Claudio
Martyniuk,
Al olor de Argentina.
Las pinturas chinas no sólo se hacen en rollos, sino que además se
conservan enrolladas. Los chinos acostumbran observar las pinturas
a medida que las van desenrollando, esto es, ven primero el extremo
superior y después, por así decirlo, “leen” hacia abajo, como lo harían
con un texto de escritura china. Así, pues, en un paisaje se ven primero
las distancias y el fondo y, por último, la parte inferior de la pintura
donde se encuentran, por regla general, los detalles arquitectónicos
y, cuando las hay, las figuras. Así, en un cuadro chino, se va de
lo general a lo particular, del “fondo” al tema mismo, mientras que
en la pintura occidental se aprecia lo circundante después de haber
observado el “tema”.
A. H. Brodrick, “La pintura china”
I
Platón en masa
Potencia política del saber
El progreso argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación,
de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de
algunos argentinos cuya única arma política era su superior clarividencia.
No es sorprendente no hallar paralelo fuera de la Argentina al debate
en que Sarmiento y Alberdi, esgrimiendo sus pasadas publicaciones,
se disputan la paternidad de la etapa de historia que se abre en 1852.
Tulio Halperín Donghi, “Una nación para el desierto argentino”
En la filosofía de Spinoza la imaginación se vincula a un costado
pasivo, sensible y empírico; configura series de imágenes, representaciones
y creencias, las que dependen de la experiencia vaga, del recuerdo
asociativo y de la fuerza emocional de las impresiones. En cambio,
el entendimiento se halla vinculado al orden de los conceptos y a
la potencia activa, la cual no domestica al lenguaje ordinario, sino
que en algunos casos ejerce sobre él la crítica (Dios, por ejemplo,
de imagen y semejanza de los hombres, pasa a ser el nombre de la naturaleza
y de la infinita potencia). Así, para el excomulgado, maldecido y
separado de la sinagoga, se trata de ejercer una crítica de lo sensorial
inmediato a través de lo intelectual reflexivo. En cambio, Hobbes
persigue disciplinar el lenguaje para eliminar errores (y esto, fundado
en una doctrina verdadera, conduciría a la imposición de una filosofía
oficial de obediencia obligatoria), a la vez que postula una continuidad
entre las percepciones sensoriales y el pensamiento racional (de aquí
que todo aquello que escape a nuestros sentidos sea radicalmente impensable).
Por eso en Hobbes, platónicamente, el mal hallaría origen en el error,
y por el error predominan las pasiones sobre el saber. Para Hobbes,
la educación es la palanca de la reforma; la educación reemplaza la
teoría falsa e impone obediencia a las teorías verdaderas.
Leicer Madanes en “El árbitro arbitrario. Hobbes, Spinoza y la libertad
de expresión” (Eudeba, Buenos Aires, 2001) hace del pensamiento de
Platón también el sustento filosófico a partir del cual se puede reconstruir
el pensar de Hobbes y de Spinoza, pero sus preguntas tienen otros
acentos: ¿Ser un buen filósofo es condición suficiente para ser un
gobernante legítimo? ¿Los filósofos acaso son los que conocen a la
justicia, bondad y belleza, mientras que la mayoría posee sólo opiniones?
