Sonia Catela,
2002, de La traducción N, novela inédita.
(soniacatela@arnet.com.ar)
(…)
¿Qué esconden estos ladrillos del piso? Con la lata corroída por el
óxido aflojo uno, hago palanca, forcejeo, lo levanto. Toco: tierra,
húmeda, con olor a moho. Cavo un poco. Desgrano lascas de caracoles.
Alzo una piedrita con añeja pintura blanca. ¿Qué cubren los adobes
del piso? ¿un patio anterior...? ¿un baldío? ¿Qué es este edificio
desierto?
El Buen Pastor. Un alejado lazareto para tuberculosos. El psiquiátrico.
“Vas a terminar internada”, me escupía en casa mamá.
Terminé internada.
En una cárcel clandestina se purga la disidencia.
En cuanto a mi detención, la frecuencia de estos episodios y el azar
que vincula a la gente apartada, confirman que se trata de ejercicios
de poder. Un ejercicio que, en su acto de encerrarme, se redondea
y dobla sobre sí.
¿Para qué me puso aquí?
Para que cavile sobre quien me recluye, para que agigante su magnitud
con cada pensamiento que le dirijo.
Sobre mi estadía en este sitio postulo esa razón.
Enjuago la concavidad de mis axilas. Las someto a abluciones. Enrollo
mi índice en los vellos. Tiro suavemente. No se desprenden.
Se presume que dentro de este perímetro se alimentan estadísticas
de muertes violentas.
Se lo susurra con cautela, allá, en el mundo que anda.
Yo misma me he comentado el acaecer de esas vicisitudes. A murmullos.
Bajando la voz de mis pensamientos exorcizaba la posibilidad del peligro.
El camastro, las paredes grises, la mirilla, el metal de la puerta.
El conducto del montacargas.
¿Desciende una palabra para mí? ¿La respuesta a la “M” que dibujé
con salsa?
Nada.
Sólo cuento con las herramientas de un cierto umbral pasado para manejar
y enfrentar la irrealidad de este monólogo inacabable.
Cuando lo soltaron de la comisaría, Roberto resolvió faltar hoy a
la editorial. Y tomó un rumbo preciso: la zona sur de Rosario.
Consultó de nuevo la libretita de direcciones: Alem 3567. Se cercioró
del número ante la casa con rejas negras; comparó las cifras colocando
la libretita contra la pared para no le diera de lleno el reflector
del sol. Tocó el timbre. Esperó a que mi madre lo observara desde
detrás de los visillos y decidiera si iba a aparecer o no.
Roberto ignoró que, oculta tras las cortinas, mi madre tabulaba el
cabello prolijo del visitante, su camisa y corbata, su pantalón planchado.
Cuando ella se asomó y abrió el postigo de vidrio, él se explayó sobre
su carácter de compañero de trabajo, colega y amigo de Josefina. Invitado
a entrar, siguió el grueso cuerpo de mi madre hasta el comedor diario.
Mi madre dijo: Josefina no ha venido a dormir a su propia casa las
últimas noches. Escuchó las preocupaciones de Roberto, sus confidencias,
palpó su inquietud, le sirvió un cafecito y vainillas. Mi madre dijo:
usted no entiende, caballero. Y agregó: me duele decirlo de alguien
de mi propia sangre; pero ¿qué se podía esperar? Josefina ha sido
siempre una perdida.
Roberto le estrechó la mano. Antes preguntó: ¿tiene usted otros hijos?
Mi madre se puso la mano en el vientre, “Dios no me bendijo con ellos.
Ella nació por cesárea y el médico me aconsejó...”
Roberto desanduvo el paso, entró a un bar y pidió una gaseosa.
Abrió la libretita, mi libretita de direcciones ¿Cómo logró apoderarse
de ella? ¿Dónde la había escondido para evitar que se la quitaran?
¿Cómo pudo adelantarse y manotearla antes de que la tomaran los requisadores?
