Osvaldo
Lamborghini,
1982/85, de Los Tadeys, novela, Ed.Del Serbal, Barcelona, 1994.
(…)
Era «La Roca» Jones el encargado de hablar:
—Así que tenes sólo caña y ginebra. Ni coñac siquiera, y seguro ni
unas putas tazas de café. Siempre serás un animal. Pensar que yo te
hice un favor.
El «compadre» sintió que iba a desmayarse o vomitar. Sentía náuseas,
pero no se pudo contener:
—Acuérdese, yo le di una parte, señor director. —A Jones no le entraba
en la cabeza que un machado pudiera recordar.
Fue como la señal para que se apagaran las luces y se levantara el
telón.
Una especie de atleta rubio, vestido de civil se acercó al «compadre».
Un par de minutos lo miró en silencio. Después lo golpeó con el canto
de la mano en el cuello. El karateado primero no podía respirar. Luego
le pareció que tenía dos cabezas, que era un bicéfalo, un monstruo,
además de un pájaron. Minutos más tarde empezó el dolor, un insoportable
dolor. La garganta inflamada, casi no podía hablar.
Dijo el Rubio:
—Así que vos currás solamente con los de arriba. ¿Y nosotros qué?
¿Tenemos que hacernos la paja? ¿Y nosotros qué? —Y lo quebró en dos,
lo dejó sin aliento con una trompada tremenda en el estómago.
El «compadre» jadeaba en el suelo. Apenas podía escuchar. La voz del
reptil Jones era, en cuanto al tono, medio conciliadora. Pero aterraba
lo que decía:
—Enchufen esos dos cables, creo que pueden servir. Pero no se pasen.
Vinimos a buscar información. Queremos instalar aquí un nuevo centro
de enlace. Nada nos importa este gil. Si habla, nos llevamos los pibes
y no
los verá más si cuenta lo de esta noche. Bueno che, a ver. Rubio,
hacé que la corriente le retuerza las pelotas, sin entusiasmarte,
mientras yo voy a hablarle dulcemente a este palomo, a este gil de
plomo.
—Pobre —asintió el Rubio— no es más boludo porque no tiene tiempo.
Amordazaron al palomo. Le rociaron las bolas con agua. Uno de la tropa
fue a buscar escocés al transporte militar, y todos se sirvieron.
Quesada Jones, con su copa entre las manos, se sentó junto a la oreja
derecha de Compadre. Bebió un par de tragos y dejó la copa en el suelo.
La primera descarga hizo que Compadre se retorciera. Otra vez Jones
se llevó la copa a los labios, y el Rubio envió la segunda, que esta
vez no se limitó a los testículos, también le entró por el culo. Luego,
otra más potente a la cabeza del nabo. El Compadre se retorcía. Los
calambres lo atenazaban. Ya producía los síntomas clásicos.
—¿Te gustaba garchar, no? —preguntó el Rubio—. Me parece que ni pajearte
podrás después de esta «conexión».
—Basta, pará la mano —ordenó con acritud Jones, y empezó a hablarle
dulcemente a Compadre: —Queremos un dato y te dejamos tranquilo. Anda
por la zona un tipo con nombre falso: Walter, estudiándola como si
estuviera preparando una serie de atentados. «Walter», como vos sabés,
es una máscara. Además él solo no nos sirve: él no sabe nada, ni siquiera
que es un gil. El padre, la madre y el resto de la familia, son los
que importan. Ellos son insospechables. El padre se tutea con varios
generales, a los que ve en secreto. Todavía no lo pudimos agarrar
con las manos en la masa. Pero es el contragolpe al golpe. Averiguamos
otra cosa: actúa con su apellido verdadero. También nos enteramos
que «Walter» hizo la milicia en nuestro cuartel. La hizo con vos.
Eras casi su va-lerio, seguro que encima le dabas el culito. Pero
esto te lo digo como chiste: acordate que te hice un favor, para divertirnos
un poco. Ahora vamos a hablar en serio, y quiero que me contestes
con rapidez y precisión. 1 ?) Hicieron juntos la colimba, fueron medio
amigos. Vos tenés que saber su verdadero nombre. ¿Cómo se llama?
