Rodolfo
Fogwill,
1982, de Los Pichy-cyegos, novela, Ed.de la Flor, 1983.
1
(…)
Abajo, el reflejo azulado de las llamas de una estufa iluminaba un
hueco de seis metros de largo lleno de mercaderías, bolsas y estantes
de madera donde se movía un muchacho semidesnudo, de cara flaca, cargada
de tics. Era Pipo que alzaba los brazos para tomar la bolsa.
— ¡Son como quince kilos! - Dijo al recibirla. —¿Tanto? —Preguntó
él, cuidando que la bolsa no se
cayera sobre el piso.
—Sí, quince al menos.
—No, son diez kilos. Lo que pasa es que debe haber chupado agua anoche
—dijo Rubione.
— ¡Son quince kilos! Se lee acá —dijo Pipo— que son quince kilos.
—Y después pidió: -Quiquito. . . ¡Hacelo callar!
—¿Qué le pasa a éste? —preguntaba Rubione.
—Nada. Duermen algunos en el almacén: no hagas más ruido.
—Buen. . .
—¿Querés algo? ¿Precisás algo?
—Fasos. ¿Hay fasos?
—Sí —dijo él y le pasó un Jockey blanco.
—¿Fuego hay? —parecía rogar.
—¿No tenés? - -preguntó él, y como el otro no respondió le tiró su
caja de fósforos inglesa y dijo:
—Quedátela. Yo después consigo más. . .
Rubione prendió un fósforo y pitó. Se nubló el túnel con el humo de
azufre del fósforo y cuando salió la bocanada de humo, se difundió
por el lugar el típico olor a té de los Jockey blancos. Quiso fumar:
— ¡Dame una seca. . .! —Reclamó a Rubione, que le acercó el cigarrillo
a la cara. El lo tomó del filtro y lo fue pitando mientras el otro
averiguaba:
—¿Y comida. . .? ¿Hay?
— ¡Raciones! Esta noche comemos raciones frías. —¿Por qué frías?
—Para ahorrar carbón. Hoy no hace tanto frío. Cuando haga frío se
da caliente. Pero después de las comidas, igual, se reparte mate cocido
caliente. ¿Te gusta el mate?
—Sí —dijo Rubione— y contó: Ayer tomé café. . .
—¿Café? ¿Dónde café?
—En la enfermería. Llevamos unos fríos y los doctores nos dieron café
y una copita de alcohol. . .
—¿En cuál enfermería?
—En la del hospital del pueblo.
—¿Muchos fríos?
—Llevamos como cincuenta. . . pero debe haber más: ¡Quedaron por ahí!
—¿Y helados?
—Y sí. . . La mayoría helados, y algunos eran fríos —decía Rubione
y sacudía la cabeza trazando una rayita colorada con la brasa del
Jockey. Habían apagado la linterna. Estaba negro el aire y cargado
de olor a humo.
Llamaban helados a los muertos. Al empezar, las patrullas los llevaban
hasta la enfermería del hospital del pueblo; después se acostumbraron
a dejarlos. Iban por las líneas, desarmados, llevando una bandera
blanca con cruz roja, cargando fríos. Fríos eran los que se habían
herido o fracturado un hueso y casi siempre se les congelaba una mano
o un pie. A esos los llevaban a la enfermería y si había jeeps y gente
apta los llevaban después a la enfermería de la pajarera, donde bajaban
los aviones a buscar más heridos y a traer refuerzos de gente, remedios
y lujos para los oficiales. Para llegar hasta la pajarera había que
cruzar el campo donde siempre pegaban los cohetes: se veía desde lejos
un avión solitario que parecía quedarse quieto en el aire, después
se lo veía girar y volverse para el lado del norte, y enseguida llegaban
uno o dos cohetes que había disparatado. Pegaban en el campo echando
humo, hacían una pelota de fuego y después una explosión que trepidaba
todo y el aire se enturbiaba con un ácido que ardía en la cara. ¿Quién
iba a querer cruzar el campo para llevar heridos? La explosión repercute
adentro, en los pulmones, en el vientre; hasta pasado mucho tiempo
sigue sintiéndose un dolor en los músculos que se torcieron adentro
por el ruido, por la explosión.
Cruzar el campo, a pie, da miedo porque se sabe que allí pegan los
cohetes y se arrastran por el suelo —todo quemado— como buscando algo.
Los que andan por ahí están siempre temiendo y se les notan los ojitos
vigilando a los lados. Muchos se vuelven locos. Un cohete explotó
a un jeep: cuentan que cada uno de esos cohetes británicos les cuesta
a ellos treinta veces más caro que los mejores jeeps británicos.
Y ya nadie quiere ir a la pajarera. Eso habló con Ru-bione. Rubione
decía igual: nadie ya quiere ir.
—Además, ahora te tiran con mortero.
—¿Con morteros? ¿Desde dónde. . .?
—Desde aquí arriba. De aquí nomás, desde el cerro. . .
—Mejor —dijo él— así terminan de una vez.
—No se va a terminar. . . Dicen que ya están por llegar los rusos.
—¿Rusos? —preguntó él. Rubione le explicó:
—Sí: rusos. Dicen que llegan portaaviones con paracaidistas; son como
cinco mil rusos, que se les van a aparecer a los británicos por atrás.
— ¡Ojalá! —dijo él— ¡Así terminan de una vez! —¿Qué pasó? —preguntaban
gritos desde la chimenea
lateral.
