Carlos
Chernov,
1993, de “La composición del relato”, en Amores Brutales, Ed.Sudamericana,
1993.
Las mañanas de invierno, frías, soleadas y ventosas, se consideraban
las mejores para los encuentros. Era preferible que corriera aire
porque su esparcimiento, por lo general, se desarrollaba en lugares
con fuertes olores. Lo más frecuente era que el club -si se lo puede
llamar de esa manera- se reuniera en basurales o terrenos del cinturón
ecológico. Ese día, sin embargo, lo hacían en un campo abandonado,
un gigantesco baldío donde prosperaban los hinojos y los cardos. Esto
lo alegraba, le gustaba el aroma anisado que flotaba en la brisa.
De todas formas el mal olor ya no les lastimaba el olfato: estaban
acostumbrados. No era así cuando recién habían ingresado en la cátedra
de anatomía. Lloraban durante todo el trabajo práctico, y no precisamente
porque los muertos los entristecieran, sino por el penetrante olor
del formol.
La belleza de la mañana exaltaba su ánimo. Lo entusiasmaba alejarse
de la ciudad. Habían viajado en micro ciento cincuenta kilómetros
hasta una pequeña estancia cerca de la localidad de Baradero. Ante
sus ojos se presentaba el espectáculo del campo dividido en fracciones
iguales, de nueve metros cuadrados, separadas entre sí por sogas rojas,
con banderines en las esquinas -en los cuales habían pintado números
y letras para individualizar cada lote- y pasarelas de tablones para
transitar entre ellas. A él le correspondía el sector "C-7". Esto
significaba hilera "C" y fila "7". Una multitud de "identificadores"
ya ocupaban sus sitios, cada uno en el sector que le había sido asignado.
Sabían que un cadáver humano, partido en pequeñas piezas, había sido
diseminado al azar por el terreno. Debían encontrar el fragmento oculto
en su parcela y reconstruir en detalle la escena de la muerte.
Todos estaban en actitud de búsqueda: hurgaban, picaban, escarbaban
la tierra; zapaban, paleaban, rastrillaban los terrones; cepillaban
sus hallazgos como arqueólogos. Estudiaban los materiales con actitud
de detectives o médicos forenses. Utilizaban lupas, espátulas, palas
de plástico, variados cepillos y pinceles para limpiar e identificar
sus descubrimientos. Agachados, permanecían absortos en el examen
de algún resto, o charlaban -sin mirarse- de una parcela a otra, mientras
revisaban minuciosamente cada centímetro del terreno que les había
sido destinado. (Es notable lo enorme que puede resultar un área de
nueve metros cuadrados cuando se la inspecciona con prolijidad obsesiva.)
Su fracción presentaba dos inconvenientes: un charco de agua -que
seguramente no pudo filtrarse debido a un fondo arcilloso- y mucha
vegetación baja. Sobre todo, un tipo de pasto amarillento, muy fibroso
y difícil de arrancar. Resopló con fastidio, le esperaba una dura
tarea de limpieza y desmonte antes de emprender la búsqueda en sí
misma.
Algunos ya caminaban por las pasarelas, acarreando las hierbas cortadas.
Otros habían tenido una suerte increíble: se pavoneaban, orgullosos,
balanceando sus bolsas de nailon con algún precoz descubrimiento en
su interior. Unos y otros iban camino a los remolques que estaban
a doscientos metros, en los lindes del baldío. Los que, a pesar de
lo temprano de la hora, ya habían hecho algún hallazgo, lo llevaban
para entregarlo a los "armadores". Éstos siempre se quejaban de que
no les alcanzaba el tiempo para reconstruir el cuerpo de manera decente.
Después de tres horas de registro, no encontró nada de interés. Solamente
los habituales carapachos de cucarachas con los élitros desprendidos,
caracoles de tierra resecos, algunas patas traseras con bordes aserrados
de grillos y escarabajos, un cepillo de dientes descolorido por el
sol, plumas de gallina, paloma o gorrión, una correa de ventilación.
de auto, restos oxidados de una lata de conservas, pelos de animales
y de humanos y también hormigas vivas, escapadas del exterminio de
los que prepararon el terreno -las hormigas siempre se salvaban-.
