Edgardo Cozarinsky, de “Viaje sentimental”, en Vudú urbano, España, 1985.



(…)
Se atreve a preguntar algo: ¿sabe ella si Enrique está vivo?
-¿Enrique?
Cuando le dice el apellido, ella reacciona bruscamente.
-¿Por qué debería saberlo?
El le cuenta que, desde luego, se enteró de todo: cómo lo sacaron a golpes de su casa en mitad de la noche, cómo destrozaron el departamento, las manchas de sangre en las paredes y la escalera por donde lo arrastraron cinco pisos hasta el automóvil azul, sin chapa, que esperaba en la calle. Pero, ¿no hay una posibilidad de que esté vivo?
Cuando ella responde, habla muy lentamente, como si deletreara palabras nuevas a un escolar lerdo.
Si no lo sabés vos... ¿Acaso no está allí? Tal vez no en París, pero en Madrid, o en Barcelona. Barcelona, más bien, ¿no?
Ahora le muestra los dientes para componer una sonrisa.
¿No es Barcelona un centro de la vida gay?
La sonrisa de Cheshire queda brillando en el aire después que las palabras se han apagado.
Ha puesto el automóvil en movimiento. Ahora bajan por Corrientes hacia el obelisco: teatros, cafés, librerías palpitan con la multitud nómada de la noche. Como para fijar en una perspectiva actual esas tarjetas postales que él podría creer exhumadas de la colección de su memoria, la voz de ella recomienza.
La diferencia entre nosotros es que yo siempre he sido, y todavía soy, parte de algo. Vos, en cambio... Siempre fuiste un espectador, te mantuviste aparte, sin participar. Antes como ahora. Yo nunca me divertí tanto como cuando fui con otros cientos a tocar el bombo para el regreso del Viejo. No lo niego: cubríamos la calle, casi derribamos los árboles de tanta gente subida en las ramas. ¡Y rugimos cuando salió al balcón y nos saludó con la mano! Ahora bien, si vamos a hablar de la vida real, algo he aprendido. Ahora estoy en ella. Gano bastante en Relaciones Públicas, el Campeonato Mundial de Fútbol me permitió comprarme el departamento en que vivo y mi trabajo regular paga mucho más que las tres visitas semanales al analista. A propósito: hasta los analistas aprendieron algo; ya no los oirás hablar de la disolución del yo, de abrir los loqueros y escuchar la voz del mundo maravilloso de la esquizofrenia. ¿Te acordás de todas esas macanas? Rastoschi ahora cobra 200 dólares por hora pero te garantiza que en tres meses serás capaz de ganar dinero.
La bella durmiente no sólo se ha despertado: también habló. Ha dicho lo que siente, y el precio que él debe pagar por haberse atrevido a besarla es verla encogerse, resecarse, convertirse en una bruja sentenciosa.
Han estacionado bajo la palabra restaurant en letras de neón. El letrero le resulta familiar. De pronto lo reconoce: el viejo Edelweiss... Alguien sale, las puertas se entreabren un instante y él puede atisbar el falso decorado bávaro que tanto lo divertía, las láminas manchadas de humedad, con vistas del Starnbergersee. Cree recibir un mensaje tácito de Laura y le dice cuánto lo conmueve que haya recordado el lugar de tantas citas. Ella ríe. Su risa suena hueca, chillona como un gastado 78 rpm.
¿Creés que me acuerdo? ¿Creés que alguien se acuerda de algo? Lo que vos recordás no le importa a nadie. Si te dejo hablar, sos capaz de mencionar el Pasaje Seaver... Si alguien lo recuerda es para suspirar aliviado que ya no exista. El Tortoni, en cambio, todavía está en la Avenida de Mayo. ¿Por qué no le hacés una visita y jugás a recobrar lo que nunca fue tuyo? Enterate: están despanzurrando la ciudad para abrir autopistas, están demoliendo manzanas y manzanas de casas, barrios enteros. Cuando se salva una casa vieja es para restaurarla y convertirla en resturant chic. ¿Te parecía una ciudad ruidosa? Cuando terminen sólo podrás oír a los automóviles, y apenas si podrás respirar en la calle. ¿Decían que imitaba a París? Pues ahora ni siquiera imita a Los Angeles: imita a Caracas, a México City. Era una ciudad fea y no será menos fea, pero en el proceso mucha gente va a ganar mucha plata. De modo que aprendelo: yo no recuerdo; vos recordá, si querés. Ahora, por favor, bajá.

 

 

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