El Compadre tuvo un segundo de audacia y se atrevió a preguntar:
—¿Y qué me vas a pasar si no se lo digo?
Jones giró hacia la oscuridad e hizo una seña. Los dos pequeños hijos
varones de Compadre, Thule y Jal, se acercaron, y él pudo verlos.
Jones, que los abrazaba hecho un caramelo, les preguntó:
—¿Quieren despedirse ahora de papá? Va a hacer un largo viaje. Yo
le hice un favor, pero no tomen la sopa que él fabrica. Puede estar
embichada. Papá es un estafador.
—Se lo voy a decir —anunció Compadre, y las lágrimas le mojaron el
pelo entrecano de las sienes—. Se llama Juan Alberto Kyne.
Jones lo hizo picanear otra vez:
—Confesaste, sos culpable. Igual no vas a salvarte por inocente. En
este segundo viaje que hizo «Walter», ¿qué relación había entre ustedes?
El compadre contestó sin ninguna duda:
—Me enseñaba defensa personal.
—Compadre, sos grande —dijo Jones—. Tan luego eso, que ni Lenin sospecharía.
Con vos, perdería al ping-pong Mao.
El Rubio no quiso o no pudo creerlo. Quería verduguearlo hasta el
final: el «compadre» era demasiado boludo, o ellos se la estaban tragando
doblada, con un moño y envuelta en celofán. Sin esperar órdenes, conectó
otra vez los cables. Pero Jones le pegó suave en la cara con el caño
azulado de la Colt.
—Mirá Rubio —le dijo— el que aquí decide soy yo. El compadre es así.
Ese Walter lo eligió por ser, en política, el monumento al gil. Por
eso mismo lo enganché yo y le hice ese favor. Lo tengo ahora agarrado
de las bolas. Dejá tranquilos esos cables o te hago, cualquier día,
boletear. Tenés que aprender cómo se hacen estas cosas. A partir de
hoy, el compadre y su mujer, valdrán casi tanto como un servicio de
inteligencia en esta región. Fijate, prestá atención.
Un reclutador nato era el reptil «La Roca». Ayudó al compadre a levantarse
y hasta le sirvió una copa. Le dijo que las cosas no terminaban ahí,
pero que ahora serviría a la patria —hasta podía llegar a ser como
él— pero que querían estar seguros que él y su mujer aprenderían a
intervenir teléfonos y a manejar una radio: a colaborar contra la
subversión, como era su deber.
Jones «La Roca», conocía hasta el último juego de la luz y de la sombra,
del decorado y el actor, cuando se trataba de inyectar para toda la
vida, esos efectos, el minuto ése que todo lo trueca y convierte,
hasta un segundo en un milenio, al trasluz de la obra: poco importa
(si para bien o para mal).
La expresión de su rostro cambió. En ella se esculpía un aire paternal.
También el cansancio y la soledad: la incomparable (intimidad del
orgullo), y su aislamiento, su resignación. La gente no entendía su
trabajo cruel y la imposibilidad de tener alguien en quien confiar.
Deformada, extraña, arrancada de su centro, la cara de Jones «La Roca»
y giró por completo de un vacío hacia otro, otra máscara igualmente
difícil de tallar en ese segundo que de la sucesión trata de huir.
Era la cara de una víctima, la del compadre, debido al paso siguiente
que tenía que dar. Dos pequeñas capuchas negras ya habían sido colocadas
sobre la mesa, en el centro, despojado de todo resto, aroma o recuerdo
de alcohol. Llamó a los niños y casi con primor les colocó las capuchas.
Lograba así que el padre pensara «todo terminó, ya no hay nada que
hacer», ni siquiera podía gemir su dolor.
—Nos los llevamos, compadre. Crea que todo esto es necesario para
los que queremos santamente prosperar. Nos los llevamos, compadre.
Pero no como rehenes: serán la prenda de que en esta casa reina definitivamente
la lealtad. Además regresarán, los verá como cadetes del Colegio Militar.
El compadre no logró soportarlo más y abrió la boca como para gritar.