(La norma era que no debían dejar con vida nada apreciable a simple
vista.)
El único resto que había hallado hasta el momento era un pedazo de
algo semejante a carne de pollo o pulpo en estado de putrefacción.
Teñida de un color rojizo, de consistencia gomosa, se disgregaba entre
los dedos, friable como la materia del cerebro. Presentaba algo de
sostén fibroso, no poseía cápsula ni estructura muscular: parecía
el tejido de una glándula. Le recordó vagamente una molleja hervida.
No creía que el "Pollo" -nombre con que había bautizado a esta pieza
maloliente- fuera de origen humano. Muchas veces los "sembradores"
dejaban trampas para confundirlos. Pero como por ahora no tenía otra
cosa, la guardó en la bolsa. Cifraba pocas esperanzas en ella.
Acaso en forma prematura, se angustió por lo magro del resultado de
sus pesquisas. Se sintió descorazonado. Evocó la ansiedad previa a
cada domingo, rogando para que no lloviera y ahora, después de tanto
tiempo de búsqueda, no había dado con nada. Sabía que únicamente la
mitad de las parcelas albergaban trozos del cuerpo. Por otra parte,
los "sembradores" fraguaban pistas -indicios suficientes como para
construir un argumento- sólo en un pequeño porcentaje de los restos.
Esa noche, como era habitual, se presentarían entre ocho y diez relatos.
Tuvo miedo de que su lote estuviera vacío como le había pasado los
últimos dos domingos. En esas ocasiones se amargó tanto, que decidió
volver a Buenos Aires en el primer
colectivo que salía; el de las tres, el colectivo de los fracasados.
No aguantó permanecer hasta la noche para escuchar los relatos de
los otros socios. El ambiente que se respiraba en esos viajes le recordaba
la melancolía de las tardes de domingo de toda su vida: tomar mate
y escuchar los gritos de los comentaristas de fútbol por la radio.
Ahora descansaba sobre uno de los tablones que encuadraban su parcela,
miraba distraído hacia su izquierda. Una oriental joven (seguramente
de raza sínida, brevilínea, con nariz de perfil convexo y ojos oblicuos
sin pliegue palpebral, de cara muy aplanada -que presagiaba un culo
chino de idéntico formato-) estaba sentada sobre sus talones. Gozaba
de esas articulaciones increíblemente flexibles que él admiraba tanto
en las asiáticas. Analizaba un manojo de pelo. Él sospechó que, acaso,
ella misma lo había traído. Algunos desesperados, para no quedar excluidos,
introducían en el campo restos de otros cuerpos. Siempre eran trozos
difíciles de identificar, que no parecían estar de más en el momento
de reconstruir el cadáver: partes de visceras huecas o macizas, fragmentos
de músculo esquelético, raramente -por las diferencias de pigmentación-,
retazos de piel en el mínimo de fraccionamiento permitido -que era
de cuatro centímetros cuadrados-. (Menos que eso se denominaba "carne
picada". Además de las dificultades para la identificación, los restos
trozados por debajo de ese tamaño se pudren más rápido por su mayor
superficie expuesta al aire.)
Era improbable que intentara hacerlo pasar, si descubrían el engaño
podían suspenderla por varias fechas. Los "armadores" estaban equipados
con una moderna balanza digital, de precisión, para pesar pelo y materias
todavía más ligeras. La mujer usaba una gorra de béisbol de dos viseras,
una sombreaba su nuca y la otra la aliviaba del reflejo del sol en
los ojos. Aunque estaban en invierno, permanecer todo el día al sol
sin sombrero era una imprudencia. Por debajo de la gorra asomaba su
pelo renegrido. Arañaba la tierra deli-
cadamente con un rastrillo de plástico, como los que usan los chicos
para jugar en la playa.