—Nada —gritó él y mientras Rubione procuraba explicar a los otros
que llegaban portaaviones rusos le tapó la boca para que no siguiese
hablando y le ordenó:
- ¡Callate! —¿Qué te pasa? —Nada. ¡No hablés! —¿Por qué no puedo hablar?
—Porque no se habla de eso. De eso se habla después cuando nos juntamos
todos. A las nueve juntamos las noticias y las hablamos.
—¿Qué ustedes? ¿Quiénes son ustedes? —quería saber.
—Los Magos, los cuatro Reyes. . .
—¿Quiénes? —preguntaba extrañado.
—Nosotros: los que mandan. ¡Ya lo vas a ir entendiendo. . .! —prometió.
Rubione no volvió a preguntar.
Los reyes magos mandan. Son cuatro reyes: mandan. Al comienzo eran
cinco, pero murieron dos: el Sargento y Viterbo. A esos dos los desbarrancaron
los oficiales de marina. Iban en jeep. Murieron dos, quedaron tres,
pero después llegó Viterbo, el primo del Viterbo, que lo llamaban
el Gallo y ahora son cuatro reyes: él, Viterbo el nuevo —el Gallo—,
el Turco y el Ingeniero.
A cada nuevo se lo enseñaban: Viterbo el anterior y el Sargento murieron.
Venían con un jeep inglés que el ejército había repintado argentino.
Los de marina dieron el alto y ellos pararon a mostrar los papeles,
salvoconductos, esas cosas. Los de marina no los dejaban ir: querían
ver qué llevaban atrás, en el jeep. Y ellos llevaban telas de carpas
y fardos de lana —cosas robadas— para la pichicera, para el lugar
de los pichis; entonces dijeron que no llevaban nada, que no mostraban
nada y arrancaron. Como al minuto les tiraron. Dos oficiales, con
M.A.G. de los conscriptos, les tiraron y el jeep les patinó en el
barro —la nieve— se desbarrancó para la playa y como había alarma
de bombardeo nadie los pudo ir a buscar. Quedaron ahí, medio volcados,
muriéndose, igual que el motor del Land Rover que tardó mucho en apagarse,
acelerado a fondo, rugiendo y echando humo y vapor por los escapes
hasta que al fin hizo un tembleque y paró.
A cada nuevo se lo explicaban: mandan los magos, los que empezaron
todo. Empezó el Sargento. El Sargento había juntado al Turco, a él
y a Viterbo cuando empezaban a formar las trincheras. Los había puesto
frente a él, los agarró de las chaquetas, los zamarreó y les dijo:
—¿Ustedes son boludos?
— ¡Sí señor!
— ¡No! Ustedes no son boludos, ustedes son vivos. ¿Son vivos? —Chilló.
— ¡Sí mi Sargento! --contestaron los tres.
— Entonces —les había dicho el Sargento— van a tener licencia. Vayan
más lejos, para aquel lado —les mostró el cerro— y caven ahí.
Les explicó que las trincheras estaban mal, que las habían hecho en
el comando: dibujadas arriba de un mapita. Decía que esas trincheras,
con la lluvia, se iban a inundar y que todos se iban a ahogar o helar
como boludos y que los vivos tenían que irse lejos a cavar en el cerro,
sin decir nada a nadie.
—Tienen licencia —dijo.
Les dio licencia y comenzaron a cavar. De noche el Sargento les prestaba
soldados, para ayudarlos a picar en la piedra. De día cavaban los
tres solos y algunas veces el Sargento se arrimaba para mirar cómo
iba la obra.
Después les trajo al Ingeniero. Era un conscripto de Bernal que había
trabajado de hacer pozos en las quintas. El Ingeniero inventó los
desagües, reforzó los marcos y los techos con tablas y dirigía a los
prestados, que llevaban de noche haciendo un rodeo por la sierra y
los cambiaban siempre para que nadie conociera el lugar.
Lo llamaban así: "El lugar". En dos semanas lo acabaron. Después pusieron
los durmientes.
—¿Y dónde mierda consiguieron durmientes?
—En el puerto. Desarmamos un muelle viejo y los trajimos en el jeep.
Teníamos un tractor y el jeep. Después los de la pajarera nos requisaron
el tractor y otro día el jeep se nos desbarrancó —explicó el Ingeniero
y volvió a contar para Rubione cómo habían muerto el otro Viterbo
y el Sargento, cuando ya estaba hecho el lugar, que ya no se llamó
el "Lugar" sino "Los Pichis", o más común, "la pichicera".
2
"Los Pichis": fue una mañana de bombardeo. Estaban en la entrada y
en la primera chimenea y nadie se animaba a bajar al almacén, porque
la tierra trepidaba con cada bomba o cohete que caía contra la pista,
a más de diez kilómetros de allí. El bombardeo seguido asusta: hay
ruido y vibraciones de ruido que corren por la piedra, bajo la tierra,
y hasta de lejos hacen vibrar a cualquiera y asustan. Algunos se vuelven
locos. Fumaban, quietos. El Ingeniero calculó:
—Si se derrumba la chimenea, el que esté abajo, en el almacén, se
hace sandwich entre las piedras. . .
Entonces nadie quería bajar. Tenían hambre. Con toda la comida amontonada
abajo, igual se lo aguantaban.
Fumaban quietos. Seguían las explosiones, las vibraciones. A veces
se oía una explosión y no vibraba. Otras veces vibraba y nada más,
sin escucharse ruido. ¡Qué hambre!
— ¡Qué hambre! —dijo uno.
