Edgardo
González Amer,1996,
de La danza de los torturados, novela, Editorial Emecé, 1996.
QUIEN ES UN SUEÑO. Cuartos repletos de gente que espera. Hugo cree
que alguna vez recorrió esos cuartos de la mano de la doctora Böerin.
Se abrían las puertas y él se asomaba y ella lo invitaba a entrar.
Nunca se animó a entrar.
-Ellos son los que habitan detrás de las puertas y debajo de las camas
-le dijo la doctora Böerin mientras él dormía-, pero no vas a recordarlos
salvo que yo te los recuerde.
-¿Por qué están ahí?
-Nos los mandaron. Llegan todas las noches. No sé cómo pudiste verlos.
Ni siquiera ellos saben que están aquí. No saben que están, nadie
sabe que existen ni si existen. Te los muestro por una cuestión de
conciencia y una cuestión de inconsciencia. Total estás dormido.
-¿Hace calor o hace frío?
-Lo que vos prefieras.
-Prefiero calor.
Calor de vagón de carga atestado de gente en pie. Gente como ganado.
Las vías llegan hasta la puerta de este lugar y se produce la descarga.
Después se hacinan en los cuartos. No comen ni cagan ni duermen. No
desean. No es que hayan olvidado su condición humana. Dejaron de serlo.
Podrían volar o licuarse, martillar paredes durante semanas sin detenerse.
Como su padre, despachando cospeles en una estación de subte. Como
su madre, tres estaciones más lejos.
-Entrega su cuerpo como si no fuera su cuerpo -dirá la doctora Böerin.
-Quiero encontrar la conexión -dirá Hugo.
-Si todo está conectado no hay conexión ninguna. Una mujer joven que
decide dejar de mendigar trabajo. Nada más que eso.
-Conexión con lo que ocurre detrás de mi puerta. Debajo de mi cama.
-Simplemente ves. Por eso te los muestro. Otros no pueden verlos.
-¿Quienes son?
-Nada. La danza de los torturados. Permanecerán ahí durante siglos.
Algunos podrán verlos y otros no. Algunos dirán que los vieron y otros
no. Los que vean y hablen vendrán a parar aquí. Vamos a mostrárselos
para que los olviden para siempre.
(...)
Algún día de estos, algún día de los que ya pasaron o de los que ya
vendrán, la doctora Böerin dirá que los recuerdos modifican el pasado
y las influencias de ese pasado sobre nosotros, y que la vida casi
podría definirse como un viaje libre en el tiempo, o como una simultaneidad
absoluta sin nada de tiempo más que el tiempo que abarca a todas las
vidas que ya pasaron y todas las vidas que ya pasarán: vidas de próceres.
Recorría los corredores sombríos y profundos y miraba los retratos
a los ojos y sentía la densidad del aire como si el hedor a moho de
esos muertos pesara desde todos los cielos rasos de la historia; pero
es ahora que piensa lo de los muertos y el olor a moho, y tiene que
detenerse porque le parece oír pasos en la planta baja.
Se sienta y se arrincona en un escalón oscuro y otra de las cosas
que dijo o dirá la doctora Böerin es que los sueños suelen empezar
por el final pero nosotros los recordamos como si hubieran empezado
por el principio.
-Por ejemplo -dijo o dirá-. Si vos estás durmiendo y suena un disparo
de revólver, es probable que te sueñes en una batalla o en un campo
de concentración; el disparo puede ser el de tu muerte o el de tu
salvación después de meses y meses de cautiverio; sin embargo, esa
misma detonación es el origen del sueño. Es el principio y es el final
y no es ni una cosa ni la otra, y así vivimos o creemos que vivimos,
reordenando los hechos de una manera arbitraria, casi siempre equivocada.
Los pasos se alejan, parece el rastro jadeante de un internado. Algunos
internados caminan arrastrando los pies y otros marchan levantándolos
muy arriba, como si quisieran diferenciarse de los anteriores. Pero
se supone que ahora todos duermen, entonces tienen que ser los pasos
de algún enfermero de guardia que se aleja por el pasillo, hasta terminar
en un portazo y el eco de un portazo.
