Martín Kohan, 2002, de Dos veces junio, novela Ed. Sudamericana, 2002.


CUATROCIENTOS NOVENTA Y SIETE


I

El cuaderno de notas estaba abierto, en medio de la mesa. Había una sola frase escrita en esas dos páginas que quedaban a la vista. Decía: “¿A partir de qué edad se puede empezar a torturar a un niño?”.


II

Suponíamos con razón que, habiendo números de por medio, se trataba de una simple cuestión de azar. Claro que muchas veces la ciencia se vale también de cifras, y los números sirven a los cálculos más racionales. Aquí, sin embargo, se trataba de un sorteo, y en los números no se jugaba otra cosa que la suerte.


III

Descubrí que, al lado del cuaderno de notas, estaba la birome con la que esa nota había sido escrita. Una birome rota en el extremo, evidentemente porque alguien descargaba sus nervios mordiendo el plástico ingrato. Tomé esa birome, tratando de no tocar la parte rota: tal vez estuviera húmeda todavía. Mi pulso por entonces ya era bueno. Era capaz de enhebrar un hilo hasta en las agujas más pequeñas. Por eso pude agregar el trazo faltante a la letra ese, y que no se notara que había habido una corrección posterior. Desde siempre parecía haber sido una zeta, tal la gracia de la colita que yo adosé en la parte de abajo de la letra. Ahora la ese era una zeta, como corresponde.
Pocas cosas me contrarían tanto como las faltas de ortografía.


IV

La radio dijo: “número de orden”. “Seiscientos cuarenta”.
Seiscientos cuarenta era yo.
La radio dijo: “sorteo”. Y dijo: “cuatrocientos noventa y siete”.
Nos miramos. Se hizo un silencio. La radio seguía, pero con otros números que ya no teníamos que escuchar. Habíamos estado ahí desde la siete menos diez de la mañana, cuando todavía era de noche.
Mi padre dijo: “Tierra”.
Mi madre dijo: “A mí se me mezclan los números. Me parece que el tuyo es el que habían dicho antes. No sé bien cuál era. Me parece que era uno bajito”.
Mi padre dijo que él se sentía muy orgulloso. Y era verdad: tenía en los ojos un brillo como de lágrimas que no iban a salir.


V

Dejé el cuaderno donde estaba, abierto en esas mismas páginas, en medio de la mesa. Al lado del cuaderno, dejé la birome. No había en esa mesa nada más, excepto el teléfono. Y no había en esa habitación otra cosa que la mesa, la mesa con el teléfono, el cuaderno, la birome, y además de la mesa dos sillas, una de las cuales yo ocupaba, y por último un cesto de papeles que estaba vacío. Pero de repente, sin ningún motivo, me sentí observado. Sabía que en realidad nadie me observaba, que la puerta estaba cerrada y la única ventana que había daba absurdamente a un muro mugriento. Me sentí observado y era solamente una impresión que yo tenía. En la pared había un crucifijo, y a mí me parecía que Cristo me miraba. Debajo del crucifijo había un cuadro de San Martín envuelto en la bandera, y a mí me parecía que San Martín me miraba. Cristo tenía los ojos para arriba, seguramente era el momento en que le preguntaba al padre que por qué lo había abandonado. Y sin embargo, yo tenía la sensación de que me miraba a mí. San Martín miraba para el costado, de reojo, torciendo la vista pero no la cara, como si algo inesperado lo hubiese distraído justo en el momento en que le sacaban la foto (aunque no se tratara de una foto). Miraba para el costado, pero yo tenía la sensación de que me miraba a mí.
También el teléfono de pronto me intimidó. Sé que su mérito consiste en trasladar los sonidos a distancia: los sonidos, y no las imágenes. Pero tenía el poder de acercar a alguien que estuviese ausente, que estuviese lejos, y en cierto modo hacerlo entrar en esa habitación perfectamente cerrada. Por eso, aunque se tratara de un teléfono, y aunque ese teléfono estuviese colgado y mudo, me daba la impresión, por el solo hecho de estar ese aparato ahí, de que alguien podía observarme. Me daba la impresión, y poco importa que la idea no tuviese sentido, de que alguien podía haberme visto corregir la frase del cuaderno, agregarle a la ese el trazo que le faltaba para convertirse en una zeta, que era como tenía que ser.


VI

Al día siguiente, compramos el diario. Mi madre no había dejado de decir que el recitado de los números en la radio se había vuelto confuso y que no era seguro qué número venía después de cuál, ni qué número correspondía a qué número.
Por eso compramos el diario al día siguiente. Mi madre dijo: “Con el diario vamos a saber”.
Apoyó una regla debajo del número seiscientos cuarenta. Seiscientos cuarenta era yo. Con el dedo siguió la línea que la llevaba a la columna del sorteo. Con el dedo, y después con la patilla de los anteojos (ella se sacaba los anteojos para ver de cerca), y después con un lápiz negro de punta bien afilada, siguió la línea que la llevaba de una columna a la otra. Y todas las veces encontró el número cuatrocientos noventa y siete.
Entonces mi padre dijo: “Tierra”. Y entonces mi madre dijo: “¡Mi soldadito!”, llorando de emoción.