— ¡Con qué ganas me comería un pichi ciego! —dijo el santiagueño.
Y a todos les produjo risa porque nadie sabía qué era un pichi ciego.
—¿Qué. . .? ¿Nunca comieron pichiciegos. . .? —averiguaba el santiagueño.
—Allí —preguntaba a todos— ¿No comen pichiciegos?
Había porteños, formoseños, bahienses, sanjuaninos: nadie había oído
hablar del pichiciego. El santiagueño les contó:
El pichi es un bicho que vive abajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene
cáscara dura —una caparazón— y no ve. Anda de noche. Vos lo agarrás,
lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda pataleando panza
arriba. ¡Es rico, más rico que la vizcacha!
—¿Cómo de grande?
—Así —dijo el santiagueño, pero nadie veía. Debió explicar: como una
vizcacha, hay más chicos, hay más grandes. ¡Crecen con la edad! La
carne es rica, más rica que la vizcacha, es blanca. Como el pavo de
blanca.
—Es la mulita —cantó alguien.
—El peludo —dijo otro, un bahiense.
—"El Peludo" le decían a Yrigoyen —dijo Viterbo, que tenía padre radical.
—¿Quién fue Yrigoyen? —preguntó otro.
Pocos sabían quién había sido Yrigoyen. Uno iba a explicar algo pero
volvieron a pedirle al santiagueño que contara cómo era el pichi,
porque los divertía esa manera de decir, y él les contaba cómo había
que matarlo, cómo lo pelaban y le sacaban la caparazón dura y cómo
se lo comían. Contaba las comidas y quería describir cómo era el gusto
del pichi, porque era mulita en un lugar, y peludo en otro. Cuestión
de nombres, se dijo.
—¿Saben cómo se cazan los peludos en La Pampa? —preguntó alguien.
Nadie sabía. Fumaban quietos. Muchos seguían sin hablar, por respeto
a las vibraciones, a las explosiones; tenían miedo.
— ¡A tiros ha de ser! —contestó uno.
—No —dijo el otro; era un bahiense— se lo caza con perros: va el perro,
lo olfatea, lo persigue y el animal hace una cueva en cualquier lado,
para disimular la suya, donde esconde las crías, y en esa cueva falsa
se entierra y queda con el culito afuera. Entonces lo agarrás de la
cola y lo quitás. . .
—¿Y los perros?
—Ladran: respetan al dueño. Pero tenés que enseñarlos primero, si
no te lo deshacen a tarascones. Después podés dejarlo panza arriba
y cuando juntaste varios los carneás, clavándoles cuchillos de punta
en las partes blandas del cogote. Las mujeres saben pelarlo. A veces..
. —iba a contar pero una vibración fuerte hizo caer más piedras por
el tobogán, que era la entrada, y uno dijo "socorro" y alguien "mamá",
a lo que comentó Viterbo que no jodieran, que no se dieran más manijas,
que si no muchos se iban a volver locos y que siguiera el bahiense
la historia.
—A los perros les gustaría matarlo. De dañinos, más que por comerlo.
Pero a veces —decía— el peludo se atranca en la cueva. Saca uñas y
se clava a la tierra y como tiene forma medio ovalada no lo podés
sacar ni que lo enlacés y lo hagas tironear con el camión. ¿Y sabés.
. .? —preguntaba a la oscuridad, a nadie, a todos— ¿Sabés como se
hace para sacarlo?
—Con una pala, cavás y lo sacas. . . —era la voz del Ingeniero".
— ¡No! ¡Más fácil!: le agarrás la cola como si fuera manija con los
dedos, y le metes el dedo gordo en el culo. Entonces el animal se
ablanda, encoge la uña y lo sacás así de fácil.
— ¡Así se hace con el pichi! —confirmó el santiagueño, contento.
— ¡Y tienen cuevas hondas, hondísimas, de hasta mil metros, dicen.
. .! —comentó el Tucumano que casi nunca hablaba.
Nadie creyó. Seguían los bombardeos. Fumaban quietos y escuchaban.
Pocos querían hablar. El dijo con voz medio de risa, medio de nervios:
— ¡Mirá si vienen los británicos y te meten los dedos en el culo,
Turco!
Algunos rieron, y otros, más preocupados por las bombas y por las
vibraciones, seguían quietos fumando, o sentados contra las paredes
de arcilla blanda y la cabeza entre las piernas. De a ratos les llegaba
el zumbar de los aviones y el tableteo de la artillería del puerto.
Era pleno día sobre el cerro. Tenían hambre, abajo, en el oscuro.
Desde entonces, entre ellos, empezaron a llamarse "los Pichis".
— ¡Afuera saben de los Pichis! Yo en la artillería los había oído
nombrar —les dijo un nuevo cierta vez.
—¿Qué hablar? —Preguntó preocupado el Turco.
—Hablar que estaban. Decían que había como mil Pichis escondidos,
en la tierra, ¡enterrados! Que tenían de todo: comida, todo. Muchos
decían tener ganas de hacerse Pichis cada vez que se venían los Harrier
soltando cohetes.
—Es cierto —dijo Rubione— Cuando faltan cosas en el siete dicen que
todos ahí se cagan de hambre mientras los Pichis preparan milanesas
abajo. Dicen que están abajo, creen que estamos abajo de ellos…
Los otros Magos se preocuparon. Lo que decía Rubione demostraba que
afuera conocían que los Pichis estaban ahí.