Cuando la percepción me coloca por primera vez dentro de esta celda,
luego de un trayecto diluido por la inconsciencia, llevo puesto un
uniforme de casaca y pantalón verdes, similar al que cargan las enfermeras.
Se me ha despojado de mis signos, (ropa, reloj, anillos, cadenitas).
Advierto que el lunar que llevaba sobre el tendón de la mano izquierda
fue extirpado.
Repaso la zona.
Reconozco táctilmente esa ausencia excedente.
No hallo rastros de otras rudezas físicas sobre mi cuerpo.
A mi tardío egreso de la editorial, un corto trote, atrás. Inmediatamente,
mi corrida, el hundirme hacia abajo, el maniatarme. Agitaciones. Un
motor. Luego, sirenas exteriores, la producción sonora de la calle,
ladridos. A mi lado, jadeos. Vivaldi.
Ni una palabra.
La máxima velocidad que logra un animal terrestre –al que no persigue
un automóvil de ventanillas punteadas por ametralladoras- araña los
noventa y cinco kilómetros por hora. Un ser humano, en condiciones
atléticas óptimas, cubre cien metros en menos de diez segundos. Lo
consigna un libro que recoge récords. Mi terror alcanzó para una estampida
de media cuadra; desconozco con qué marca de cronómetro. De rodillas,
sin aire, bajo los focos lánguidos de la calle Amenábar, me atraparon.
De espaldas. No vi cómo saltaron del auto -si es que saltaron- ni
cómo me embutían en una frazada y me abandonaban dentro de estas paredes
grises.
Labraron recuerdos auditivos.
Y un olor a desinfectante.
Se cae la pesada mariposa de fierro que abre y cierra el grifo. Se
ha desenroscado. Dentro alumbra algo blanco. Lo saco. Extiendo el
trapito, con el tatuaje de una letra “V”, o, tal vez, el dibujo de
un par de aletas o alas. La dote que deja mi predecesor.
Cosecho, cosecho.
Pongo a volar el género. Flota en diagonal.
Algo se mueve aquí, por fin. Algo que no soy yo.
Hay registros sobre Fords Falcon que han superado los 150 y hasta
los 160 kilómetros, en ruta.
Pero cuando ellos salen por la ciudad, en sus incursiones nocturnas,
los limita la orografía del paisaje: las esquinas por las que deben
doblar, los baches, el eventual tránsito, -muy raleado a las horas
en que operan: esa franja de la madrugada en que la gente todavía
no empieza a moverse hacia el trabajo-.
A mí me detuvieron al anochecer. Me dirigía hacia el sindicato, donde,
luego de las sesiones, Ulises y yo aprovechamos para acariciarnos
en algún pasillo.
Calculo que cuando los del Ford aceleraron para perseguirme, iban
por lo menos a 80, a contramano, por la mal iluminada calle Amenábar.
Me meten en una cárcel clandestina para perturbadores políticos. A
mi madre le faltó esa pieza en su colección de amenazas. Ya incorporará
experiencia como para agregarla a su catálogo.
Pero antes de despachar la misiva decido cambiarle el texto.
Anticipándome al movimiento del eje del montacargas, arrebato el papel
primigenio y lo reemplazo por otro. Sustituyo el vocablo “mensaje”
por una tentacular “M”. ¿Reaccionará, la mano de la roldana?
El montacargas no termina de decidirse a marchar.
Me quedo de pie, custodiando el nicho, hasta el calambre de mis músculos.
¿Algo que los subordinados podamos imaginar proporciona novedad? Barrunto
que el titiritero del poder confisca las sorpresas.
La roldana cruje sus colmillos. Me inclino a recoger lo que venga.
Hallo la decepción del menjunje habitual.
Reescribo una “M” sobre papel de baño, la deposito sobre la bandeja.
En este sitio estrecho sobra espacio para la tozudez.
Solía ser Josefina Marozzi.
No podía pasarme sin libros, diccionarios, periódicos, fotocopias,
escrituras.
Reviso las paredes. Debe haber una raya, una traza, algún garabato
humanos.
