Nira Etchenique, de “Judith querida”, Ed Corregidor, 2000, Bs As.


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Esta etapa de doctor incluía, por supuesto, la condición periódica de preso político merced a la cual tuve mi bautismo carcelario. Ahora, con el recuerdo en carne viva de los campos de exterminio, los inclementes ramalazos con que la memoria fustiga las agonías vividas en aquella noche interminable de crímenes y secuestros, las indelebles señales de un dolor inextinguible que nos saqueará por siempre el corazón, pienso qué idílicas eran esas prisiones, y hasta qué punto terminaban por conferir al castigado un atributo suplementario a los adquiridos en laboriosos extravíos de grandeza.
Inclusive evoco con cierto humor cáustico la sordidez y el hambre del Asilo San Miguel, alojamiento exclusivo de prostitutas, al que Perón arrojaba a las intrépidas universitarias que nos inmolábamos en manifestaciones y pegatinas, cuando todo el estudiantado reaccionó ofendido como un pequeñoburgués toqueteado en las nalgas a la astutísima consigna de alpargatas sí libros no.
Y aun el Devoto de colchones quemados y motines y novatos cicatrizando la violación ritual en un rincón del patio de recreo, ese Devoto de mis fraternales visitas a Falbo, el editor trastornado que me amó hasta la última de sus lágrimas en el exilio y al que amaré hasta todas mis lágrimas pendientes, y luego Caseros, -adonde fue arrastrado y yo detrás- con sus roñas y humedades y esos muros atormentados por el frío entre los cuales se saldaban cuentas en silencio, con apenas el suavísimo desplazamiento de los tejidos invadidos por un cuchillo oxidado, rutinario episodio consumado en el fondo del pabellón mientras la radio, el televisor y las risas malbarataban la gotera por donde se escapaba el aullido triste del lobo asesinado.
Todas estas cárceles hoy parecen aguas quietas, apenas verüenzas e impudicias, distracciones de la sociedad. Como si una lengua gigantesca y feroz lo barriera todo, allá van esas prisiones de pacotilla, esos jueguitos de vigilantes y ladrones. En el espejo en que esas miniaturas se observan a sí mismas cae la negritud de los pozos de masacre, y entonces el país es nada más que un sitio y una hora para sentarse a pensar desgracias.
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