Testimonio
sobre Pedro Varas. Baires, 17.10.2004. english
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Hablar
de Pedrito Varas... Cuando fui convocda para el proyecto, sentí
un salto en el corazón. Otro más... otro desaparecido
de mi generación. Saltos que no terminarán nunca más.
Amigos, conocidos, compañeros de la infancia y de la vida, del
trabajo, del estudio, de la militancia, desaparecidos o muertos, que
duelen en el recuerdo. Los aniversarios del regreso de otros amigos
del exilio. Mi entrañable amiga Cristina que festeja el aniversario
de su salida de la cárcel como su segundo cumpleaños.
El proyecto de recuperarlo a Pedro, uno de los desaparecidos que también
había desaparecido de nuestra memoria, me alegró. Por
la posibilidad de revisar permanentemente nuestra memoria y nuestra
historia y por la decisión de traer a Pedro Varas del olvido
a la presencia.
Este es mi testimonio personalísimo sobre Pedro, ese hombrón
barbudo, hosco por fuera y pura ternura por dentro, que me acariciaba
la panza del embarazo de mi hija mayor, se sonreía de costado,
bajito, como el perro Patán, y me decía que iba a “ser
un machito”, como quieren todos los hombres. Se equivocó.
Hoy es una bella mujer de 31 años.
Laburante hijo de laburantes, criado en esa cultura del trabajo que
se hacía evidente en unas manos curtidas y callosas, sucias -la
mayoría de las veces- de las tinturas y los ácidos que
usaba para la terminación de las bellas carteras de cuero que
hacía. De jeans gastados, alpargatas o borceguíes y camisas
Copa y Chego color caqui y arremangadas la mayoría de las veces.
Cuando quería vestirse elegante, se ponía el único
jean sin gastar que tenía y alguna camisa a cuadros. Mangas cortas
en verano. Polerón y sacón marinero negros, en invierno.
Todos teníamos un puesto de artesanías en lo que, en los
tempranos años 70, se conoció como la Feria de Artesanos
de Plaza San Martín. Éramos un grupo humano extraño
para quien los mire desde el hoy. Nos decían hippies y algo de
eso había. Peor no éramos pacifistas si venía la
Montada a desalojarnos. “Capicúa”, se le decía
entonces: caballo, montura, caballo. Tirar bolitas de rodamientos o
clavos miguelitos para demorar la carga de caballería, levantar
los puestos con la mercadería y a correr hacia los pocos bares
cercanos que nos abrían las puertas, para escapar de la represión
o para usar los baños.
Una buena parte de nosotros éramos militantes políticos
encuadrados en alguna de las agrupaciones combativas de entonces. De
eso hablábamos en voz baja, entre los que teníamos más
confianza. Una confianza que se ganaba a pulso, con las actitudes cotidianas,
con la manera de hacer acto de nuestras opiniones.
Entre otros, estaban Bernardo Troxler y su compañera. Sobrino
de Julio Troxler, uno de los sobrevivientes de los fusilamientos de
José León Suárez, después jefe de Policía
de la provincia de Buenos Aires durante el gobierno peronista de Victorio
Calabró, actor de “Los hijos de Fierro” de Pino Solanas
y asesinado por la Triple A. Bernardo no se detenía a hablar
de eso. No le gustaba hacer uso de portación de apellido.
Discutíamos de política con la misma pasión con
la que nos entusiasmábamos por la primera venida de Carlos Santana
a tocar a la Argentina. Nos cruzábamos, de puesto a puesto, con
temas de Almendra y Manal, pero también con las mejores zambas
y chacareras. Pedro era tanguero. Tarareaba bajito (cantaba pésimo),
pero se acordaba de las letras completas de todos los tangos que describían
la vida del laburante. Jamás olvidaré que me enseñó
dos tangos que desconocía: Lunes, aquel que habla de que “el
calendario nos marca que es lunes y ha comenzado una nueva semana”,
mientras “el chueco Pantaleón va en alpargatas”.
Y Yuyo verde, cuya poesía melancólica lo convirtió
en mi otro favorito junto con Tinta Roja, el preferido de mi padre.