Pego mi ojo sobre cada rincón; en el filo de las esquinas.
No se perciben huellas dactilares de un ocupante previo.
Pero sobre el codo inferior del caño del lavabo, alineados cuidadosamente,
los palpo, blancos e inmortales. Dos granos oblongos. Semillas de
legumbres. Porotos.
Ese antecesor tácito me las lega. ¿Quién?
Alguien que se acostó aquí, alguien que se desveló en este camastro
me regala la ocupación de hacer germinar un par de alubias.
Alumbraré plantas. Quien haya sido, las coloca aquí para que yo reproduzca
la vida.
Me acucia el hallazgo de más destellos de su voluntad.
Rasco la humedad de un ladrillo. La emplasto con sobrantes de guiso
y amaso hasta obtener una pequeña esfera. Introduzco las alubias en
el sólido suelo de su planeta.
22 de enero. Roberto sale de la editorial; su reloj borronea las doce,
medianoche; la pila de la máquina se agota, evapora los números. Cerca
del cordón, tres personas se cierran en bisbiseos y se alborotan por
la identidad del que se acerca. Se aquietan al reconocer al archivero.
A brochazos cortos, el portero cepilla baldosas; a su lado, el mensajero
de la firma retoma el relato: “yo lo vi todo de principio a fin; me
escondí detrás del ficus de la escalera, ella corrió”; Castro, el
portero, recupera unas hojas que el viento acaba de dispersar; transmite
la noticia: “se llevaron a Josefina Marozzi en un auto. Gente armada.
Un secuestro”. Roberto ajustará su portafolios bajo el sobaco, se
apretará a la coordenada vertical de cuero, constatará los plátanos,
la luz del farol oscilando en su cable, el vecino que cruza con la
jaula de un canario. Desilusionado por su silencio, el portero regresará
al borde del cordón, juntará las hojas, les prenderá fuego con dificultad.
Garúa. Antes de que bajen las persianas, el cadete se meterá en el
edificio con una encomienda.
Nadie dirá: ¿por qué? ¿por qué se la llevaron?
Lo pensarán.
¿Josefina gritó, pidió ayuda?
No se escuchó una palabra, como si secuestradores y secuestrada se
embarcaran en algo oculto, privado, sexual.
(Era mi silencio o la vida).
Los hombres andaban vestidos de civil. Del auto sobresalían caños
de armas, ametralladoras.
¿Ninguno de ustedes intentó socorrerla?
Ella no nos lo pidió.
(Si es que esa noche del 22 de enero había alguien en las inmediaciones
de la editorial, se escondía. De su miedo.)
El montacargas con que se navega este mundo que me es dado, me acerca
la escudilla de comida ¿Estarán la letra, una palabra para mí? No
me atrevo a fijarme. Cierro los ojos.
Nada. Todavía.
Recurro al tacto. Repaso el reverso de las superficies, el abajo.
Quien ocultó las semillas, habrá disimulado otros rastros. Nuevamente,
el lavabo. Detrás de su base, a ras del piso, incisiones hondas anuncian
una identidad: Nina.
(…)
Se ratifica que el asombrar corresponde al arriba. En la bandeja,
un paquete de papeles acompaña las consabidas provisiones. Lo envuelve
una faja blanca que, en prolija impresión, señala “traducir”. Demoro
en abrirlo. Demoro en desanudar una de las puntas que indique para
qué se me prorroga el aliento.
Son recortes de periódicos eslavos. Proceden de diferentes regiones
de Europa Central. Los reviso con ansiedad. Todos se refieren a nuestra
nación, algunos particularizan en esta ciudad. Reseñan persecuciones
y encierros furtivos, sitios de celdas y aislamientos. La palabra
ilegalidad campea en las columnas impresas.
Metida en estas vísceras integro el tejido del sigilo local. Pero
en su secreto descubierto y voceado internacionalmente, el poder encuentra
su refutación.
Se me transforma en confidente de la debilidad del fuerte, de su límite.