Jones con un «ahora sí te toca a vos», mientras secuestraba a los
chicos, guiñó un ojo al Rubio para que se hiciera cargo del epílogo
del fato. El Rubio redujo en un segundo, a una piltrafa muda, al compadre,
ni siquiera lo dejó gritar. Cuando estuvo en el suelo semi-inconsciente,
su verdugo ironizó:
—¿Así que «Walter» te enseñaba defensa personal?
Jones estaba en el patio, acomodando a los chicos en uno de los autos.
El Rubio permaneció en la casa todavía. Le pasó un guiño, su tic de
pluma, al resto de la patota de civil. Todos entendieron: rodearon
el cuerpo del compar y lo mearon al unísono. Había llegado el momento
de pasar a la carne en casa, al pindonguero cuarto matrimonial. Despierta
estaba la mujer. Enmudecida por el pánico, encima se tapiaba la boca
con los puños, claudicante y ya sin peros derrotada. El Ubio, que
cultivaba la vena melodramática, con el viejo canto de sirena se la
cantó: «quédate tranquila, no te vamos a violar», se sentó al lado
de la hembra, a su vera calentita, en la cama, y le acarició una mejilla
tendenciosa, además de cubrirle por completo los senos, uno de los
cuales amenazaba con saltar del camisón. Los secuaces del Rubio lo
habían visto de lo más tranquilo, jorquearse nenas de seis años e
incluso darles por atrás. (Sacaba luego la pija ensangrentada y se
jactaba: «Aquí tienen un mástil para ese trapo rojo, creo el de la
hoz y el del martillo ridículo de obrero grasún. Vamos pibitas quéjense.
Esto les pasa por bolcheviquear.») Pensaron que la mujer del compadre
iba a perder, primero con Rub, después con los demás. Pero, ponga
amigo atención: luego de la charla con «La Roca» Jones, el Rubio se
había propuesto —desgraciado: la incomparable intimidad del orgullo—
convertirse en un genio, incluso superior a su superior, lo máximo
de lo imposible en apariencia, el sinónimo único, un absoluto que
nadie pudiera encontrar siquiera en la Enciclopedia más famosa, falsa
o veraz, llena de planetas inventados y de islas habitadas sólo por
los caballos salvajes —cimarrón. Merecería, también, la aguada enorme
de un «intimate diary» pensado en caligrafía de pincel y raza y osatura
de samurai a la vez que gusano de seda, arrocero con los pies, el
tango en los pies y en el arquetipo pagodo de albañil. Si en la vida,
hasta la autopsia termina por causar algún efecto, lanzarse entonces
a la búsqueda del orgullo, incomparable intimidad. En cualquier lugar
lo esperaba, tal vez, el traicionero pero delicioso verdín de la imaginación.
Cardenillo, en un diccionario que ya mismo habría que gasolinear,
(sinonimia del horror), allí le llaman así al maravilloso verdín,
y ahora entendía por qué necesitó y aun necesitaría, durante un tiempo
indefinible, como el que acababa de tic, tac, exit ocurrirle, hundirse
en el vertiginoso tic. Tac del tiempo de matar.
El Bio no salía de su trance mientras los otros esperaban, algunos
casi al palo. Omín Guedar, que lo seguía en graduación, se le acercó
y atentamente le miró el fondo de los ojos. Tuvo una sospecha, una
astucia mejor dicho: el Rub, en ese momento no estaba ahí. Seguro
andaría jugando una apuesta seria con sus muertos, pero también yocaría
de manera infantil. Así como la patota misma, en mufa, en días de
inacción, le daba fuerte al naipe hasta que ni una bala les quedase
por perder, así Rubiel agotado por completo, habría o habríase dicho:
«no va más» y tal vez no sólo con sus muertos jugaba, sino que lo
hacía con los de estofa fangal, con esos que las clases porquerizas
resucitan con su canto popular: como los fantasmas del cabrero y el
pintor. Quizás así sería, pensó Omín, pero el procedimiento tenía
que continuar. Apartó a su superior caído en trance, y como siempre
en todo se esforzó por imitarlo. Le acarició la mejilla a la hembra
y la ayudó igual a ocultar la otra teta, que quería escaparse por
la otra ventana metemano del camisón. Vaya uno a saber por qué, si
hasta un tipo como el Rubio, permitía que el tiempo, dum-dum, el otro,
el que siempre espera el filo de un gong, como una tigra enloquecida
y hambrienta más loca que una cabra (pero no por poca cosa se le llenaba
la boca de saliva, elegía sus gacelas y ahora quería al Biorru, y
el patota no era culpable de gustarle a la mamífera carnicera). Ese
tiempo que entraba, no ya en la esfera de lo impensable-no (como la
teta, sin pezón). El circo y los malabaristas, para eso encontraban
explicación: por dinero o por terror, cuando les crujían el tabique
de un solo culatazo, y además se la batían de verdad: «Chino de mierda,
amarillo y terrorista, mejor anda a ganarte el gomán a Pekín, ese
poblacho del sorete donde sólo hay bicicletas, pero ni un solo lugar
para cazar», y mejor que al tipo no se le ocurriera aclarar que él
era coreano o japonés, porque entonces lo pasaban al celular, lo chingaban
en hediondos tachos de ropa sucia y se olvidaban para siempre de él.