También él se preocupó: recordó cuando el Sargento los había juntado
con el Turco y el otro Viterbo y les dijo: "Córtense solos, porque
de ésta no salimos vivos si no nos avivamos. . ."
Y de todos ellos, que eran noventa, al mes quedaban vivos sólo el
Sargento y ellos tres. Y al Sargento lo habían desbarrancado los de
marina.
— ¡Hay mucho nuevo, Turco! —dijo Pipo Pescador. Estaban en la chimenea
lateral, comiendo ración, alumbrados con linternas de luz amarillenta.
Después Pipo se disculpó a Rubione:
— Perdoná, no es por vos, pibe, pero: ¿Entendés que no cabemos, que
ésta no alcanza para todos. . .?
Rubione hizo que sí con la cabeza y siguió masticando ración.
— ¡Habría que conseguir sal gruesa. . .! —pensó el Turco, hablando.
— ¿Sal?
— Sí, sal. Si sigue más tiempo va a haber que conseguir sal para guardar
corderos. Las raciones no pueden durar. . . —calculaba el Turco.
— ¡Pero ya no hay corderos. . .! —Djjo él.
Ya no se veían corderos. A veces, una explosión aislada hacía pensar
que alguna oveja suelta había pisado una mina de infantería y eso
espantaba a las madres y con ellas se iban las ovejitas y los corderos,
siguiéndolas. Los hombres de la estancia habían cortado las alambradas
para arrear las ovejas al otro lado del Fitz Roy.
— ¡Cada día se ve menos oveja!
—Esta tarde una oveja explotó aquí nomás.
—Es una joda —dijo el Turco— una desgracia.
—¿Por. . .?—Preguntaron.
—Porque sí, porque eso quiere decir que los ingleses se van a encular
con nosotros.
—¿Encular? ¿Con nosotros? ¿Los ingleses? ¿Por qué? —querían saber.
—Porque sí. Porque si siguen explotando ovejas quiere decir que el
mapa de las minas que les pasamos estaba mal. . .
Pensó que el Turco tenía razón. Cada oveja explotada, más se convencerían
los ingleses de que aquel plano del comando estaba mal. Pero dijo
todo lo contrario:
— ¡Qué se van a encular. . .! ¿Volvemos hoy a los ingleses?
—No sé —dijo el Turco— primero voy a pensar un rato y a dormir, después
lo decidimos. Llamen a Pipo —pidió.
Alguien gritó: ¡Pipo! y apareció el muchacho vistiéndose. Vivía desnudo,
por el calor de la estufa del almacén.
—¿Qué hay de nuevo Pipo? —preguntó el Turco.
Pipo leyó en una libreta de intendencia que había llegado más azúcar.
"¿Cuánto hay?" —preguntó el Turco— "Ahora veintidós kilos". "Está
bien —dijo el Turco— "¿Qué más?" siguió Pipo diciendo que faltaba
sal, y que ahora sobraban los remedios, cigarrillos y papas y habló
del cordero preparado para los guisos del día siguiente. Que faltaba
té y café, dijo.
—¿Qué queda?
—Quedan tres frascos de Nescafé y cien bolsas de té. Sobra yerba.
—Hay que buscar más té y azúcar. Anotá que mañana vamos a tener más
cigarrillos ingleses.
—¿Y kerosén? —quería anotar Pipo.
—Van a llegar ocho bidones más —dijo el Turco. Casi se sabía todas
las existencias de memoria. — ¡ Che Lucia-ni. . .! —llamó.
—¿Qué? —obedeció el otro.
—Mañana vas a tener que ir a cambiar dos bidones más de kerosén. Pedí
dulce, caramelos, dulce de leche, de membrillo, azúcar, miel, ¡cosas
dulces! Falta azúcar. ¡Y pedí pilas!
—Pilas olvídense —dijo Viterbo.
—¿Qué pasa con las pilas? —Volvía a preocuparse el Turco.
—No hay en toda la isla, se acabaron. No hay ni para los del comando,
y señalando con la linterna a dos nuevos fundamentó: —Ellos te lo
pueden decir. . .
—¿Los ingleses tendrán pilas. . .? —Preguntó el Ingeniero.
—Esta noche vamos a ver —Dijo él y el Turco asintió, por lo que los
otros entendieron que aquella noche alguno de los Magos iría a los
ingleses a cambiar cosas.
3
De noche hay menos viento y además no te ven. Hay que abrigarse, untarse
todo: la cara, el cuello, las muñecas, las piernas y los pies. "Por
ahí —anunció el Turco-no volvemos esta noche. Venimos la noche de
mañana. Vamos a los británicos con Quiquito".
El chico al que llamaban Galtieri pidió ir con ellos. El Turco dijo
no. El reclamaba; quería ir, no había ido nunca a los ingleses. "Otra
vez venía, hoy no", prometió el Turco.
—Es que vos sos muy forro, Galtieri —le habló alguien, cuando el Turco
se fue.
De noche es más difícil caminar, pero hay menos peligro: yendo de
día pueden disparar de cualquier lado, de cualquier bando. Te ven,
disparan.
Y peor es el riesgo de entrar y ser visto. Si ven entrar o salir a
alguien del tobogán aprenden el lugar y entonces se termina la pichicera.
—Vos Ingeniero estás a cargo —dijo el Turco al salir. No te durmás.
De día no sale nadie. Y no entra nadie, No más entra Ramírez que tiene
que traer dos bidones, si es que llega. Y Luciani sale antes que sea
de mañana, para cambiar otros bidones aquí cerca al siete. ¡Luciani!