Ése será mi peligro.
Tomo el block de notas y empuño la estilográfica que acompaña el envío.
He solido ser Josefina Marozzi, de profesión traductora de libros
inconvenientes, soltera, 35 años.
Lo sigo siendo.
Transcribo con meticulosidad.
Estos diarios afirman que aquí funciona una industrializadora de cadáveres.
Ahora dispongo de papel, de una lapicera.
Repaso el granulado de la faja, la indicación “traducir”; la sumerjo
bajo la canilla. Se borronea. Puede ser tinta. Puede ser el trazo
de una mano, la del guarda. A trasluz, en los rasgos, descubro irregularidades
casi imperceptibles. Su factura procede de un humano, de dedos que
sudan, que vacilan, que yerran. Que se cortan en arrugas, lunares,
marcas del tiempo.
Según una amiga, las líneas de mi palma señalan que engendraré tres
hijos.
Pero de esta celda difícilmente se salga con vida.
Traduzco, me remito a una obediencia de prisas. Apenas puedo, reanudo
mi búsqueda de recompensas. Nina.
Nina ha hecho esto: descosió la funda de su almohada y la estiró.
Dividió la tela dibujándole cuadrados azules; allí depositó, como
pequeños animalitos, su letra viva.
He aquí su diario. He aquí su historia.
La hallo, como imaginaba, entre la sucia lana de la otra punta del
colchón.
También hallo este objeto. Este objeto al que me niego y escondo sin
mirar.
¿Por qué Nina disponía de una lapicera con la que llevar una crónica?
Porque le asignaron efectuar críticas. Eso es lo primero que consigna:
“Inesperadamente recibo libros que deberé leer y de los que he de
sintetizar contenido, argumento e ideas colaterales, absteniéndome
de todo comentario personal. Debo clasificarlos entre ficción y realismo.
Lo primero que me echan de fardo es unos versículos bíblicos. Los
catalogo como ficción y enseguida me bajan “La familia” de David Cooper.
Ajá. Otro es el color.
Barrunto que mis análisis irán a dar a manos de bibliógrafos que cometerán
vigilancias, censuras, panegíricos. ¿Significa que colaboraré con
ellos? ¿Y si me niego?”
¿Y si me niego? se formuló Nina como dilema en el primer compartimiento
de su historia. Dice: “Pongo Día 1. Debería, en cambio, llamarlo Momento
1”.
Y tachó y corrigió el dato.
Racionaré la lectura de esos Momentos, a razón de uno por cada dos
ingestas de platos de potaje. Recupero alguna clase de ciclo. Se monta
sobre el acuciante deseo de saber cómo se está aquí.
Recibir el aliento de Nina sobre mí, su boca.
(…)
Este hombre que se adjudicó identidad de navegante, que supo militar
entre los grupos radicalizados de la universidad, reivindicar la revolución
y frecuentar ediciones clandestinas, fundamenta ahora su cambio. Habla.
-Dame un cigarrillo- lo interrumpo.
-Pero, nunca fumaste-, objeta y, conocedor de mi afición al buen vino,
saca de su morral la botella con que honra su visita.
-En este sitio he aprendido a prescindir del vicio- y pretendo que
me repugna el gusto de la bebida, -después de una reclusión tan prolongada.
-¿Tenés idea del tiempo transcurrido? –. Me estudia.
-Con toda claridad.
Ulises se sirve un trago y descorcha la traducción de su historia.
Él dirá lo que se le antoje. Pero, me califica como juez y confidente,
y requerirá un veredicto.
-Las presiones se plantean a niveles que uno no espera, Josefina,
ya te contaré cómo, Josefina. Hasta después de conocerte, no entablé
vinculación con organismos oficiales, Josefina-. Da a entender un
vago canje de servicios por garantías hacia mi seguridad. Recibo con
paciencia el esqueleto de su versión. Viene armándola, momento a momento;
logró momificarla aplicándole una venda y otra. Mientras la desentierra,
me consigue el atado de cigarrillos.