VII

Tal vez yo había obrado mal, y por eso me sentía observado. Era la impresión que me daba el sentimiento de culpa. Cuando uno obra mal se siente mirado, no importa qué tan solo se encuentre. Y yo acaso había obrado mal. La nota del cuaderno podía haberla escrito Torres, el sargento, o en todo caso Leiva, el cabo, que era lo que en verdad yo presentía, porque lo veía menos instruido y con menos luces. De cualquier modo, yo no tenía ningún derecho a corregir a un superior, fuese quien fuese, ni tampoco a otro soldado, porque yo no valía más que ese otro soldado, incluso cuando la razón estuviese de mi parte. Yo podía saber bien las reglas ortográficas, y el que había escrito la nota podía ignorarlas. De hecho, en una frase tan breve, en una frase tan simple, había cometido un error de consideración. Pero eso no me daba derecho a corregirlo, ni tenía por eso que sentirme superior, porque yo en ese lugar no era un superior, era un subordinado.


VIII

Recuerdo que mi padre dijo: “Los milicos son gente de reglas claras”. La primera de esas reglas establecía: “El superior siempre tiene razón, y más aún cuando no la tiene”. Recuerdo que me dijo que entendiera bien eso, porque si entendía eso, entendía todo.


IX

A poco de hacerse de noche, empezaron los dolores. Una mujer sabe siempre lo que pasa con su cuerpo. Ella nunca había pasado por esto, era la primera vez; pero no bien empezaron los primeros dolores, los más leves, entendió que iba a llegar. Supo que iba a llegar esa misma noche, si es que de veras era de noche, y ella no se equivocaba en sus cálculos.


X

En el servicio militar, decía siempre mi padre, las reglas eran bien simples: “A todo lo que se mueve, se lo saluda; y a todo lo que está quieto, se lo pinta”. Sabiendo eso, se sabía todo, y no había por qué meterse en problemas.


XI

Pensé en borrar el trazo que había agregado a la frase escrita en el cuaderno, para que las cosas quedaran como estaban antes. Una ese o una zeta, al fin de cuentas, no cambiaba el sentido de la frase. Pero la idea era absurda: por empezar, no tenía a mano una goma de borrar. Y además, era imposible borrar una letra, o media letra, sin dejar marcas en la hoja del cuaderno. Se trataba de una hoja de muy mala calidad, así que lo más probable era que, en el intento de borrar, se rompiera. Eso sí habría sido grave, porque la frase tenía que leerse con toda claridad, sin manchas ni rasgaduras, sin ningún borroneo.


XII

Mi padre era un hombre muy dado a contar anécdotas. Muchas de esas anécdotas, como suele ocurrir, provenían de sus ya lejanos quince meses de servicio militar, y apenas se supo con certeza que el número que me había tocado en suerte era el cuatrocientos noventa y siete, todas ellas volvieron a ser contadas, una por una, como por primera vez.
Había una que refería una formación matinal en el patio del cuartel. Unos treinta soldados en ropa de fajina y en posición de firmes. Y un teniente coronel, cuyo nombre mi padre se esforzó inútilmente por traer a su memoria, pasando revista. En un momento determinado, el teniente coronel pregunta a toda voz: “¡Soldados! ¿Quién de ustedes sabe escribir bien a máquina?”. Y agrega: “El que sabe escribir bien a máquina, que dé un paso al frente”. Por un instante, nadie dice nada. Hay que ver qué significa exactamente escribir “bien” para el teniente coronel. Por fin, casi en el extremo de la fila, un pelirrojo pecoso que no mide más que un metro y medio, da un paso adelante y exclama: “¡Yo, mi teniente coronel!”. El teniente coronel se le acerca y a los gritos lo interroga: “¿Usted, soldado, sabe escribir bien a máquina?”. El soldado exclama: “¡Sí, mi teniente coronel!”. “Bueno”, le dice el teniente coronel, “agarre ese balde y ese cepillo que ve allá, y en una hora me limpia bien las letrinas del regimiento”.
Mi padre sacaba una moraleja de esta historia: en el servicio militar, conviene no saber nunca nada. Me aconsejó que aprendiera esa lección elemental. “No hay que actuar como los judíos”, me dijo, “que siempre quieren hacer ver que saben todo”.