—Llamó y Luciani dijo "sí". —¡Luciani vos no me entras de vuelta hasta
que esté oscuro. . .! ¿Sentiste?
—Sí —dijo Luciani. El Turco llamó a Pipo.
- ¡Pipo!
Ya estaba abajo, cerca de la estufa, estaría desnudándose.
—Pipo: que los bidones estén lejos del fuego. Y dale dos pastillas
negras a ese nuevo Rubione y ni una más a nadie. ¿Cuántas hay?
—Como doscientas —se oyó la voz de abajo. Sobraban.
—Bueno, igual, ni una más a nadie. ¡Y que nadie cague! ¡Que vayan
todos a cagar de noche afuera y tapen lo que cagan con barro. . .!
Las pastillas negras se daban para la diarrea. Todos habían tenido
diarrea, por el agua. Ahora hacían el agua allí, con nieve, en los
baldes plásticos. A esa agua la hervían y la preparaban con mate,
o café, o té.
—Que se caguen de sed, pero nadie más toma agua sola. Nada más mate
y bebidas, porque el que cague adentro va a volver a pelear —habían
dicho los reyes.
Y volver a pelear quería decir matarlos. Muchos pichis fueron dados
por muertos, por desaparecidos o presos de británicos y si volvían
al ejército, los otros se enteraban que habían sido pichis y los calaboceaban:
los ataban y los hacían pasar la noche al frío quietos, para helarlos.
Y todos entendían: como ni el Turco ni los otros Magos los iban a
dejar volver para que no contasen dónde estaba el lugar de los Pichis,
si alguien ensuciaba adentro, mientras no hubiera polvo químico, lo
harían matar y aunque nadie sabía si los magos eran capaces de matar
o no a un pichi, o a uno que había sido pichi, por las dudas no lo
iban a probar: obedecían.
Al salir les pareció escuchar zumbidos de aviones a hélice. Después
nada. Apenas viento, —poco viento—, y a veces alguna ráfaga con nieve.
Después de un día sin salir, caminar es difícil. Pero es mejor: pasando
un tiempo en el calor, el hombre aguanta más el frío. Si uno sale
de tanto calor, de quince o veinte grados de calor como hacía en el
tubo cerca del almacén, se siente el frío, se lo sufre, tarda en acostumbrarse:
el frío duele, el aire es como vidrio y si uno quiere respirar parece
que no entrara. Pero el que se ha pasado un día entero al frío sabe
que los que vienen del calor pueden andar, moverse y trepar a la sierra
cuando él no puede más, porque el que estuvo al frío mucho tiempo
quiere estar quieto, quedarse al frío temblando y dejarse enfriar
hasta que todo termina de doler y se muere.
Un fogonazo, lejos, vieron. Después vibró el piso y llegó el ruido.
"Otra oveja, otra mina explotada", pensó y siguió caminando atrás
del Turco, trepando.
Para cortar camino subían la cuesta de la sierra. Los primeros en
ir a los británicos fueron de día y dijeron que era mejor así: "trepan
primero, cortan camino y después, van tranquilos, barranca abajo".
Tenían razón.
Subían la cuesta. Cada tanto, el Turco se paraba a mirar la brújula
en su muñeca y él tropezaba contra su espalda y le veía en la manga
las fechas y los números fosforescentes de la brujulita, que casi
le alumbraban la cara.
A veces caían. Caía el Turco, él ni escuchaba el ruido: tropezaba
contra su cuerpo y caía también. Después cambiaban: iba él adelante
y si caía, el Turco lo atropellaba y volvía a tomar la delantera.
Entonces lo seguía, tocándole el gabán, o guiándose por la fosforescencia
verdosa de la brújula en la muñeca izquierda del otro.
Como a la hora pararon a beber. Tenían café en el termo y tomaron
un trago del Tres Plumas de la cantimplora. Después fumaron, quietos,
escondiendo las brasas entre los guantes. Se frotaban las piernas
y en un momento el Turco reboleó el termo vacío hacia el acantilado.
Lo oyeron explotar al rato, reventado contra las piedras de la playa.
Ni hablaron. El dijo muy despacio que el frío debía ser de cinco bajo
cero. El Turco calculó que menos, que diez o doce bajo cero, pero
no se podía a saber. Siguieron subiendo por la cuesta sin ver ni oir
rastros de patrullas.
—Ni una patrulla —habló cuando empezaban a bajar la sierra, más tranquilos,
más descansados.
—No. Ya ni salen. O salen y se esconden. Habría que bajar a la playa.
¿Sabés vos?
—No —dijo él— hay un camino que baja, pero no lo conozco. Hay que
verlo de día. . .
Siguieron por la sierra. Después atropellaron juntos un alambrado.
—Es la estancia, aquí estamos —dijo el Turco.
Caminaron por el pasto nevado. Se sentía olor a tréboles y a bosta
de vaca. El marchaba pensando que ese barro nevado era bosta caliente
de vaca y así se le facilitaba resistir el frío. Vieron la cresta
de un galpón que era un bulto más oscuro, contra el fondo oscuro:
—Estamos: aquí son los ingleses. . .
Pero siguieron avanzando quince minutos, media hora: dos galpones
cruzaron. En el último, el Turco se arrimó a la pared de latón y comentó.
—Aquí cayó una granada de fosgeno y murieron todos, argentinos y malvineros
presos. Nadie los enterró. Los rociaron con algo para que no se pudran.