En la órbita de lo inexplicable no, era en un paraíso o en un calvario
donde Elbio se había perdido, en un tiempo que se plisaba algunas
veces de tanto tardar. Preciso era dejarlo. Contaban los que habían
regresado de la minuta de ese tiempo singular, cosas nunca escuchadas,
y otras, que todos creían conocer.
Pero algunos que relataban intactos los hechos según la tradición,
aunque luego trastornaban la perspectiva por completo.
(…)
Cristo podía hacer pata, pero Omín miró a los suyos y comprendió,
con sólo verlos braguetear, que la situación no podía prolongarse.
Contuvo a un díscolo pegándole un solo bofetón, y ya que él mismo
había rozado por un minuto lo imposible, les explicó a los impacientes
que tenían que esperar: primero había que sentar al Rubio en una silla,
porque estaba duro igual que un garrote, como si se hubiera pasado
esta vez o simplemente que la cocaína le hubiera pegado mal. Había
otra explicación, quizás. Le tocó trabajar con una picana improvisada,
casera, de pésima calidad —contraindicada tal vez— de ésas que sólo
se podían fabricar en los ranchos de chabones como el compá donde
todo era minga de calidad (aquí les hizo la seña de un ancho y señaló
con disimulo a la jermu del gilún, todavía desmayado en el comedor).
En cuanto al Rubio, sólo había que esperar que lo viera un tordo de
la unidad. El procedimiento iba a proseguir tal como fuera programado.
Aquí Omín pegó un taconazo y alzó la voz para que no quedaran dudas.
La ausencia del Rubial, joraca, nada iba a cambiar, o tendrían que
rendir cuentas los que se insubordinaran y probar la medicina que
ellos le hacían tragar a los tipos que acostumbraban a reventar. Métanselo
en la zabiola —clamó— ahora el Bu soy yo. Y basta ya, a proceder.
Otra vez se acercó a la mina y como si fuera el Rubio empezó con la
tortura psicológica: «Decime, piba, ¿vos querés a tus hijos? Es una
lástima, ya se los llevaron, y los van a liquidar. La cosa andaba
bien, pero el boludo de tu marido todo lo embarró. No llorés, no seas
gila. Ahora te vamos a cojer todos, pero tranquilitos. Pensalo, ya
perdiste dos hijos. Pensalo. Si te quedás muda no te va a pasar nada,
te abrís de gambas y gileás con otra cosa. Con tus pibes, por ejemplo.
