Marcelo
Cohen,
1983, en El país de la dama eléctrica, España, 1984.
El día de la cita, dos semanas antes del viaje, esperé casi una hora
y media. Como mi abuela la sefardita me había inculcado la paciencia,
me imaginé que Lucina se habia escondido en alguna parte para esquivar
a la cana. A lo mejor se había quebrado un tobillo, o estaba engripada,
o era epiléptica; la conocía tan poco. Después me empecé a cabrear
y pensé: ¿le habrá venido la regla? Pero me arrepentí, los hombres
no conocemos los dolores de la menstruación ni los del parto. Estaba
en un bar de la calle Pampa, lloviznaba, por el empedrado patinaban
patrulleros coronados de radares, los jacarandaes de las veredas parecían
indios con ponchos de magnesio, y tenía dinero para diez días y mi
conjunto de rock no existía piu, y Roli no existía piu, y mis viejos,
cada uno por su lado, me mandaban cartas que traían de todo menos
invitaciones. También tenía un pasaje hasta Lisboa en el Giulio Césare.
Fui a visitar a la tía maquilladora. La vejeta me sirvió té con tostadas
y mermelada de naranja, pero declaró que para ella su sobrina siempre
había sido una desconocida. Entonces fui a la casa del tal Federico;
pasó media hora sacándose un mechón rebelde de la frente y confesó
que por lo mal que conocía a Lucina, era muy probable que se hubiera
fugado, no de miedo sino de pura ansiedad. Esa tarde, por la calle,
cualquiera me podría haber arrastrado de un hilito, como a un pekinés
con moquillo. Durante siete días a la misma hora tomé café con gustó
a penicilina en ese bar siniestro de la calle Pampa. El octavo tuve
que refrenarme para no destrozar el espejo. Dormía en mi sucucho de
Yerbal, entre libros de Dylan y las cenizas de los panfletos de Roli
que había incinerado en el inodoro, con el olor de las tintas de dibujo
dejadas por Ángela, con las manos de Lucina entre ceja y ceja, un
raye de lo más espectral. En la ciudad no se podía vivir, de noche
el cielo se viruleaba de sirenas, caían puertas y las cloacas se atascaban,
y la gente iba al trabajo con la esperanza de no perderlo por quiebra.
fraudulenta, y volvía entre camiones del ejército, controles de documentos,
casas deshabitadas y unos crepúsculos inflexibles, de liquidación.
Despúés venían los tiroteos y los alaridos y los llamados a la denuncia
por televisión. Mi único método para mantener la salud era sentarme
en la cama y tocar improvisaciones larguísimas sobre My foolish heart
o Foxy Lady. Es raro: apenas comía yogur y sopa de sobres, y sin embargo
me sobraba energía musical, otra que Beethoven. Antes de zarpar el
barco no me quedó más remedio que vender la guitarra Fender y el equipo
de voces. Con ese dinero me bastó para viajar serenamente desde Lisboa
hasta París y reclamarle á mi viejo un gesto de cordialidad. Se portó
muy bien, juró que tenía un dormitorio preparado para mí, pero las
paredes estaban cubiertas de hojas de diario porque las manchas de
humedad tiraban a terroríficas. Todo lo tuve que pagar. [...]
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