Fornicamos.
Recibo su cuerpo, el de un delator.
Él cree que goza.
-¿Y qué me decís?-. Se incorpora.
El dictamen que debo proferir se suspende sobre nuestros actos. “Para
mí, seguís siendo el mismo de siempre”, sentencio. Esto lo alegra.
Pero Ulises invierte el sentido a la continuidad que le otorgo.
Cree que le otorgo salvoconducto y coartada.
-La ventaja es que aquí podemos vernos a diario; tendremos mayor…
intimidad que en la ciudad- Delira. –Preguntame lo que quieras- prosigue.
Fumo.
Nina. Momento VI:
“Hernán con la anunciación, depositario de la gracia: que cierre los
ojos y abra las manos –pide-, y roza mi piel con una materia ligera:
son dos porotos.
Cautivo de una emoción sospechosamente inmediata, él expresa: “Plantas.
En este sitio, lo más cercano a una sustancia solar.”
¿Cómo sabe de la vivencia del encierro?
Hago correr las cuentas entre los dedos, de un lado a otro. Suenan,
vivas, verdaderas. Pero, por alguna razón escurridiza, las escondo.
Oculto los porotos. Los coloco en un refugio, seguros”.
Ulises salta, un empellón, tumba la botella de la que bebía.
Cómo imaginar que la distraída inspección de este espacio sometido
lo alcance y sobresalte.
Es el diminuto par de plantitas de porotos: “¿cómo llegaron aquí?
¿de dónde las sacaste?” y se quita de encima, de abajo, la agitación.
Los porotos germinados se rebelan a su orden. Y, en su afirmación
primaria, lo descolocan.
-¿Dónde las encontré...?-. Mi gesto describe un abanico indefinido
dentro de este cubo de confinamiento.
Mientras marco el espacio, noto cómo Ulises descorre la puerta de
la carnicería. Que ejecute, que destape y me deje ver lo que haya
que ver.
Indico: -Las semillas se encontraban detrás de la pileta, en este
caño-. Y añado: -Sí, cierto, a partir de ahora podremos vernos con
regularidad.
-¿Qué hallaste en tu cuarto, además de los granos?-. Investiga, husmea.
-Un trapo, un dibujo-. Señalo el lienzo doblado que contiene la escritura
de Nina, acerco el abanico con las iniciales enlazadas.
Ulises, satisfecho, me palmea la mejilla. –Buena chica.
He equivocado la táctica: restaurado el orden del sometimiento, él
cierra las compuertas del matadero. No puedo observar cómo, umbral
adentro, continúa faenando.
Se va, abandona el trapo escrito. No le interesa lo que conoce. Desdeña
los frutos de la dominación. Los hace caducar.
“Preguntame lo que quieras”. Fornicamos. “Preguntame lo que quieras”.
Se trata de eso, de que yo sepa.
(…)
-¿Estás conmigo?
-Sí, con vos.
Dos dimensiones de una afirmación que no se tocan; la proximidad física,
el enrolamiento moral.
Mi pobre cuerpo. Mi cuerpo se vuelve voraz. Persigue la verdad de
la carne de Ulises, su semen, sus convulsivos orgasmos, sus apetitos,
su excreción. Mi pobre cuerpo se queda con la verdad previa a toda
palabra.
¿Qué hacer con este cuerpo mío en su desborde, que busca donde puede?
Quedo enganchada en púas. Conozco el renovado oleaje del remordimiento,
se va, vuelve a aparecer. Esa insaciabilidad.
“Te haré inmortal” –asegura Ulises.
Me ofrecerá pruebas.
Trae lo necesario para su demostración.
Me cubre amorosamente con una sábana de seda.
Ha conseguido una sábana de seda. Pero de seda, seda, de ésa que segregan
gusanos vivos. La rapiñaron durante un allanamiento.
-¿Y la revolución, Ulises?
–Ésta es-. Y esgrime su evidencia: en toda revolución hay muertos.
