Héctor
Lastra,
1976/1996, de Fredi, novela Ed.Sudamericana, 1996
(...)
Obedeció a los últimos, a los del Citroën verde. El Fiat cremita,
en tanto, subía a la vereda
-No, podalo.
-Pero hago este timbo, deja.
-Podalo, te digo.
La camioneta azul se detuvo casi sobre ellos y prendió las luces altas.
-¡Suelten! ¡Suelten, hijos de puta!
Fredi retorció el pelo y apoyó el cuchillo.
-Para acá.
-A ése.
La camioneta metalizada primero, la negra después, estacionaron a
los costados de la azul El Fiat cremita aceleró hacia la bocacalle.
-¡Basuras! ¡Asesinos!
-La camisa.
Todo el fuego del calor le ardió en la jeta. Sin embargo no esperó
a que el otro le repitiera la orden. Tironeó desde arriba, desde el
cuello.
-¡Criminales! ¡Hijos de pula!
Durante un breve segundo las tres camionetas apagaron y encendieron
los focos. Fredi. ahora sí, desgarró la parle del faldón ayudándose
con el cuchillo.
-Lindo banderín.
No contestó. Jadeaba y sólo se mantenía atento al inminente aviso
de las tres bocinas juntas.
-Toma, guacha.
-¡Auxilio, auxilio por favor!
Fn la vereda opuesta, el Fiat verde, frenando y acelerando, chocaba
a un tipo que con un tronco hacía lo imposible por romperles el parabrisas.
-Allá. allá.
-¡Pero dejenmé, dejenmé, mal paridos!
Era una voz de mujer, a pasos nomás, bajo el nogal donde actuaban
los del Citroën celeste.
-Saltá, gilún.
-Y éstos qué carajo esperan.
De improviso, rugiendo a sesenta, apareció la roja. Frenó, dio marcha
atrás y. girando sobre sí misma, se largó hacia el tipo que seguía
resistiendo las embestidas del Fiat.
-No le apretés tanto la jeta.
-¡Suelten, basuras!
La roja había vuelto a frenar y de la cabina se habían bajado dos
nuevos, dos petisones. Fredi apoyó la mano libre en el macadán.
-Vestite otra vez de puta, reventada.
-Allá, Sapo, allá.
Rengueando duro, usando la columna de la luz para protegerse del Fiat
y de los petisones, el tipo no sólo agitaba el tronco con mucha fuerza
sino también con una habilidad increíble. Por prestarle toda su atención,
Fredi estuvo lejos de ver a la chica semidesnuda que corría por el
baldío de la izquierda y que, fatalmente, pedía amparo a los que iban
en la amarilla. Uno de los petisones. el menos robusto había conseguido
un cascote; el otro, inclinado, balanceaba la cabeza desplazándose
en círculo, insultando, pero en ningún momento arriesgaba tirarse
sobre el tipo. Núñez y el Culebra bajaron del Fiat. El Culebra blandía
un caño.
-Basta. Uña. Vení, solíalo.
-Puro huevo el jipi ese.
Núñez le ordenó a los petisones que no se movieran. El tipo, aparentemente
ajeno a las quejas y puteadas de los demás, ya sin agitar el tronco,
calculando, empezó a retroceder despacio. Núñez separó las piernas,
apartó las manos del cuerpo. Entonces, siempre en guardia, el tipo
se detuvo y alzó de nuevo el tronco. Partile el cráneo, deseó Fredi,
hacelo mierda. Las bocinas sonaron a fondo, él y los otros saltaron
para después correr a cien y después subir a cualquiera de las tres
camionetas, las tres camionetas arrancaron casi al mismo tiempo con
rugido ensordecedor, las tres frenaron muy pronto y muy pronto volvieron
al pique asesino. La azul y la negra doblaron para agarrar el terreno
sin árboles y la metalizada, que con los faros jodia a los que se
alejaban por las veredas, siguió rumbo a la calle de los plátanos,
la bocina aturdiendo, las puertas no del todo cerradas.
(...)
Fredi aguantó la quemazón en las tripas, sofocó las ganas de resoplar
y supo que la mínima pifiada podía embarrarlo todo.
-¿Sos bueno o no?
La calle era angosta, la ensombrecía el tupido follaje de los paraísos,
tenía algo de túnel.
-Yo no sé tirar, jefe -dijo Fredi girando la cara sin apuro-. Para
qué voy a macanearle. No se dio.
Hubo en la piel de Lumbrano y en los costados de la boca, un curioso
ablandamiento y una notoria lascivia que lo avejentaron.
-No jode. macho. Te lo aseguro. Es más, te diría que hasta nos viene
mejor.
Aliviado, Fredi calzó la tapa y empezó a enroscarla.
-Nos viene mejor porque así entran también los de Núñez. Eso de esperarlo
a Lucían i me parece una pelotudez. El lerdo quiere largar recién
para marzo. Cree que es el momento justo. Y macana. El momento para
largarse con el adiestramiento es ahora.