Al fin, con enorme desgano, suspirando, él continuó la búsqueda. Aguardaba
con ansiedad que sonaran las sirenas de los remolques llamando a comer.
Desde que empezó a sentir el aroma del asado, su estómago hacía ruidos
de gorgoteo, cada vez más urgentes. Esperaba que el almuerzo lo rescatara
de la depresión, otras veces ya le había sucedido. Arrancó las hierbas
de otro sector y luego, sobre manos y rodillas, con la nariz a veinte
centímetros del suelo, rastreó y exploró. A tan corta distancia las
cosas resultaban descomunales.
Por los tablones venía caminando "El zapador", también llamado "El
loco de la pala". Cavaba con tanta energía que, habitualmente, quedaba
fuera de concurso por arruinar su propia evidencia. La destrozaba
hasta convertirla en pulpa, después no servía para armar el "rompecabezas".
Su lote terminaba como un campo bombardeado, con terrones secos diseminados
por todas partes. Él afirmaba que ésa era la única manera de hacerlo
rápido. Contaban que, en cierta ocasión, los "sembradores" enterraron
un perro envenenado con estricnina dentro de su fracción. El no sabía
cómo interpretar su hallazgo, se le ocurrió abrirlo en canal. Dentro
del estómago encontró una nariz. Reconstruyó con facilidad el relato
de una vagabunda atacada por una jauría y ganó el concurso de esa
semana.
Se preguntaba a qué se dedicaría "El zapador" en su vida cotidiana.
Aquí nadie sabía quién era el otro. Por razones obvias los socios
conservaban sus nombres en secreto, todos habían adquirido apodos.
Esto le recordaba el clima de desconfianza y conspiración de los gimnasios
donde se practicaba karate en los setenta. En ellos se mezclaba la
gente de izquierda con la de derecha, nadie revelaba su ideología.
Aunque a veces alguno salía lastimado en forma sospechosa. Casi todos
los miembros del club eran médicos -hay tantos médicos en este país...-.
Otros eran empleados de funerarias
o de la morgue, profesionales de otras áreas de la salud: kinesiólogos,
veterinarios, enfermeras. Algunos, simples anatomistas vocacionales.
La institución no contaba con una sede, todos los domingos cambiaba
de sitio. Las actividades eran secretas, no recibían ningún tipo de
publicidad, ni podían llevarse a cabo en un lugar de encuentro estable.
Todas las combinaciones se efectuaban a través del teléfono, en pequeñas
cédulas, y sólo uno conocía la dirección de la próxima reunión.
"El zapador" era un tipo mediterránido rubio, de labios carnosos,
talla media y cráneo mesocéfalo. Su cara, muy larga, estaba armada
con vastas y poderosas mandíbulas porcinas. Presentaba una deformación
en la espalda, una escoliosis o algo por el estilo. Tenía piernas
torcidas, forma de mirar torcida, era todo torcido, en falsa escuadra:
un jorobado. Le resultaba antipático pero, desgraciadamente, ese sentimiento
no era mutuo. Por alguna ignota razón siempre venía a saludarlo. Él
no sabía para qué lo visitaba. Le comentó algo del asado, y después
hizo muecas de complicidad concupiscente, señalando con torpes cabezazos
a la sínida.
-Está buena la japonesa -le dijo, guiñando un ojo.
-Vengaremos Pearl Harbor -contestó él secamente.
"El loco" le mostró un ojo que llevaba en la bolsa:
-Es el testigo mudo..., la dumb evidence, el ojo vio al asesino. Todavía
no se me ocurrió nada -sonrió.
-Sangre en las conjuntivas, muerte por asfixia - dictaminó él.
-Puede ser..., lo voy a pensar... -comentó dubitativo y luego se fue
caminando entre las parcelas. Él se asombró de que un órgano tan delicado
como un ojo hubiera sobrevivido indemne en manos de "El zapador".
Esto le recordó varios de los relatos clásicos del club. Aunque no
siempre los restos descubiertos concordaban, cada narrador reiteraba
sus preferencias por cierto tipo de historias.(…)