Esas cuestiones platónicas, que originaron programas de crítica y
sustitución de creencias consideradas falsas desde un saber filosófico
–episteme que sería superior a la doxa-, se mantienen como un fino
hilo que preserva la tradición filosófica a través del establecimiento
de un espacio de posiciones posibles. Desde ese fondo, el pensar moderno
de Hobbes (Madanes se detiene en el “Leviatan”, 1651) y, bajo su influencia,
el de Spinoza en el “Tratado teológico-político” (1670), se alejan
del esencialismo que concibe a lo justo, lo bello y lo bueno como
dotados de una existencia en sí. Esas presuntas esencias devienen
preferencias subjetivas. El saber que se adjudicaban los filósofos
para concebir su superioridad, mentira. Y sin derecho a imponer su
saber al resto de los hombres, el pensamiento de Hobbes y de Spinoza
es concebido –y enseña a concebir a la filosofía- como en vigilia,
velando porque el saber –y aún la sustitución de creencias falsas-
no provoque daños. La verdad y la autoridad dejan, entonces, de ser
representadas como coextensibles; y quien tiene derecho a gobernar
no por ello conoce qué es justo. Se está aquí ante un Hobbes que espera
que las ideas circulen libremente, que ayuden a conocer las causas
de las guerras civiles y, así, a evitarlas, ya que –piensa- el conocimiento
ayuda a la paz. De ahí que todos deban saber, por más que la sabiduría
no sea fuente de legitimidad política. Platón, en cambio, había propuesto
que el filósofo se haga cargo del estado y que mantenga su poder contando
“nobles mentiras” –mitos- para que la gran bestia, la masa, apoye
–obedezca- a los gobernantes. La filosofía política de Hobbes no deja
de problematizar la vinculación entre saber y poder, verdad y autoridad,
aunque no trata de proponer un método para determinar la verdad sino
para asegurar la paz. Hobbes orienta la subida por una escalera de
libertades que se inicia con la libertad de conciencia, de la que
se eleva la libertad de acción -que incluye la de expresión-, luego
la de enseñanza y, por fin, en la altura mayor se encuentra la autoridad
soberana, la fuerza para defender ideas o para censurarlas (censura,
para Hobbes, en vistas a mantener la paz y no para sostener una doctrina
o teoría, ya que no es la falsedad la que lleva a la guerra). Así,
una teoría podrá ser verdadera o no; independientemente, podrá contribuir
o no a la paz pública. El soberano, entonces, será el árbitro que
aspira a lograr la paz y no a determinar la verdad, y la soberanía
absoluta será postulada como condición necesaria para la libertad
de expresión. Pilares de la filosofía política moderna así quedan
establecidos: (i) el poder de la ley se aplica exclusivamente a las
acciones, y no a los pensamientos de los hombres; (ii) la autoridad,
y no la verdad, hace la ley.
En el “Tratado teológico-político” de Spinoza, cima de la argumentación
en defensa de la tolerancia, la influencia de Hobbes es visible, pero
en lugar de la paz pública y el derecho del poder soberano, el principio
constitutivo pasa a ser la libertad de pensamiento (que aloja, en
su interior, a la libertad de filosofar), y de él se derivarán las
mejores consecuencias hasta para el mismo soberano. Spinoza, para
quien el deseo es la esencia del hombre y en las pasiones halla lo
común de los seres humanos, no reduce la política y la moralidad a
un problema cognoscitivo, y entiende que las ideas verdaderas sólo
son eficaces en la medida en que implican una cierta carga afectiva
que les daría potencia. En esta visión es utópico esperar que las
multitudes se orienten por un solo mandato de la razón, y así el consenso
se funda, más que en la razón, en opiniones y pasiones colectivas.
Más que la educación, serán las instituciones y las estructuras las
que favorezcan u obstaculicen el desarrollo de los miembros de la
comunidad. La filosofía no podrá –ni persigue- sustituir opiniones,
doxa por episteme (desde Platón se persigue la racionalización de
la realidad política, aunque la razón –como lo comprendió el anarquismo-
haría innecesario un orden político estatal). Lejos de una ética racionalista
que suele buscar razones para obedecer al soberano, su esfuerzo se
orienta a la realización de las potencialidades, concibiendo a la
felicidad como búsqueda permanente.
