sabía hacer desde chiquita y que por demasiado tiempo había servido para contener inseguridad y timidez, ahora la ponía de frente al desamparo.

El día avanzaba más rápido que otras veces y el atardecer, madurando con tibieza, ayudaba a revisar las cuatro horas de nada para nada, sin que importara demasiado el cansancio, esa rebelión de los músculos que solía aparecer hacia las tres de la tarde y que ya llevaba un buen trecho en su recorrido a lo largo de la inmovilidad de Helena.

El tumulto de sensaciones que causaba la ausencia de Javier, mezclado con dolor y con algo feroz que no alcanzaba a distinguir rebotaban desde dentro contra su inmovilidad exterior. Jugando al flipper, con la terrible regla de sustituir los timbres, campanadas y demás ruidos por una imperturbable parálisis hacia afuera. La inmovilidad tan necesaria para deslumbrar al público que sólo con la consabida moneda apenas la haría mover apenas.

"Puso un peso en el piso, y la pose pasa". Interminables jueguitos de palabras, inventados en parte para sostener la concentración, pero también para soportar la imagen que golpeaba a cada rato contra su interior. La de Javier, por supuesto, a quien acababa de matar o algo parecido.

La noche anterior habían vuelto a discutir. Cada vez que se aproximaba la única jornada de trabajo que tenían, Helena le arrojaba su mezcla desigual de amarguras e ilusiones. De cien modos diferentes le hablaba de la niñez de ambos, de lo hermoso de su jugar "a que éramos estatuas". Pero el juego se tenía que acabar y dejar sitio a otros rumbos. A todos los reproches de Helena él había respondido con su consabido "siempre seremos estatuas".

La frase atormentó a Helena toda la noche. Se intercalaba entre las ideas que surgían de su desvelo y olvidaba de inmediato porque Javier ya las había rechazado. Según él, estudiar no llevaba a nada; vender era inmoral. Actuar, a la larga corrompía. Ni robar servía porque para hacerlo bien "había que ser banquero o político y de eso ni hablar".

Por la mañana Helena se alistó en un silencio amargo que Javier aceptó como natural. Salieron y ella lo empujó, concentrando en el envión todo su resentimiento. Javier rodó por las escaleras hasta el primer descanso donde el golpe contra la pared hizo un chasquido seco. La inmovilidad del cuerpo con la cabeza torcida, allá abajo, le hizo saber a Helena que algo terrible había pasado. Con los ojos casi cerrados para no ver había bajado las escaleras sin coraje y salido a la calle sin detener el paso, para apuntar hacia el sitio donde debían posar, a pocas cuadrasde allí.

Las imágenes de la escalera flotaban alrededor de la quietud de Helena. Pero más que la figura retorcida que se le metía debaoj de los párpados empolvados era aquel ruido de piedra al partirse lo que la estremecía. Pasadas las cuatro de la tarde sintió con una fatiga extraña, diferente. Dejó que la retrataran una vez más con dos niñitas emocionadas por posar con sendas manos blanquísimas sobre sus cabellos. Después, aunque no era hora todavía, decidió terminar.

Con la serenidad de una venus griega recogió los pliegues de su túnica y bajó del pequeño pedestal, sin siquiera mirar la bandeja con monedas. Caminó por la calle con lentitud con dos lágrimas gruesas abriéndose paso por el revoque blanco de sus pómulos. Al llegar a la avenida esperó unos segundos el semáforo rojo, eligió el micro de turistas que venía acelerando y se tiró a su paso para sentir en persona, también ella, el crujir del mámol.

(de " Quinteto sin bandoneón" Antología de cuentos. Taller Literario del Centro Cultural Recoleta 1999
Edit: EUDEBA, Buenos Aires 1999 Prólogo:
Emilio Matei )

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