El
centro de un poema es otro poema
el centro del centro es la ausencia
en el centro de la ausencia
mi sombra es el centro del centro del poema
Alejandra Pizarnik
Hubo
un tiempo en que en las relaciones del hombre con la máquina existía
un justo medio. El ser humano era ontológicamente diferente de sus
productos. Había límites y fronteras.
Hoy, más bien, parece haber cruces, indeterminaciones, ambigüedades,
penetraciones... A finales del siglo XX -sostiene Donna Haraway
en su Manifiesto para Cyborgs- todos somos quimeras, híbridos teorizados
y fabricados de máquina y organismo; en una palabra, somos cyborgs.
¿Cuál es el destino del hombre ante este (desafortunado?) encuentro?
¿Cuáles son las esperanzas de este ser desplazado de su centro,
desplazado de su propio ser, cada vez menos idéntico a sí mismo?
El cyborg no reconocería el Jardín del Edén -continúa Haraway- porque
no está hecho de barro, y no puede soñar con volver a convertirse
en polvo. En cambio, el hombre tiene un origen, una memoria, un
sustento histórico, una naturaleza...
¿Aún los tiene?
Las imágenes que Anahí Cáceres extrae de su computadora son, en
alguna medida, híbridos de hombre-máquina. Hay una voluntad humana
por fatigar las figuras; hay un procesamiento digital que deja sus
huellas sobre el producto, transformando el producto en una huella.
Hay, en algunos casos, un origen humano de esos seres y construcciones
pulsantes, en los cuerpos robados al registro de una performance
o en los dibujos prodigados por la mano de la artista.
Pero el origen de las formas es totalmente irrelevante. Porque la
realidad e esos rastros de imagen, no está en su origen, sino en
la acumulación inconmensurable de procesos y de capas. Debajo de
cada capa hay otra capa, tras cada proceso se oculta el proceso
anterior. Al igual que en la sociedad capitalista avanzada -la sociedad
del puro intercambio y de la pura circulación- el original se ha
perdido. Aunque, probablemente, nunca haya existido, como pregona
Baudrillard desempolvando la noción platónica de simulacro. No hay
un origen, como tampoco hay un fin. En la repetición se implanta
el principio de la indiferencia generatriz.
Si no hay un fin, es porque tampoco hay -no podría haberlo- un parámetro
que destaque a una figura de la inmediatamente anterior o la inmediatamente
posterior en el proceso. Ese momento de verdad, ese instante de
trascendencia, se ha perdido con el original. Decidir concluir el
ciclo en un determinado punto es simplemente un acto de voluntad,
es -como en el ready made duchampiano- desplazar hacia el centro
una ausencia. Sin embargo, esa aparente indiferencia no es tal.
Cáceres habla de cuerpos y de máquinas, señala un contexto específico.
Alrededor de sus edificios circulares, de sus panópticos derruidos,
se agrupan seres escrupulosamente disciplinados, distribuídos en
estratos y órdenes extremadamente complejos. Los cuerpos (sus rastros)
son la contrapartida de una tecnología incorpórea. Pero al mismo
tiempo son su sustento, las superficies que guardan las marcas de
las contínuas reescrituras técnicas, palimpsestos que exhiben la
frecuentación erosiva del algoritmo.
En el extremo opuesto a la máquina, Cáceres dirige su mirada hacia
la naturaleza. En su serie de las Leyes Naturales -una acumulación
abierta de videos digitales- las categorías del animal son también
puestas en cuestión ¿Acaso una sociedad dividida entre fuertes y
débiles sea la única alternativa a la sociedad disciplinaria?
La respuesta no parece necesaria, porque la pregunta, al igual que
la serie de videos -pero también la serie gráfica y su instalación-
está abierta. Cáceres evita lo definitivo, lo determinante, lo conclusivo.
El uso de estructuras modulares, la tendencia a presentar las etapas
inconclusas de una obra siempre "in progress", señala que no existe,
en su obra -pero también en la realidad o la naturaleza- algo absolutamente
necesario. Las figuras nombran su existencia mutante; los módulos,
su pertenencia a un universo en circulación, redefinido y reconfigurado
en sucesivos desplazamientos y cambios de perspectivas.
Aún en su naturaleza migrante, esos fragmentos forman parte de un
circuito; un circuito que, curiosamente, se origina en la memoria
-aunque sea la memoria del ordenador. Cada imagen guarda las marcas
de su pasado en capas latentes, a la manera de los estratos geológicos
en los que Freud imaginara a acumulación arqueológica de la memoria
de la especie.
Porque en definitiva, no hay que olvidar que esta tecnología que
hoy presentimos amenazante, no tiene otro destino que formar parte
de esa memoria. Como producto del hombre, la tecnología es una pieza
del rompecabezas en el que se inscribe con insistencia la historia
de la humanidad.
El diálogo con la tecnología no es sino un diálogo del hombre consigo
mismo. Y al incorporar al arte, la historia y la filosofía a la
discusión, Anahi Cáceres no hace otra cosa que sumar su voz al concierto
polifónico en el que se expresan las espectativas de una nueva naturaleza.
|