Reduciendo los problemas políticos a cuestiones de saber, la violencia,
la opresión y la desigualdad encuentran origen en la ignorancia y
en la falsedad, y solución en la educación. Una línea socrática une
a un Hobbes, a Hegel, Comte y Lenin, y en esa línea quien detenta
el saber deviene en legislador fundacional, en quien traza el horizonte
constituyente. Saber para constituir; saber qué y cómo, un arte, una
técnica que hace el artificio mayor, el artefacto más complejo: el
estado. Esta representación está sustentada en la racionalidad, efectiva
o posible, de la política y de la moral, y se nutre del poderoso anhelo
de adueñarse racionalmente de uno mismo y del orden social. Por el
contrario, de Maquiavelo y Spinoza se alimenta un abordaje que no
brinda un discurso filosófico de reforma del poder, que no reduce
la política a moralidad y que reconoce la irreductibilidad de las
pasiones. Spinoza le opone a la imaginación (pasiva) el entendimiento
(activo), y la filosofía queda como ayuda para liberar potencias encerradas
y para hallar la salida de laberintos. (Tanto Nietzsche como Wittgenstein
le asignarán al trabajo intelectual una capacidad de remoción de mitologías
y embrujos.) Spinoza no concibe al estado como producto del artificio
de la racionalidad, sino como resultado espontáneo de las necesidades,
deseos y pasiones que conducen a los individuos a convivir socialmente
y a organizar instituciones; y entiende que el derecho se extiende
hasta donde alcance la potencia (y en eso no hace diferencia entre
locos y sensatos), mientras que la razón es llevada hasta al límite
que impide transformar la potencia de otro. Desde esta perspectiva,
la multitud vive bajo opiniones, creencias y teorías, las cuales -desde
un punto de vista filosófico- se presentan como inadecuadas y deformadas.
Si, tal como lo formula Luis Salazar Carrión, en “El síndrome de Platón
¿Hobbes o Spinoza?” (Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1997),
Hobbes políticamente reduce la moral al principio de obediencia (y
Alberdi señaló que Rosas creó hábitos de obediencia), y Rousseau moralmente
reduce la política al principio de legitimidad (y R. Koselleck, en
“Crítica y crisis”, considera que el totalitarismo es el resultado
del esfuerzo de someter la política a la moral. Tal línea de fundamentación
ha sido recurrente en las diferentes dictaduras militares de la Argentina),
Spinoza desprecia a la tradición de construir modelos de política
ideal a espaldas de la práctica, rechaza de raíz la pretensión de
fundamentar el poder y persigue conformar prácticas razonables para
canalizar las pasiones comunes de los hombres asociados, para lo cual
considera necesario crear y remover instituciones y reglas a partir
de una dinámica pasional autorregulada y con el sentido de cumplir
con las prestaciones que la sociedad requiere (Luhmann o Negri podrían
ser los nombres de dos caminos teóricos que se distancian, habiendo
partido de un lugar de características similares).
Idolatría a las multitudes
En el desamparo organizado, las masas son objeto de culto por el progresismo
de ayer (el hegelianismo progresista que confiaba en el desarrollo
de las masas como sujeto) y de hoy (el pensamiento político italiano
que alaba a la multitud, a la cual, a diferencia del pueblo, se la
supone capaz de acción colectiva sin converger en el Uno y sin evaporarse
en direcciones centrípetas). Las masas tienen como cara subjetiva
a individualistas de masas; las masas arrastran cuerpos, contagian
como un virus; las masas -ya lo sabía Elías Canetti y lo deberíamos
saber desde su monumental “Masa y poder” (1960)-, provocan excitaciones
cinéticas colectivas, logran que, de repente, todo esté repleto (bien
lo experimentamos, una y otra vez: de repente, la plaza está repleta
de gente). La visión de las masas (mediatizada), la invocación de
las multitudes (idolatría), seduce y embota la reflexión, alimenta
las ilusiones de intelectuales y periodistas abstractos que comercian
(opinión, intervención, califican a la búsqueda de reconocimiento)
con las imágenes de la humillación.
Peter Sloterdijk ha probado su destreza en nadar contra la corriente,
en tomar la dirección opuesta, y eso mismo hace en “El desprecio de
las masas. Ensayo sobre las luchas culturales en la sociedad moderna”
(Pre-textos, Valencia, 2002). Desde la orilla del pensamiento, constata
la disolución del sueño del colectivo autotransparente y la persistencia
de un estado de pseudoemancipación desde el cual la masa descarga
su energía y elimina distancias (burguesas), se congrega ante sí y
para sí, aunque para el filósofo alemán ya no se expresa en asamblea
física sino a través de medios masivos de comunicación, porque ahora
se es masa sin ver a los otros, sin la experiencia sensible y alejada
de la intención de hacer historia. Por eso, se siente desprecio cuando
la casualidad –un embotellamiento, por ejemplo- hace una multitud,
salvo en los recitales y en fútbol, pero claro, en estos casos la
descarga ya no es política. Lejos, a la primera mitad del siglo XX
(y nuestra cronología, como todos sabemos, no es la alemana), relega
a las misas hipnóticas del líder político, un exitoso artista de la
acción que conduce a la masa hacia su existencia como sujeto; en esa
época (¿pasada para nosotros?) los lideres siempre se mostraban posando
para las ilusiones de las masas. Hoy las masas más que correr tras
la descarga, están ansiosas de hallar entretenimientos, y para eso
–y por eso- rinden culto al estrellato (para eso –y por eso- los políticos
se esfuerzan por brindar una contención emotiva pero mediática).
