Rumiante
Como
cada vez que pasaba por esa cuadra, la miró de soslayo: una mirada
torva, cargada de envidia, de odio, de admiración... y de deseo.
¡Cuánta gracia en esos brazos que agitaban las banderillas
sin descanso! ¡Cuánta elegancia en esas piernas firmes,
sólidas! ¡Cuánto garbo en esa gorrita con la visera
hacia la nuca!
Pero no quería, no debía, olvidarse del odio. Por ella
andaba andrajoso, hambriento, sediento, falto de descanso. Por su culpa
había comenzado ese peregrinar sin rumbo por las calles de Buenos
Aires, suplicando por migajas, buscando un hueco donde echarse a rumiar
su bronca. Por su culpa había quedado del otro lado de esa línea
tan fuerte y rígida como una pared que los demás llamaban
“de pobreza”.
Se preguntó hasta cuándo. Se respondió que era
tiempo de decir basta y dio la vuelta. Con la cabeza escondida entre
los hombros, los pelos largos tapándole la cara, volvió
sobre sus pasos para encontrarla.
Allí estaba, como siempre desde que lo había desplazado,
graciosa en sus movimientos, convocando a los automovilistas. Se acercó
despacio, como no queriendo. Y a último momento sacó del
fondo del bolsillo el tramontina robado. Tres puñaladas alcanzó
a darle antes de que el dueño del estacionamiento lo detuviera.
Pero con eso alcanzó: La muñeca se desinfló despacio.