Luis
Gusman,
1995 , de Villa, novela, Ed. Norma, 1995.
Pensar eso me tranquilizó: yo era una hoja en la tormenta, una hoja
arrastrada por el viento.
Sólo me cabía esperar y esperé. Y la llamada llegó. También fue a
la madrugada, y esta vez ya no nos sobresaltamos, ni mi mujer me preguntó
nada. Sólo me dijo:
—El botiquín está completo.
Ni siquiera me sugirió como la vez anterior que me cuidara.
Esta vez el asunto era en la localidad de Florida, en la calle Ombú.
Imposible olvidarse del nombre y Cummins me hizo un chiste:
—Venga por la sombra, Villa.
En el lugar había un enorme galpón donde funcionaba una fábrica de
bujes de goma. No parecía abandonada, de día debería ser un lugar
en actividad. Sobre el galpón habían construido una especie de oficina
o vivienda. Mujica había salido a esperarme a la puerta y no intercambiamos
más que un saludo durante el trayecto. El lugar estaba poco iluminado,
había como olor a goma quemada. Cuando entré, Cummins me dijo:
—Llegó más rápido de lo que pensábamos, seguro que vino por la Panamericana.
—Sí, tomé ese camino.
—Mire, Villa, tenemos un problema.
—Usted dirá.
—Pase, venga conmigo.
Detrás de la oficina había una habitación. Una mesa, una silla, una
lámpara y en una cama, un hombre tirado. Estaba con los pies y las
manos atados a la espalda. En lo que parecía ser una sábana, había
manchas de sangre. Me llamó la atención que sólo tuviera los calzoncillos
puestos. Parecía inconsciente.
—Ése es el problema —dijo Cummins señalando hacia la cama.
Me acerqué al hombre enrollado como en posición fetal, estaba sin
conocimiento. Me di cuenta de que tenía todo el cuerpo lleno de hematomas.
Lo di vuelta y vi que su cara estaba casi desfigurada. Le tomé la
presión, le ausculté el corazón. El hombre parecía estar sin reflejos.
Busqué comprobar si tenía la cabeza golpeada y me encontré con dos
hematomas como si le hubieran pegado con una cachiporra.
—¿Puede hacer algo para reanimarlo? —me preguntó Cummins.
—No creo. Está inconsciente.
—¿Eso qué quiere decir? —me preguntó Mujica.
—Que está mal.
—Esta vez no lo podemos llevar a un hospital. ¿Qué tipo de atención
se necesitaría?
—Necesita que lo canalicen, que le saquen radiografías de la cabeza,
de tórax.
—Nada de eso se puede hacer.
—Usted me preguntó —le dije a Cummins con cierta irritación.
Los dos se quedaron en silencio. Volví a revisarlo y encontré que
había quemaduras en el bajo vientre. Lo habían picaneado. Había un
olor insoportable, una mezcla de carne quemada y excrementos. El mismo
olor que sentí la primera vez que fui al Sur con Firpo y trajimos
a los quemados de un barco petrolero que se había incendiado. El olor
a bordo también era insoportable, fui dos veces a vomitar. La segunda,
Firpo me dijo; "Ya se va a acostumbrar, Villa". Mientras, yo me acercaba
a esos despojos envueltos en vendas que parecían momias vivientes
hasta que uno susurró: "Tiráme del avión, pibe, tiráme, no aguanto
más este dolor. Matáme, pibe, no me dejes sufrir así".
Pensé que si este hombre pudiese hablar diría ID mismo, sólo que yo
ya no era un pibe. Y me dije, menos mal que no puede hablar, menos
mal que tiene los ojos cerrados, si no, vería todo el sufrimiento
en esos ojos. En su estado, en unas horas se moriría.
—Hay que llevarlo a un hospital, si no, se muere —le dije a Cummins.
—¿No hay manera de reanimarlo? Tenemos que hacer que hable, tiene
datos importantes, están preparando un atentado contra el Ministro.
Y éste es parte de una pista.
—Este hombre no va a hablar por un tiempo.
—¿Pero no hay una inyección? ¡Tiene que haber alguna manera de hacerlo
reaccionar! ¡Si aguantó tanto tiene que poder aguantar un poco más!
—dijo Cummins con rabia, molesto por que el hombre pudiera haber decidido
morirse.
—Te dije que era demasiada parrilla —le reprochó Mujica—. Entró en
shock, nadie resiste tanto. Mientras estaba consciente vaya a saber
qué cosa lo hacía callar: los ideales, no convertirse en un delator,
no saber nada en serio, o colgarse de alguna puta idea que no tiene
nada que ver con todo esto. Te dije, el tipo no está acá, está colgado
de algo. El cuerpo está, pero la cabeza se voló, se desprendió el
alma del cuerpo. Vaya a saber dónde... pero es la única manera. Lo
experimenté en mí mismo: hasta donde pude aguan-lar el dolor. Lo hice,
y la única manera era no estar ahí. Pensaba en la primera mujer que
me cojí, en el color de un perro que tuve cuando era chico y se perdió
una Navidad. Me picanié hasta que me desmayé.
—¿Ves que no miento? —siguió diciendo Mujica y se levantó la camisa
y le mostró las marcas de quemadura en el cuerpo a Cummins.
—Con cigarrillos, con la plancha, hasta que me desmayaba, era la única
manera de saber hasta dónde podía aguantar. Así, gradualmente, hasta
la picana —Mujica no paraba de hablar.
(…)
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