El relato de Sloterdijk describe el desenfreno y la violencia política
a flor de piel en la luna de miel entre el idealismo y la brutalidad.
Hanna Arendt pone el final: un salto mortal al primitivismo. Individuos
impotentes y desorganizados que se dejan dominar y alcanzan un desamparo
organizado, esos son los que perciben a la figura humana bajo el sello
de la insignificancia cósmica, como lo señalara Niklas Luhmann.
En el linaje de la modernidad, Hobbes proyectó convertir a la masa
en súbdita, haciendo de la subjetividad y la sumisión dos ideas convergentes
en un mismo punto: el miedo al asesinato, garantía de la autoconservación.
Spinoza, en cambio, fue el primero en plantear la cuestión de cómo
es posible el autogobierno de la multitud (vulgus que siempre tiende
a las representaciones sensibles, imágenes y sensaciones, siempre
ajena a la comprensión racional), internándose en la cuestión del
desprecio (en su Etica, parte III, definición 4, dice: “El desprecio
se suscita a raíz de la representación de una cosa que impresiona
tan poco al alma, que ésta, ante la presencia de esa cosa, tiende
más bien a representar lo que en ella no hay que lo que hay.” Esto
sería, señala Sloterdijk, el fracaso de un objeto en su intento de
conseguir la atención del alma). Un flash podría pasar de la sustancia
como sujeto (Spinoza), al sujeto como sustancia (Hegel), y de allí
a la sustancia vaciada y explotada que adquiere la forma completa
del sujeto (Marx). Pero ante esos relatos complacientes con su autosatisfacción,
Nietzsche reacciona con desprecio: desprecio por esos seres despreciativos
que permanecen indiferentes ante todo estímulo que vaya algo más allá
de los valores, deseos y comportamientos comprensibles para su mundo
autosatisfecho; desprecio resentido y minoritario, elitismo que, bien
lo sabe Sloterdijk, carece de horizonte político-cultural en los tiempos
en que el observador es un despreciador universal (otra vez la iluminación
teórica proviene de Luhmann). ¿Qué es este cuadro filosófico sino
el conflicto entre la horizontalidad y la verticalidad? S., siempre
en la dirección opuesta, defiende el infierno, la legitimidad perdida
de las jerarquías ante diferencias funcionales en la sociedad: “Hasta
ahora los filósofos sólo han halagado de maneras diferentes a la sociedad;
es hora de provocarla.” Por eso desprecia la autocosificación y autobajeza,
por eso interpela a las formas de intervención simbólica, por eso
camina junto a quienes perciben a la democracia como vivir la desigualdad
de otra manera. En esta época (para él, una época socialdemócrata)
“el talento y el genio pasan a ser fenómenos escandalosos para todos
aquellos que están obligados a vivir de las apariencias” (Luhmann).
Contra la seducción del fetichismo, el talento; pero es débil en un
mundo que ve todas las distinciones a la luz de la igualdad y, ahora,
de la indiferencia. “Donde antes había identidad, ahora debe existir
indiferencia”, y la masa, entonces, queda definida como una diferencia
que no hace distinciones (“hoy en día, la cultura marca todo con el
signo de la semejanza”, decía Adorno), por eso la masa presupone el
fracaso de hacer de uno alguien interesante.
Masa obliga en los deportes, la especulación financiera y la empresa
artística, por eso la jerarquía se sustituye por el ranking, y por
eso la envidia impulsa la competencia, la reivindicación de derechos
y el acceso a los lugares de privilegio (por eso tal vez los cacerolazos
deben ser entendidos junto a las acciones de amparo).