Hugo baja la última escalera y cruza el último corredor y abre la
puerta de madera y vidrio y después el mosquitero que se le escapa
de las manos y se cierra con fuerza, es el único ruido de la noche
en cientos de kilómetros.
Sale corriendo y se esconde debajo de las escaleras que suben a los
tanques de agua. Hay poca luz, pero es suficiente para que lo vean
desde arriba.
Para llegar hasta el piso de las mucamas tiene que cruzar el jardín
y una esquina del parque; pasar por delante del pabellón médico, abrir
dos puertas del pabellón de servicio y subir tres pisos por las escaleras.
Primero tiene que ceder la agitación y respirar mejor, piensa, con
estas palabras o con otras, y casi no llegó a pensarlo cuando ya está
corriendo agachado entre los arbustos del jardín.
Se detiene debajo del limonero, y después sigue, ahora más despacio
y más erguido, como si el aire y el color de la noche le hubieran
infundido cierta seguridad.
Evita mirar el aljibe que pasa a su izquierda. Cuando está por subir
el puente que une jardín y parque, oye disparos a lo lejos y pasos
sobre la grava, y apenas se asoma cuando ve dos siluetas que atraviesan
el parque en dirección a la iglesia.
Los disparos sonaron a muchas cuadras de distancia; fueron cuatro,
uno detrás de otro con intervalos de segundos. Por eso la doctora
Böerin había dicho lo de los disparos, ahora lo recuerda: estaban
en el consultorio y el se había sobresaltado y la doctora Böerin había
dicho algo sobre fusilamientos y después había hablado acerca de los
sueños; esa vez habían sido dos ráfagas, y en su casa la pila de revistas
El Tony y más disparos a lo lejos. Siente una suerte de alivio y hasta
de alegría, porque el sonido es el mismo que se repite en las noches
de aquí y en las noches de su casa. Entonces el mundo todavía existe.
Tal vez ahora o en cualquier otro momento de la noche, desde su cama
vacía puedan escucharse disparos, entonces significa que su casa y
este lugar pertenecen a un mismo mundo, un mundo de esporádicos disparos
en la noche y motores de heladeras que arrancan con zumbidos que parecen
ocuparlo todo.
(...)
(...)Están festejando, lee Mugo, saltan en la calle corno si les hubiera
pasado lo mejor que puede pasarle a alguien en el mundo. Se abrazan
e intercambian besos y banderines. Suenan cornetas y bocinas de autos
y matracas y pitos. Se empujan como si quisieran estar más cerca quién
sabe de qué cosa para festejar mejor. Se desplazan por las calles,
son un río de alegría borracha y desesperada. Una mujer acaba de parir,
alguien desgarra el cordón umbilical con un pedazo de vidrio. Después
le disparan a quemarropa. El calibre de la escopeta alcanza para volar
el cuerpo de la mujer desde las piernas hacia arriba. Se ríen del
cuerpo despedazado. Encuentran algo cómico en el cuerpo. Lo levantan.
Le ordenan que camine y que baile. Y el cuerpo se tambalea tanteando
rejas y paredes. Alzan al bebé sobre las cabezas de los presentes
y lo pesan y lo venden por kilo de carne. El cuerpo despedazado de
la madre no tiene plata para comprarlo. Están aquí. Detrás de las
puertas, debajo de la cama. Les dije a mis padres que están aquí.
Pero no quieren verlos. Nadie quiere verlos. Desconfían de mí, pero
lo único que hago es contar lo que veo.
-Mentiras -dirá Hugo-. Yo no escribí esto.
-Sí -dirá la doctora Böerin-. Alguna vez lo escribiste o alguna vez
vas a escribirlo. Es lo mismo. -Y le pide los cuadernos. Hugo se los
entrega sin resistencia...
Volver a Curaduría de Textos