Gran orador Pedrito. Orador de barricada, capaz de decir directa y sencillamente
las cosas más profundas y terribles, las verdades del sentido
común que saldaban las disputas –a la distancia bastante
ridículas- en las asambleas de artesanos donde peleábamos
por preservar ese espacio de trabajo y expresión que era la feria
artesanal. Entonces, como ahora los vendedores callejeros, éramos
denostados por los comerciantes de la zona paqueta de Plaza San Martín
que nos acusaban de no pagar impuestos, de ensuciar e irrumpir en un
paisaje que siempre les había parecido propio, y no público:
el cruce de calles donde termina Florida, comienza Santa Fe y se alza
imponente y soberbio el Edificio Cavannagh, con el Hotel Plaza y la
casa de Martínez de Hoz.
Pedro vivía en San Telmo. No recuerdo la calle. Puede haber sido
Estados Unidos o Carlos Calvo o Humberto Primo, pero sí que tenía
unas puertas verdes de herrería trabajada y era un poco más
gran grande que un sótano. Un único ambiente que era casa
y taller, como el de un zapatero remendón. El lugar, en el que
algunas noches, nos juntábamos a tomar mate o vino. Pedro era
un gran bebedor de vino tinto y de patero que se iba a buscar a la costa
de Quilmes, cuando todavía existía una comunidad yugoeslava
que hacía un exquisito y demoledor vino casero de uva chinche.
El era un hombre de la zona Sur. Un gran cocinero y un gran solitario.
Unos fideos al tuco y un pulsudo –al decir del entrañable
perro Mendieta- guiso de lentejas, de esas que la cuchara queda parada
en la olla. No recuerdo a Mónica, la madre de su hijo, mientras
lo traté. No era amigo del matrimonio, aunque había estado
casado alguna vez. Solidario y solitario, quizás era otro de
los fragmentos de su biografía que silenciaba. Pedro era de los
que hacía del afecto una relación complicada. Había
que entender sus gestos porque, en este aspecto, sus palabras siempre
eran escasas. No recuerdo si entonces sus viejos vivían o no.
Pedro evitaba hablar de su vida en presente, prefería hacer vagas
alusiones a su infancia y adolescencia, como obrero en una fábrica
de zona Sur.
Sí recuerdo su militancia, de la que pocos sabíamos. Su
otra vida, la compartimentada, como decíamos entonces, que de
todas formas se traslucía en su capacidad organizativa en la
feria, en su capacidad de convocar a la lucha por lo que considerábamos
justo. No me refiero sólo a la vida de artesano, un oficio digno
como cualquier otro para ganarse la vida. Hablo del escenario general
en el que todos, lo supiéramos o no, estábamos inmersos.
Fueron los años 71 y 72 y discutíamos el Gran Acuerdo
Nacional de Lanusse y Balbín, su pulseada con Perón, si
“el Viejo” volvería o no a la Argentina, si “le
daría el cuero”, como lo había desafiado el dictador.
Eran los años de “Luche y vuelve” pintado en todas
las paredes de Buenos Aires. Los años de La Tendencia y Montoneros,
FAR, FAP, FAL, ERP y PRT, PC, los pro-chinos, pro-cubanos, los pro-lucha
armada, los que estaban en contra, un mosaico de posiciones políticas,
acertadas o no, que daban cuenta de la intensidad de las discusiones
políticas, de nuestra vocación de cambiar un mundo profundamente
injusto, del sentimiento epocal del que no podíamos escapar –
nadie puede finalmente escapar de su propio momento histórico-
y sobre el que aun no se ha escrito, filmado, debatido lo suficiente.
Pedro, no podía ser de otra manera para el laburante hijo de
laburantes, era un peronista de izquierda, esa postura política
que desveló, y sigue desvelando, a tantos analistas políticos
que se entusiasman con los aspectos autoritarios del peronismo. Como
si el autoritarismo fuera patrimonio exclusivo del peronismo y no una
parte constitutiva de nuestra sociedad.
Que este breve espacio de recordación de Pedro, nunca estará
de más decirlo, sirva para recordar lo que nunca más debemos
olvidar: nada, absolutamente nada, justifica el secuestro, la tortura,
el asesinato, la denegación de justicia, la apropiación
de identidad de los niños secuestrados con sus padres o robados
en cautiverio. Todavía tenemos por delante un largo camino en
el que deberemos recomponer nuestra memoria de los “Años
de Plomo”, revisar ese fragmento de la historia y seguir exigiendo
justicia para lo que fuimos y somos: seres humanos.
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