Yo te juro que en esa no ando, en la de boletear a los borregos con
un tiro en la nuca. «Te reventamos hoy, pibe, total, con lo que ya
viste, en cuanto podás tirar del gatillo te vas a hacer de la pesada,
nos vas a andar buscando para darnos con la matraca, aunque ya estemos
en un café de viejitos, jubilados y jugando al dominó». Así se ríen,
así les dicen. Pensalo. Ahora, los dos angelitos seguro están con
los pies en un molde
de cemento, hundidos en un río. Si sos piola y admitís que te garchemos
tranquila, no te va a pasar nada. Aunque ya perdiste dos pendejos,
todavía sos joven, podés seguir pariendo. Ni siquiera te vamos a preñar:
a nosotros nos gusta dar por el toor, a la cajeta no la encharcamos
jamás, pero si se te da por hacerte la piola y rechiflarte, te vamos
a arrancar la matriz con un par de tenazas al rojo, ¿entendiste? Dejó
de acariciarle la mejilla, se levantó y ya empezó, ya empezó a tratarla
de otra manera. Primero la golpeó hasta dejarla como un bofe. La puso
enseguida boca abajo con un par de almohadas debajo de la panza, le
abrió las nalgas y le enterró un dedo en el botón rosado por donde
ella cagaba, no mediante (claro) estreñimiento. Estaba linda y cerrada,
medio durita, una papa. Hacía como una semana que no le pasaba ni
un sorete por el canalón. Perfecta estaba para perforarla de a poquito
y ayudarla a laxar.
—Che, Omín —se quejó Blumes— no la abrás mucho. Mirá que después te
quedás con la sensación de haber, como hombre de campo, sembrado el
nabo en la letrina de la gordita, algo triste, tristón, como la gorda
a quien nadie piola le da.
Teréz sugirió una solución (cada vez que orteaban a una marxista el
mismo problema: el que tenía el turno 3, por ejemplo, cuando entraba
en el culo le daban ganas de llorar: era una concha que chirlos de
mierda deja escape-dear). Muchachos —dijo— utilicemos alumbre, para
que cada uno la vuelva a pinchar tan estrechita como a él le guste.
Esperemos que esta desgraciada tenga alumbre, porque si no le espera
la otra mano mucho más brava: hilo de coser y una aguja.
Todos lo felicitaron, lo palmearon, le dieron golpecitos en la nuca
y le pellizcaron las nalgas. Tanto, que Térez la cortó: —Che, a ver
si se creen que me van a cojer a mí: doy el culo si solamente me lo
pide un general.
Le preguntaron a la mina, que apenas coordinaba, aunque supusieron
(¡como con un supositorio!) que la puta, encima, no estaba borracha,
si no tenía un poco de alumbre en la casa para que ninguna pija le
tomara rencor y decidiera reventarla, metiéndole el palo de la escoba
en el ojete, y partirla en dos como si se tratara de la leña y el
hacha. Pero leña, leña al trapo rojo, leña al comunismo. Como ya lo
había dicho un cojonudo general, que recibía una cometa para escribir,
con pseudónimo de mina en «La Hora de la Mujer», discursos para la
radio-tele educativa: «Mujeres, nosotras somos portadoras y amantes
de la vida. Bolcheviquear es sinónimo y rima de una conspiración:
la alianza de los maricas y los castrados. Que la radio abandone su
encomiable pundonor, cuando apela como hoy a ciertos temas, prioritarios
para la vida del hogar. Ahí están, los vemos todos los días. Ahí están
y luchan sin descanso, alta la bandera roja de los cobardes naifos,
ninfos e invertidos. Como se arreglen entre ellos la reproducción
humana dejará de ser la más grande alegría de la tierra. La especie
desaparecerá, nosotras tenemos que comprenderlo, ¿o acaso creemos
que los comegarchas bolcheviques si llegaran a tomar el poder, podrían,
con su aberrante práctica de 'la cambiadita', del teto como obligatoria
religión nacional, serán capaces de poblar a, mundo de bebés sonrosados?.»
La patota terminó de culiarse a la ortolani. Robaron todo lo que había,
hasta un osito de felpa, y luego abandonaron la casa, llevándose al
Rubio en una improvisada silla de ruedas (el éxtasis continuaba manteniéndolo
paralizado), y se metieron en los grandes autos. En el asiento posterior
de uno de ellos, cómodo como diván de una y media plaza, Quesada Jones
franeleaba descaradamente a Thule y Jal, los niños del compád todavía
encapuchados. Cuando los demás integrantes de la patota irrumpieron
en el auto, «La Roca» ni siquiera intentó disimular —todos estaban
al tanto de su horca devoción, dársela a los pibes—. Por el momento
Thule se había salvado, pero Jal. que lloraba boca abajo, culo al
aire, ya había perdido para siempre.
(…)
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