Desde el galpón de los muertos hicieron señales con una linternita
y lejos sonaron dos tiros. Después hubo un destello: era la clave.
—Ahora, a aguantar: ¡Nos vieron! —dijo el Turco.
Y esperaron al frío. La patrulla de ingleses se hizo esperar. Los
llevaron tres hombres con las manos atadas, como presos. Ninguno de
ellos sabía hablar.
— ¡Nos encanaron Turco! —Dijo él. Iba atado.
—No, tranquilo. . . ¡Siempre hacen así! ¡Portate bien! —Aconsejó.
Los desataron en el campamento. Era una excavación honda a más de
veinte metros bajo la tierra. Adentro había un sistema de luces fluorescentes
colgando de los techos de arcilla dura. Había mesas, radios, cablerío
y mucha gente yendo y viniendo. Los que parecían oficiales usaban
unos banquitos desplegables de cuero. Pasaban hombres con uniformes
con alitas: pilotos de helicópteros. Todos hablaban en inglés y los
miraban a él y al Turco y reían.
El traductor les hizo convidar dos vasos grandes de café. Los británicos
tomaban su té con bombillas y fumaban cigarros largos y delgados de
hoja. Les ofrecieron pastillas.
—Son las pastillas de pelear que usan ellos —le dijo el Turco y tomó
una.
El dejó que la suya se fuese disolviendo en la boca. Tenía gusto dulzón
y evanescente y le dio la sensación de que al bajar por la garganta,
los músculos de la cara y el cuello se endurecían. Después le dieron
ganas de caminar, sintió calor y los brazos más firmes y descansados.
Los sentaron en una mesa frente a dos oficiales. Mostraban un plano
gigante del pueblo y preguntaban la ubicación de la enfermería de
los presos ingleses, de los casinos de oficiales y de los tanques
de combustible y los depósitos de municiones.
Ellos hicieron marcas en el plano. Señalaban casitas, potreros y caminos
que en el mapa no figuraban. Después el traductor les preguntó sobre
el lugar de los camiones.
Ellos no sabían que hubiese más camiones. El inglés insistía: necesitaban
conocer dónde guardaban los camiones por la noche, pero si ellos no
habían visto camiones: ¿Dónde los iban a guardar? La discusión de
los camiones les llevó mucho tiempo. Tomaron más café. Seguían pasando
soldados y aviadores que los miraban, reían y se quedaban un rato
observándoles las botas carcomidas de roce.
Después un oficial les mostró una valija. Dentro había seis cajitas
negras, del tamaño de un paquete de cigarrillos largos.
Explicó el británico con sus uñas: se rascaba la cáscara negra y aparecía
pintura verde, se rascaba la cáscara verde —que era como un papel
pegado--, y aparecía otra marrón. Quitando lo marrón había otra capa
verde claro y abajo otra amarilla., casi blancuzca. Después el traductor
les dijo que les cambiaban los colores para poder disimularlas mejor,
según el color del lugar donde debían colocarlas.
Les pedían que las pusiesen en algunos lugares: frente al casino de
oficiales grande, frente al depósito de munición de artillería, en
los tanques de gasoil y de kerosén de helicópteros y en el lugar donde
guardaban los camiones.
El Turco insistió que en los camiones no, que no sabía el lugar de
los camiones. Después raspó una caja y fueron saliendo los colores:
negro, verde, marrón, verdoso claro, amarillo, blancuzco. Pesaban
poco; guardó las seis cajitas en la maleta.
El oficial que parecía jefe les hizo dar bolsas con chocolate y cajas
de cigarrillos. Había treinta cajas de 555 cortos, cada una con diez
paquetes de cartón. Azúcar tampoco ellos tenían.
—¿Pilas? —Dijo el Turco.
—¿Pelas. . .? —Preguntó el traductor y negaba con movimientos de la
mano: no comprendía.
— ¡Pilas! —Dijo el Turco y sacó su linterna, la abrió y les mostró
pilas.
— ¡Báteris. . .! —Dijo el traductor y ordenó al oficial: — ¡Báteris!
El oficial habló con un soldado que había frente a la mesa y lo mandó
a conseguir pilas. Al rato llegó con una bolsa de plástico, llena
de pilas, todas de tamaños diferentes. El británico les hablaba en
inglés, tan rápido que ni el traductor podía entenderlo.
Después volvió a hablar el jefe: que no había más pilas, que las pilas
eran uno de los grandes inconvenientes de esa guerra, pero que ni
ellos, —él y el Turco—, ni él —el oficial—, tenían la culpa de esa
guerra. Que ellos eran patriotas, que debían volver pronto a la Argentina,
porque la Argentina necesitaba "prosperar" porque "era un gran país".
"Prosperar" decía el traductor, y "ocuparse de prosperar" era mucho
mejor que hacer guerras contra países más fuertes. Se les quedó pegada
en la cabeza la palabra "prosperar", pero el Turco quería más pilas.
Se dirigió a unos soldados que pasaban hacia el túnel:
— ¡Báteris! —les gritó.
Eran muchachos jóvenes, rubios, de caras muy limpias y afeitadas,
ojos grises. Lo miraron al Turco, hicieron una venia al oficial de
la mesa y se fueron riendo.
Después volvió uno de ellos con una linterna británica y la vació
sobre la mesa. El traductor, cuando vio que el Turco guardaba esas
pilas junto a las otras en la bolsa le dijo:
— ¡Descargadas. . .! ¡No es nuestra culpa!
Tomaron unos tragos de la botella de whisky del oficial y salieron.
