Liliana
Heker,
1996, en El fin de la historia, novela, Ed.Alfagura, 1996.
(…)
Los compartimentos del sótano están separados por tabiques y, en su
mayor parte, destinados a los interrogatorios, de modo que una persona
en alguno de ellos (tendida, pongamos por caso, sobre una cucheta
o catre) podrá escuchar simultáneamente todos los fenómenos sonoros
producidos en los otros, siempre que superen el nivel de la música
(puede no ser música sino un partido de fútbol, un sketch cómico,
u otras distracciones). Esta capacidad de traspasar la música se observa
con frecuencia en la voz de los interrogados, aunque tal vez sea impropio
llamarla «voz»: en casi todos los casos se trata de sonidos inarticulados
a los que resulta laborioso dar un nombre. ¿Alarido? ¿Bramido? Pueden
proferirse de un golpe o arrastrarse en el tiempo hasta que el oyente
tenga la impresión de que la garganta que los emite se va a cerrar
como un puño. Hay ocasiones, sin embargo, en que el interrogado articula
los sonidos exhalados, remitiendo al oyente a su condición humana.
Este tipo de emisiones puede estar constituido por un mero clamor
-apelación a la madre o a Dios-, por una blasfemia o por un ruego.
También puede tratarse de una confesión: nombres o lugares que parecen
arrancados con una tenaza de las entrañas del emisor y de los cuales,
en ciertos casos, el oyente avezado que yaciera en la cucheta podría
sospechar su inconsistencia, como si el interrogado, habiendo cruzado
el umbral de lo tolerable o al borde de una circunstancia extrema
-la muerte, la locura-, hubiese recurrido, como el que se ahoga se
agarra del que flota,a la vecina aquella que solía ir a las manifestaciones,
a un primo que cita a Lenin, al compañero de oficina que se pone pálido
cada vez que escucha una sirena. En las ocasiones en que los datos
emitidos no parecen inconsistentes el que yaciera podría percibir
la agitación posterior, escuchar órdenes, y hasta adivinar la partida
inmediata de uno o varios autos. En los casos en que los datos (también
puede ocurrir) se brindan con buena disposición y escaso interrogatorio
previo, el yacente sólo escucharía con nitidez la agitación posterior
y las órdenes ya que el discurso en sí, generalmente extenso, es expresado
con un tono casi normal, o sea: carece de la propiedad antes consignada
de traspasar la música. En este aspecto se parece al discurso de los
interrogadores.
(...)
Los interrogatorios no son las únicas actividades desarrolladas en
el sótano pero quien yaciera en una cucheta, encadenado, no podría
saberlo. Sólo podría enterarse de lo factible de ser escuchado a la
distancia -música de radio, alaridos, fragmentos de interrogatorios-
o, a veces, de lo que abarca su campo visual, ya que el estado de
entabicamiento -si el yacente hubiese caído en gracia- podría no ser
permanente. En sentido riguroso, casi nada es permanente en este sector
ya que, de acuerdo a lo que podría registrar el yacente, los sujetos
son sacados de allí una vez concluida la sesión o en caso de muerte.
El equipo eléctrico se observaría en una pequeña mesa, cerca de la
cucheta. Quien yaciera encadenado estaría en condiciones de deducir,
si fuera perspicaz, que todos los compartimentos han de tener un equipo
similar y que otros instrumentos -palos, pinzas, escalpelos para desollar-
han de ser traídos especialmente para ciertas sesiones. La luz -como
es lógico tratándose de un sótano- es siempre artificial.
El ático, en cambio, tiene luz natural en casi todos los sectores,
y las funciones desempeñadas allí son diversas. Saliendo de los baños,
hacia la derecha, encontramos el gran recinto al que llaman pañol,
donde se almacena el material obtenido en los operativos. No en su
totalidad: el recinto no podría contenerlo. Televisores, electrodomésticos
y muebles de algún valor pueden ser aprovechados por la oficialidad
y sus familiares, o comercializados por personal adscripto a este
fin. En cuanto a los libros, son demasiado numerosos y de presunto
interés, de modo que se acumulan en un pabellón especial del sótano
para su posterior clasificación y análisis aunque han llegado muchos
de los que parece improbable extraer una conclusión útil, los Titanes
de la Poesía Universal, Corazón, Ro-binson Crusoe, Crónica de los
Pobres Amantes, La náusea, de todos ellos estamos hechos. Cómo hablar
de nosotros sin hablar de los libros. Se podría trazar un itinerario
de nuestras almas nombrándolos uno a uno.
(...)
-Dijo el Escualo que me mandaste llamar -dice, un mes antes de la
partida, el hombre que en otro tiempo tocaba la guitarra como un duende,
el Chango Hernández.