¿El deseo desenfocado?
Ay, si yo pudiera estar en brazos de Ulises ahora que estoy en los
brazos de Ulises.
Nina. Momento VIII:
“-Recuerdo... Cuando me tomaron, salía de un laboratorio, traía un
sobre con resultados de análisis, las felicitaciones de la bioquímica,
un incipiente listado de nombres, un papel que aseguraba “positivo”.
Yo llegué embarazada a esta cárcel, Hernán.
¿Cuándo, cuándo fue? ¿Por qué me acuerdo recién ahora, Hernán?
Aduce que mirar tanto hacia atrás es patológico. “El pasado te va
a matar” aduce. Y que llevo un descalabro en la cabeza.”
La obsequiosidad de Ulises; de los tres objetos que le he pedido,
legaliza sólo uno. Acomoda el paquetito, más otros envoltorios que
añaden su voluntad, o el stock del que dispone. Convida: -¿Qué tal
una película, como en los viejos tiempos?
Con placer.
Me entrego a colaborar en los preparativos, martillo un clavo, cuelgo
la pantalla, dispongo el proyector, oscurezco con trapos la cápsula
en la que me alojo.
La película es muda. El vientre de la protagonista esboza la sospecha
de una preñez. Ella se mueve en un espacio acotado, donde predomina
una mesa con libros. Se trata de esta celda. Un primer plano del hombro
de la mujer señala un tatuaje: el rostro del Che Guevara. Luego, la
caminata por un pasillo, ella enmascarada. La conduce una espalda.
La película es la mujer sobre la camilla. En qué se convierte, rápidamente.
Los sucesivos cuadros muestran aquello de lo que ella se despoja,
un streap tease. Pero no es ropa, lo que la mujer se quita y arroja.
La película es muda.
A ella la encadenan a la camilla, la inmovilizan como a un tronco,
algo inanimado.
A medida que los guantes manipulan distintas herramientas sobre su
carne, la mujer se va arrancando, capa a capa, su humanidad.
Más capas de humanidad se saca, más humana se vuelve.
Más tocan su carne, más revuelven su alma.
El camino directo a su alma lo recorren ofendiendo su carne.
A mi lado, Ulises mastica tabaco. Su adicción al tabaco se activa
cuando ve películas. También me toma de la mano, me marca ciertos
pasajes, o teclea el tema de la cortina musical. En este caso, pulsa
una música inaudible.
La película es totalmente muda.
A la mujer le quitan, también, su tatuaje. Se filma especialmente
esa privación física menor. Han ensamblado las sesiones en una continuidad
progresiva. La última mujer no es la primera mujer, pero también lo
es, en una calidad diferente.
-¿Cómo se llama el filme, Ulises?
-1492, N N. Mi ópera prima.
Casi una obrita maestra en lo suyo.
Él la ha hecho. Busca mi boca con el ojo que seleccionó las tomas,
con ese ojo me selecciona.
En la película se alardea, mediante un derroche de planos gigantescos,
de la boca atascada de la mujer, del encadenamiento tenaz de esa boca.
¿Si tanto debe desprendérsela de su habla, por qué no le cortan la
lengua? Han podido hacerlo. No es que no se animen. Ellos se atreverían.
Y sin embargo, cometen algo sorprendente: enmudecer la película. Amordazamiento
doble. Un único gemido resultaría excesivo; las propias acotaciones
de quienes trabajaron en la mujer, sus improperios, los comentarios
sobre el cuerpo sujeto. Sin sonido, el sentido de esas gesticulaciones
no se puede arañar.
–¿Por qué un filme mudo, Ulises?
-Lo medité bastante. Sólo el silencio le hace adquirir rango de belleza
textual, de literatura pura.
-¿Tus jefes te permiten conservar este documental?
-Como una testificación valiosa.
-¿Testimonio de qué?
-Observá el final. Leé los labios de la mujer.
Pasa en cámara lenta el tramo. Sin la mordaza, la mujer modula “gracias”,
la mujer repite con claridad “muchas gracias”, varias veces. Luego
pide “más”. Luego afirma: “los bendigo”.