El Turco caminaba despacio, admirando los detalles del campamento.
Tenían tapizada la zona de alrededor de las mesas de los oficiales
con cueros de oveja mal curtidos.
— ¡Buena idea! —comentó el Turco, y él adivinó que ya estaba pensando
en tapizar la pichicera.
Al salir calcularon que llevaban cuarenta kilos de materiales. Mucho
peso. Pero las pildoras de pelear les hacían fácil el camino.
El llevaba en su bolsa la maleta con las cajitas negras:
—¿No explotarán? —consultó al Turco.
—No. Yo antes de agarrarlas me fijé y vi que el oficial las toqueteaba
a todas sin miedo. . ., deben ser radios que mandan señales para atraer
los cohetes, o los aviones.
Caminando apurado para llegar al tobogán antes que la luz, pronto
olvidó las cajas negras y también olvidó las pastillas, por tantas
ganas que le habían dado de moverse y llegar.
Había salido una luna finita que algo permitía ver. Tropezaron menos
que en el viaje de ida Cuando pasaron por el galpón de los muertos
el Turco se arrimó a la pared de lata para mear al reparo del viento
y después alumbró el interior con su linterna chica. El no quiso mirar
pero el Turco le dio a entender que los muertos estaban todavía allí.
,
Habían llegado cerca de las nueve, poco antes de clarear.
Con el calor de adentro sintió que le venía el cansancio y se acordó
de la pastilla. Al Turco le sucedió lo mismo: quería dormir. Repartió
las cajitas y dio las instrucciones. Un pichi tenía que llevarlas
a los del siete y pedir que las pusieran ellos a cambio de unos bidones
y unas bolsas que debían. Mandaron de regalo unos relojes que habían
quitado a los tenientes muertos y los billetes de cien dólares que
le encontraron al coronel la semana anterior. Sobraba una cajita,
la de los camiones: cabezas duras, los ingleses igual se la habían
dejado.
—¿Y esta? —Preguntaron los pichis.
—Vos Millán, andá ahora y colocala enfrente del campamento de los
de marina —dijo él.
El Turco, muerto de sueño, festejó la idea Allí paraban los que le
habían desbarrancado el jeep al Sargento. Viterbo, primo del otro
muerto, lo palmeó y lo felicitó:
— ¡Buena idea Quiquito! —le dijo.
Después se fueron a dormir. Quedaba el ingeniero a cargo de la entrada
y les pidió que durmieran tranquilos, porque él no tenía sueño.
Soñó que se culeaba a una oveja. Algunos —se decía—, habían culeado
con ovejas, con yeguas y hasta con burras. El soñó ovejas. Se despertó
pensando en lo que se contaba de Rubione: que los de L. C. lo habían
puesto en el calabozo, al frío, porque lo habían visto tratando de
agarrar otra oveja para culeársela.
—Ganas de culear —comentó al despertar.
-Por caminar, del frío —dijo el Ingeniero, llegás aquí al calor y
te vienen las ganas de culear. Después contó que a medianoche, si
el que estaba de guardia se asomaba a la chimenea donde dormían los
pichis, siempre sentía ruidos de los que soñaban que estaban culeando
o que, directamente, se pajeaban entre sueños.
—¿No es cierto Pipo? —gritó, sabiendo que el otro atendía a la conversación
desde el almacén.
—Sí —dijo Pipo— ¡es natural!
— ¡Pipo! —gritó el marino desde la chimenea— ¿No te harás vos la paja
cerca de la comida? ¿No. . .?
Era la primera vez en varios días que se lo sentía hablar.
—¿No te habías muerto vos? —Preguntaba, lejana, la voz de Pipo— ¡Ni
hablabas desde el lunes!
—¿Qué lunes? ¿Qué día es hoy? —Preguntaba el Marino.
—Ha de ser miércoles. . .
—No, jueves es —dijo Luciani.
—Ves. . . ¡no hablabas desde el lunes! —gritaba Pipo.
—Estoy jodido —decía el Marino— creo que me voy a morir.
— ¡Avisá antes, así anoto que va a sobrar comida! —decía Pipo.
— ¡No jodás! En serio, yo me voy a morir —se lamentaba. Era un cabo
de la marina. Había ido a entregarse a los británicos y se había perdido.
El Turco lo encontró medio congelado y pensó dejarlo, pero después
se le ocurrió que serviría para los pichis. Tuvo razón: él negoció
con los marinos para que permitiesen desmontar el muelle de los durmientes,
y les consiguió mantas y bolsas impermeables.
Después se enfermó. Lo atacó la diarrea, no comía y siempre estaban
esperando que se muriera. Pero no se murió, ahora insistía:
— ¡Me voy a morir!
—Bueno, pero morite afuera, que da mucho trabajo sacar los muertos
por este tobogán. . .! —le dijo el Ingeniero.
Antes, a los muertos les ataban los brazos y los izaban por el respiradero
de la chimenea chica. Pero cuando empezó a nevar tupido fue necesario
cerrar ese tubo con fardos de lana para aislai el tiraje de la estufa
y a los que se murieron después los sacaban por el tobogán, que tenía
curvas difíciles de pasar si al muerto ya se le habían puesto duras
las piernas.
—¡ Te mando que no te muras! Y si seguís jodiendo con morirte, te
voy a matar yo de un tiro —amenazó Viterbo.
El Marino no se lamentó más. Pidió chocolate y uno que se compadeció
le regaló toda su ración de la semana.