Está de pie en el habitáculo de la prisionera, mirando a su alrededor
con una mezcla de incredulidad y de desagrado.
-Quería hacerte algunas observaciones, sí -dice la prisionera,
-Respecto de qué -dice con agresividad el Chango.
-Los libros, la clasificación de los libros. El Tordo y yo pensábamos
que no estás teniendo en cuenta los criterios de clasificación que
ideamos.
-¿Y con eso?
-Y con eso, Chango, se descompagina toda una vía de análisis. El Tordo
y yo estuvimos pensando mucho esos criterios, no fue nada fácil con
todo lo que hay; estuvimos dándole muchas vueltas al asunto para ver
cómo clasificábamos todos esos libros, de modo que se pudieran sacar
algunas conclusiones valederas.
-Para que le sirvieran a quién -dice el Chango en voz muy baja.
-Eso es absolutamente otra cuestión. Si yo hago algo, sea lo que fuere,
no puedo hacerlo a medias. O lo hago PERFECTO, o no lo hago. Y en
eso el Tordo es igual que yo.
-Me cago en tu sentido de la perfección y en el del Tordo. Lo que
es yo, estoy tratando asquerosamente de que no me maten -baja aún
más la voz-. Pero no tengo ningún interés en facilitarles las cosas
a estos hijos de puta.
-Te guste o no te guste, se las estás facilitando -la prisionera,
ahora, también habla en voz muy baja, de modo que deben estar muy
cerca uno del otro para escucharse. Y, por otra parte, este plan lo
dirigimos el Tordo y yo. Así que somos nosotros los que dictamos las
pautas.
-Muy meritorios, sí, vos y el Tordo. ¿Y a él también le gusta este
bulincito tuyo tan decorado?
-No sé qué me querés decir.
-Que a mí personalmente me dan asco las florcitas esas que pusiste
en las paredes para tapar el espectáculo de la muerte.
-¿Morirían menos si yo viviera en una pocilga? No, ¿no es cierto?
Entonces prefiero ver cosas lindas.
-Seguro, sí, pedí que te lleven de visita al lugar donde están hacinados
los futuros muertos, ese lugar de donde tuviste la amabilidad de rescatar
a tres o cuatro. Yo estuve ahí, te prometo que vas a ver cosas lindas.
Y oler cosas lindas también. Huelen a mierda, y a miedo. ¿Sabes cómo
es el olor al miedo, vos?
-No.
-Mentira. Yo te olí el miedo cuando estabas desnuda sobre una camilla,
abierta de brazos y piernas y engrillada. ¿O ya no te acordás del
día en que me llevaron para que te ablandase?
-Me acuerdo, sí. Viniste y me tentaste. No fuiste el único pero, digamos
que fuiste el que me dio confianza, vos eras uno de los míos. Y no
sé, me pregunto por qué estabas ahí, qué hiciste para no seguir hacinado
con los otros.
-Lo mismo que todos los que salimos de ahí y vivimos para contarlo.
Pero al menos yo los odio. Y a veces también me odio.
-Qué hazaña. Te revolvés por dentro cada vez que los servís, y esto
te debe hacer sentir heroico.
-No me siento heroico, me siento una rata.
-Pero igual los servís. Yo, en cambio, no los sirvo.
-Sos una jefa.
-Trato de tener mi autoridad. Y creo de verdad en lo que estoy haciendo.
Me digo: esto tiene que ser así y así, y me esfuerzo por hacerlo de
la mejor manera posible. Eso me hace sentir en paz conmigo misma.
-Sos lo que se llama una persona feliz.
-Soy feliz, sí. Estoy viva. Y recuperé a mi hija.
-¿A qué precio?
-Al precio que vale una hija, ¿te gusta así?
-Me encanta. Y encima tenés un bulincito decorado, y te vas a pasear
a escondidas a la tarde, y ayudas a parir a una guacha que sale a
marcar gente por la calle y que, embarazada y todo, se encamó con
cuanto oficial se lo solicitó. Mientras a las otras parturientas les
roban los hijos y las tiran al río junto con todos los otros infelices
que no tienen tu sentido de la perfección.
-No los mato yo. Y salvo a todos los que puedo. Si estuviera muerta,
¿ tendría esa posibilidad ?
-Ayudás a estos criminales: los estás matando vos.
-No son criminales, ese es el punto. Creen que lo que hacen es lo
mejor que pueden hacer para eliminar la subversión.
-Igual que vos. Creen en lo que hacen, ya me doy cuenta. Y a propósito,
no me contestaste. ¿El Tordo sabe que tenés esta piecita tan decorada?
-Esa es mi intimidad -contesta la prisionera, cortante-. Y nadie tiene
por qué meterse con mi intimidad. Si te quedó claro lo de los libros
no hay nada más que hablar.
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