-¿Te das cuenta? –Ulises pone la mano en mi boca. La abre y la cierra
para que mi boca piense las mismas palabras.
Gracias, más, los bendigo.
(Bajo la goma que aprieta los labios de la mujer, el fuelle de sus
jadeos late, la mortaja late, se moja con saliva, luego, alrededor
de la barbilla queda sólo una aureola salina, la mujer se ha secado.
Mediante un canuto se le hace pasar agua bajo la goma, con suavidad,
pero un espasmo la tensa.
Hay una mujer que se ahoga, tose, la espalda que la yergue, las pupilas
de ella que miran, desde acá, desde este momento.)
Nina. Momento IX:
“Hernán me conduce a la salita a la que me he acostumbrado, marcho
con esa mansedumbre que define el recorrido de una noria. Me detiene
antes de entrar al quirófano. Descorre la cortina externa de la mirilla,
y me brinda la demostración del cómo. Sigo el proceso de la creciente
espiral de flaquezas que asume un muchachito, -ciclo que una manga
blanca reduce a fases y anota, en tanto otra manga lo filma-. Se me
enseña –como se enseñaría la ley de gravedad- las leyes anatómicas
del habla, su circulación y volumen, los edictos de exigir verdades
que los interrogadores no codician, trivialidades, “leíste a...”,
“conociste a...”.
Corroboran la anatomía del habla.
Se la lee a punta de electricidad.
-¿Cuándo concluyen?- recabo de mi maestro.
-Cuando el sujeto encuentre la palabra final, exacta, en las exploraciones
que hace; si la dice, nos detenemos.
-¿Alguna vez he proferido aquí esa palabra, Hernán?
Que sí, que la he dicho.
Que he agradecido.”)
(…)
Nina
Momentos
“Y recorro la escritura que se rearma, en mí.
Me arrancan la ropa; su método apropiado es la rudeza. Debe haber
alguna razón para que todo lo hagan de ese modo. Soy desnudada, alzada
de hombros y pies, tirada sobre algo duro ¿una tabla? Me desatan los
puños. Los separan. Sujetan mis muñecas y mis pies con objetos metálicos.
“¿Ya está preparada?”. “Empecemos”.
Ése será la única voz masculina que saldrá de los escondrijos del
sonido.
–Qué mierda se creen que hacen, -pretendo una firmeza que mis cuerdas
vocales traicionan.
-Terapia correctiva, Nina. (Ellos saben quién soy)
–Torturar se prohíbe hasta para los criminales, cretinos.
–Abusás de las malas palabras, Nina.
Me cuelgan boca abajo, para que no diga palabras inapropiadas, para
que los vómitos me vacíen de palabras. Goteo jugos estomacales, materia
oral, pensamientos.
Me desaguo
Todo se drena, se va”.
“Armo mi escritura, como lo desea Hernán”.
Se suspende el envío de textos a traducir. Pero la comida aparece
puntualmente. Impersonal en su escudilla, no incurre en despropósitos
o excesos impropios de un castigo. Desaparecieron los halagos.
Y desde hace un par de días, a Ulises sólo lo atestiguan notitas.
“Salgo de viaje”, “estoy filmando”, “sigo afuera”.
Me levanto temprano. Me aboco a vagar. Llamo.
Géneros cortados, agujas, hilo. Con un recado suyo. Y la flamante
encomienda: coser banderas para la nueva Argentina. Son combinaciones
de tela para cinco estandartes. Enhebro la aguja, anudo, hilvano costuras.
Hay que armar el nido nacional.
Me escribo, en el empeine, “1 de junio de 1982”. Me escribo profundo.
Cuando Ulises llegó, días atrás, con ese cajoncito de mandarinas,
olí el otoño. Olí marzo, o abril. Él reconoció el fin de la estación:
“Pasado mañana comienza junio”. Calculo que ahora es pasado mañana.
(…)