30 años
En mi caso no
es difícil recordar cuántos años han pasado desde
que la Argentina sufrió su último golpe de Estado. 1976
ha sido el año de mi nacimiento por lo que la cuenta sale demasiado
fácil.
Si me pongo historiográfico debo recordar que el primer golpe
se produjo en 1930, cuando gobernaba un radical -Hipólito Irigoyen-
y desde entonces y por los siguientes cuarenta años fue una
realidad argentina, mucho mas tangible que el dulce de leche o la
birome.
Claro está que lo que sé del pasado me viene de los
libros, de la lectura, de la necesidad de reconstruir un poco qué
es lo que me convierte en argentino. Sin embargo, el golpe institucional
y sangriento de 1976 me cala profundo porque mientras yo no era más
que un nene que jugaba a la mancha, los más grandes jugaban
a lo mismo pero era de sangre.
Apenas recuerdo el Mundial del 78. Solamente los dibujos del Mundialito
y algunos gritos de festejos por mi entonces barrio de Wilde.
Sí recuerdo ir en el colectivo con mi vieja y no entender por
qué un grupo de soldados o policías –la memoria
se me pone borrosa- subía a pedir documentos y hacían
bajar a los hombres y los revisaban contra una pared.
De la Guerra de Malvinas solo me acuerdo de la canción. Miento.
También me acuerdo de una cierta euforia con el “Vamos
Ganando” que se me ha convertido en óxido amargo conforme
fui creciendo y leyendo los hechos.
Conocí compañeros del colegio cuyos padres fueron o
“estaban” desaparecidos. Pero cuando uno era chico pensaba
que solamente estaban lejos o que simplemente estaban jugando a las
escondidas. De hecho, ni siquiera ellos podían explicar dónde
se encontraban su mamá o su papá.
En mi familia no ha habido ni desaparecidos ni detenidos. De hecho,
estudiando para la facultad muchos años después, intente
reconstruir qué tanto era lo que sabían en esa época.
Confirmé, con tristeza, que no sabían demasiado o peor,
que era tanto lo que sabían que habían decidido olvidarlo.
Un hecho siempre me llamó la atención sobre mi nacimiento.
Yo nací en agosto, es decir a cinco meses de iniciado el terror,
en la Clínica de la UTA –Unión Tranviaria Automotor-
de Avellaneda. Mi viejo era colectivero. Esa noche, mi abuela se escondió
en la sala donde estaba mi vieja para ayudarla y porque tenían
miedo de que me robaran, de que el hijo de la familia fuera cambiado
por otro, o incluso de que no me vieran más. Eso no ocurrió,
pero en algún lado estaba instalado el temor por el robo de
bebés, hecho que después se confirmaría en el
Juicio a las Juntas.
Es cierto, no sabían. Es cierto, pocos querían saberlo.
Lo cierto es que desde que se abrió la serie de golpes militares,
todas las facciones políticas, religiosas, empresariales y
civiles se han preocupado más por trenzar lazos con distintos
generales a fin de tener una puerta a la que golpear.
Esa puerta estuvo prohibida para todos los familiares de desaparecidos
que, honestamente, poco importa el número final al que ascienda
esa cuenta. No es el tiempo ni el lugar para debatir sobre treinta
mil o diez mil, en ambos casos el número va mucho más
allá de lo tolerable para cualquier estado.
Suecia, por ejemplo, en toda su historia solamente cuenta con 2 desaparecidos
en su haber. Uno se produjo durante la Segunda Guerra Mundial. El
otro, es el caso de Dagmar Hagelin, argentina pero hija de suecos,
desaparecida en la puerta de su casa y asesinada en la ESMA a manos
de Astiz.
Lo curioso del caso, es que empecé hablando de recuerdos y
sin quererlo, me he ido alejando de ellos. El olvido es un barrio
que limita con la memoria y se pierde en el recuerdo. Desde allí,
un número de almas nos piden que las rescatemos. Al fin y al
cabo, treinta años de pedidos, deberían ser escuchados.
Daniel H. Rodríguez