XIII

Sin tener ninguna seguridad de que alguien fuera a escucharla, avisó: “Ya viene”. Lo dijo en voz alta, por si acaso no estaba totalmente sola; pero también lo dijo como para sí misma, en ese punto remoto de la conciencia y del olvido en el que la voz alta y la voz baja ya no se distinguen bien, ni se distinguen bien tampoco lo que se dice hacia afuera y lo que se dice para adentro.
De todas formas, la noche estaba tan callada a esa hora, que en algún punto indefinible de las puertas y los pasillos, alguien la escuchó. De lejos se oyó una voz que le respondía: “Avisá cuando te duela cada cinco minutos”.
El que eso le dijo debía saber que ella no tenía un reloj, y que de haber tenido un reloj, no tenía forma de mirarlo. Pero cinco minutos equivalían a trescientos segundos, y ella había aprendido a medir el paso de los segundos sin apuro y sin retardo. Era más fácil medir el paso de los segundos que el paso de las horas, y era más fácil medir el paso de las horas que el paso de los días.
Se puso a calcular los minutos de cada intervalo. Sólo los flujos del dolor le hacían perder la cuenta. Pese a todo, supo cuándo llegaba el momento. Y entonces volvió a avisar: “Ya viene”.





XIV

Lo mejor, me dije, era dejar las cosas como estaban. Fuera quien fuese el que había escrito esa nota en el cuaderno, ni siquiera se daría cuenta de que había sido corregido. No tendría ni tanta memoria ni tanta capacidad de observación para darse cuenta, porque esas carencias eran justamente las que lo habían llevado a cometer el error. Y si, por una de esas cosas, llegaba a notar lo ocurrido, lo más probable es que no dijera nada al respecto. Ni siquiera a un hombre como el cabo Leiva le gustaba pasar por bruto, aunque lo fuera.


XV

Mi padre me contó que había un militar que tenía este lema: “Al pedo, pero temprano”. Me dijo que esa consigna ilustraba bastante bien el modo de razonar de los militares. Después insistió mucho en que no fuera a mencionar esta anécdota a nadie en la conscripción, ni siquiera a los compañeros. “Vos calladito”, me dijo, y me guiñó un ojo.


XVI

En ese cuaderno de notas sólo se registraban los mensajes importantes. Por eso estaba siempre al lado del teléfono, y en la mesa no había ninguna otra cosa. Estaba terminantemente prohibido hacer cualquier anotación que no estuviera referida a las consultas o los avisos enviados desde las otras unidades. Algunos días pasaban sin que se recogiera ningún mensaje. El único que se había recibido aquel día era ése que mencionaba el asunto médico.


XVII

No tenía que creer en lo que oía: no era cierto que una mujer pariendo fuese igual que una perra pariendo, ni era cierto que su chiquito le hubiese nacido muerto, porque ella lo estaba oyendo llorar.


XVIII

Unas cuantas comunicaciones eran anodinas, puramente operativas. Otras, sin dejar de ser operativas, solicitaban mayor reserva. La que aquel día se encontraba en el cuaderno de notas exigía, evidentemente, una considerable discreción.
Yo le debía a la generosa confianza que me obsequiaba el doctor Mesiano la posibilidad de acceder a este tipo de consultas técnicas, partes de la realidad en las que un saber abstracto encontraba su aplicación y su utilidad en lo concreto.


XIX

Le arrimaron un balde y un trapo, y le ordenaron que limpiara lo que había hecho. Entre risas la vieron fregar los líquidos de su cuerpo. “La placenta metela nomás en el balde”, le dijo uno, seguramente el que jugaba con la tijera que antes había servido para cortar el cordón.


XX

Mi padre me dijo que los militares tenían, a su manera, algún sentido del humor. Una broma muy frecuente en el servicio militar consistía en lo siguiente: se formaba a la tropa y se la arengaba acerca de los males que traía la masturbación en exceso. Luego venía la advertencia: “Al que se hace mucho la paja, le salen pelos en la palma de la mano”.
Nunca faltaba quien, en ese momento, no podía resistir la tentación de verificar el estado de la palma de su mano. A ése le tocaban todas las pullas y las carcajadas, a veces por el resto del año.
Mi padre me encomió no incurrir en ese instante en el atisbo de mis palmas, mantener la vista al frente y las manos pegadas al cuerpo en posición de firme; así podría yo también, en lo sucesivo, participar de la diversión.


XXI

El hedor del trapo extendido no dejaba de mortificarla, pero puesto encima del balde al menos tapaba los olores del cuerpo. Era un poco como aquéllos que, en las noches sobre todo, se ponían a gritar, para no tener que escuchar más gritos.


XXII

Pasada la instrucción, lo mejor era que me destinaran a una oficina, o que me pusieran como chofer de algún oficial. Era lo más cómodo y lo más tranquilo. Existía, incluso, una tradición, según la cual el chofer de un oficial terminaba acostándose con su mujer y hasta con alguna de sus hijas. Mi padre dijo que esta regla contaba con pocas excepciones.


XXIII

Dejé el cuaderno de notas bien abierto y en un lugar bien visible, delante del teléfono y un poco inclinado, porque entendí que el mensaje de aquel día tenía bastante importancia.


XXIV

Pensó un nombre por si había nacido varón, y otro nombre por si había nacido mujer, sin saber si esos nombres quedarían o serían despojados.
Fue varón, y se llamó Guillermo.

 

 

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