Fredi se apartó el pelo de la frente. Ya había guardado la petaca,
cerrado la guantera.
-¿Pensás que te va a resultar difícil...?
No contestó.
-Oíme. Si en una semana te las arreglaste para empezar a escribir
más o menos bien, mira si vos, con tus huevos y tu polenta, no vas
a agarrarle la mano a ésta.
Como si le faltase aliento. Fredi dijo:
-Pero jete, usté lo sabe... Yo no sé leer ni escribir muy bien. Ojalá
supiera... Yo copio de las tarjetas.
Lumbrano controló la calle y de inmediato lo miró a los ojos.
-No saber leer ni escribir, a veces es un honor. No lo dudés.
A Fredi. que había desviado la mirada, se le cayeron un poco más las
mejillas; a Lumbrano, que doblaba con tranquilidad, se le alzaron,
duras, zanjadas las dos por un grueso pliegue.
-Sabés qué país sería éste si hubieran circulado menos libros, menos
revistas y menos dia-ruchos. Pero sabés qué país.
Iban por Espora, a cuarenta, cerca de Lanús.
(...) Cualquier resultado hubiera dado lo mismo porque Lumbrano bajó
a la calle, bordeó el baúl
de un Plymouth y, acomodándose la camisa dentro del pantalón, tomó
hacia el fondo. Entonces Fredi se detuvo. Y fue justo cuando terminó
de desenroscar la tapa, de bajar al asfalto, que oyó aquella repentina
y furiosa descarga en la voz de Lumbrano: Mirá, mira estos hijos de
mil pula. Mira si no hay que barrerlos a todos. Fredi aceleró, corrió
casi, la vista primero en Lumbrano. después en el alto paredón del
fondo. ¿Acá. pintadas acá. en la zona de Amando?... Mirá, ni uno va
a quedar. Que se preparen, que estos zurdos mal paridos se preparen.
Fredi no lo escucha. La pintada, auténtica, con letra grande y redonda,
decía: Qué pasa General, que está lleno de gorilas el gobierno popular.
El martes suspendemos Ranelagh. Estas se las tapamos todas. Todas
de acá a Temperley.
Fredi advirtió que le ardía la garganta y que ese malestar era intenso
como el del estómago.
-Dale, pasame la botella, aceita las tabas, no hay que estarse un
segundo quieto. Acá empieza en serio la nuestra.
Obedeció. Tenía un mosquito en el cuello, la corta punta de la nariz
afilada. Tenía abultado bajo los ojos, muy oscuro, un oscuro ceroso.
-Agarra, che. Ponete a tono. Carga las pilas y vamos.
Agarró, llevó el pico de la botella a los labios pero no tragó ni
una gota. Adelante, ya de espaldas. Lumbrano enfilaba hacia el coche
puteando nuevamente a los del paredón. Fredi dejó que el whisky saliera,
que le resbalara por la piel, que le corriese por el pecho y la camisa
empapada.
- Se mandaron las mil jodas los anormales. En estos cuatro años las
hicieron de todos los calibres. Pero la mil una es siempre la que
rompe el eje. acordate. Podes apostar lo que se te cante, estos no
joden por mucho tiempo más: son una boleta que camina.
Lo repitió a medias al poner el motor en marcha, lo repitió completo
a los dos o tres minutos, cuando, después de bajar los parasoles,
cruzó las vías en dirección a Pavón. Fredi. mientras tanto, había
abierto el ventilete, estirado las piernas y ahora, aunque la velocidad
no era excesiva, presionaba como antes los pies contra el piso.
-Se les acabó la patria socialista, se les terminó el desconche. Que
se preparen.
En las veredas angostas, a la sombra, podía verse, cada diez o quince
metros, a esos viejos en pantalón pijama, sentados en sus banquetas
de cocina.
-Mucho auto a Cuba, mucho ateo, mucho puto. Se hicieron el picnic.
Basta.
Escupía un poco, y la voz, decididamente afónica, lo obligaba a carraspear,
a tomar aliento a cada instante.
-Hasta algunas sotanas van a caer.
Fredi recurrió al escape de subir la mano izquierda al bolsillo de
los Particulares.
-Se les acabó. Se les encajonó la calle. Y para el pendejerío, los
forritos útiles, no va a alcanzar el kerosene.
En Pavón el sol enceguecía.
-Y agregá a los amigos, macho, y a los amigos de los amigos también.
Y en la calcinante luz de aluminio que parecía aplastarlo todo se
presentaron fugazmente el Beto, el Indio y aquel muchacho del Babi,
el de melena hasta los hombros, al que varios en vez de llamarlo Daniel
le decían compañero. No por otra cosa Fredi desprendió la camisa del
respaldo y tendió su paquete de Particulares.
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