4
La tarde siguiente, cuando ya estaba por oscurecer y se comentó que
había alarma de aviones, los Reyes salieron a mirar.
Pasaban despacito los Harrier. Por el aire los iban persiguiendo inútiles
manchones de la artillería antiaérea De las alas se les salían los
cohetes como al tuntún, después viraban en cualquier sitio y parecían
dudar moviendo la trompita hasta enfilar a su destino, la tierra,
alguna parte de la tierra, parecía mentira.
Recién después de un rato se acordaron de las cajitas negras.
—¿Y las cajitas?
—¿Habrán andado? —Preguntaba el Turco.
—Seguro que sí —Dijo otro: o Viterbo o el Ingeniero.
Y en el lado del pueblo, cuando llegaban los cohetes, se veía la luz
anaranjada de la explosión y montones de humo. Al rato, les llegaba
el ruido y la trepidación del piso.
—¿Le habrán dado a los tanques?
—No. Cuando peguen en los tanques se va a notar -dijo el Ingeniero.
Sabía.
Pero los Harrier se habían ido. Se habían parado en el cielo, torcieron
su camino y enfilaron hacia el medio del mar.
El Turco miraba nervioso la ciudad. Ya ni humo quedaba. Nada.
—Se acabó —dijo él.
—No -dijo Viterbo— vuelven.
Y volvían. Otros Harrier, del sur, venían bajito. Le salió un cohete
a uno, después un cohete al otro del ala de ese mismo costado y después,
los dos al mismo tiempo, soltaron los cohetes de las otras dos alas.
Echaban humo azul. Uno de los cuatro cohetes aceleró de golpe y enfiló
hacia el pueblo.
— ¡A los tanques! ¡A los tanques! —Desesperaba el Turco mordiéndose
las durezas del canto de la mano.
— ¡Dale! ¡Dale! —gritaba Viterbo, se entusiasmaba El Ingeniero, a
falta de ruido de los Harrier, que ya
habían vuelto para el sur, hacía un silbido con los labios acompañando
el movimiento del cohete que zigzagueaba corrigiendo su enfilación
hasta que dio contra los tanques, lo que se supo por la llama alta,
primero colorada, después azul y después puro negra del humo que se
acabó formando.
Los otros cohetes se perdieron en el horizonte.
Los cuatro Reyes miraban para el lado del campamento de marina. Ni
humo, ni un cohete, ni ruidos: nada.
El Turco apretaba los dientes.
Vio a Viterbo mirando de reojo para controlar la expresión de los
otros.
De abajo, desde el tobogán, los pichis llamaban:
— ¡Eh! ¡Turros! ¡Vengan! ¡Cuenten!
Se estaba aproximando el momento de volver. Pero: ¿Y el campamento
de marina?
Oscurecía, bajó el sol, subió la oscuridad, ya se acercaba el sueño
y desde el aire empezaba a gotear el frío de la noche: más frío.
Había que regresar.
— ¡Volvamos! —dijo Viterbo y se dio vuelta, descorazonado.
Y ya volvían, cuando sintieron los soplidos de otro Harrier.
—Falta eso —dijo el Turco señalando la zona del campamento de marina,
como si le estuviera mandando al piloto. — ¡ Falta eso! -decía.
El Harrier empezó a tomar altura Subía vertical. Impresiona ver cómo
ellos suben verticales y trepan. Parece mentira. Los Reyes se impresionaron.
Dijeron varias veces que parecía mentira. El Turco volvió a alentar:
— ¡Dale carajo!
Y allá arriba, era más chico que un puntito el Harrier. No se le notaba
la forma ni se le veían las alas, nada
Se dejaba de oir.
—Se fue —dijeron. En efecto, se había perdido en lo alto el avión.
Pero ellos siguieron con la mirada fija en un punto del cielo arriba
donde parecía que por siempre iba a faltar un Harrier que había dejado
el mundo por ese agujerito.
Volvían a llamarlos los pichis:
— ¡Bajen! ¡Vengan! ¡Turros!
Nerviosos, fumaron hasta casi quemarse los dedos de los guantes. No
había viento. El humo de los cuatro subía vertical y se perdía en
el aire. Ya no miraban más el cielo, se miraban las caras, miraban
irse el humo, miraron el reloj del Turco.
Y entonces, —eran las cinco menos cuarto, y oscurecía—, vieron llegar
el cohete.
Apagado, caía desde el medio del cielo girando como un atleta olímpico.
Algo de circo tenía eso. Pero ni humos, ni silbido ni nada echaba.
— ¡Descompuesto! —Les pareció.
— ¡No! ¡No! ¡Miren! ¡Miren!—Dijo el Ingeniero.
Y entonces vieron que el cohete se enderezaba y apuntaba hacia el
cerro moviendo la trompita, como si lo estuviera olfateando.
Y allí recién arrancó el cohete: se vio humo - un vapor verdoso— y
después la llamita roja de la cola. Aceleraba en dirección al horizonte
y empezaba a girar. Pare-vc mentira.
— ¡Dale! ¡Dale loco! —gritaba Viterbo, más entusiasmado.
— ¡Ya va! ¡Este no falla! —Decía el Ingeniero y se tironeaba los correajes
del gabán como si fueran las riendas de un sulky capaz de dirigir
al cohete.
Y el cohete siguió avanzando y vacilando, como con dudas, hasta perderse,
—sin explotar—, en unos pastizales cerca de los acantilados, iba derecho,
a ras del suelo, para el campamento de los marinos.
(…)
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