El filósofo alemán, crítico de los filósofos de congreso, parece exhibir
una nostalgia final: “La cultura, en el sentido normativo que, hoy
más que nunca, se hace necesario evocar, constituye el conjunto de
tentativas encaminadas a provocar a la masa que está dentro de nosotros
y a tomar partido contra ella. Ella encierra una diferencia hacia
lo mejor que, como todas las distinciones relevantes, sólo existe
cada vez que –y mientras- se hace”. Lejos ya de esas masas de carne
y gritos, de esas masas que hicieron nacer torrentes de adhesiones
y de rechazos emotivos, la critica a las masas deviene pensamiento
y política a partir de la diferencia. Allí donde la gravedad de la
masa fuerza la inercia, la reflexión se distancia, se demora, se aligera.
¿Elitismo? Observa y piensa. Critica la sustancialización, la idolatría.
Claro: ninguna multitud puede desarrollar una teoría de la multitud.
Esto requiere una cierta soledad, apartamiento, abstracción, distancia
(nunca una distancia concebida como ruptura). Más claro aún: la crítica,
la cultura en sentido normativo, necesita de la compañía. El filósofo,
como el escritor y el científico, construyen su propio mito. Y ese
mito es, quizás, más para los otros que para uno mismo. Así, el filósofo
alemán, lejos de asambleas y piquetes, critica y provoca no sólo desde
su libro/mercancía, sino también desde su programa en la televisión
alemana. Y es que la crítica de la masa o de la multitud no es propia
de un anacorita. (El retiro, el desierto, el encierro y otras figuras
del doble movimiento de alejamiento y ensimismamiento más intenso,
suelen ser como cimas desde las cuales se proyecta el nacimiento de
las voces que persiguen orientar el sentido de las multitudes.)
II
Otra vez pasó Junio
El zen y el arte de contemplar partidos
Sólo el juego ha logrado ser la metáfora de todo. Juego como forma
de vida, como aprendizaje, como imagen del lenguaje, como figura de
cada función social, como conjetura matemática del universo, como
adicción y como inspiración. El juego, actividad sujeta a reglas,
presenta todos las cuestiones filosóficas, y por eso hay concepciones
que ponen el acento en aspectos colectivistas y estructuralistas del
juego, mientras que otras lo hacen en los rasgos subjetivos e intencionales
del jugador. Desde la antropología política se ha diferenciado al
juego de la aniquilación, ya que el juego necesita y produce rivalidad,
cuida al rival porque sin él pierde su existencia. La aniquilación,
como bien sabemos, lleva a la desaparición primero de algunos jugadores,
luego de equipos enteros, después se aniquilan espectadores y, por
fin, ya sin reglas y sin experiencias acumuladas, todo el juego se
empobrece tanto que termina en la extinción.
Sofía y su mundo. Se trata de un mundo platónico, pero apenas insinuado
en el “Timeo”. Hay una esfera como modelo de otras esferas. Tierra,
cabezas redondas, esferas femeninas. Y el esférico, falocentrista.
Esfera sobre plano. Plano rectángulo divido en rectángulos. Y un rectángulo
se eleva sobre la tierra: es un artefacto, es la actualidad del arco
de Heracles. Estadios como cavernas. Hombres encadenados, ubicados
en un lugar contemplativo, sintiendo la huella de cada pisada que
se da en el césped perfecto. Hombres voluntariamente encadenados,
recluidos en la caverna ante las sombras catódicas. Hay mujeres que
siguen a los hombres, pero no Sofía. Ella observa.
Seiko. El tiempo, un Dios con mayúscula. Las estaciones se suceden.
El día y la noche, el Sol y la Luna. Las lluvias y las sequías. Las
bonanzas y las crisis. El nacimiento y la muerte. El ciclo sinfín
de la naturaleza, enseña Walt Disney en su clásico “El Rey León”.
Fifa, el dios del balón, controla el movimiento de la esfera. Cada
cuatro años regresa. Controla dónde y cómo será la epifanía. El dios
Fifa, voraz acumulador de rectángulos verdes de papel, se unió esta
vez –y como todas las veces, por un transparente interés-- con el
dios oriental Seiko.
Sueño. Palabras, melodías, colores y materiales se llenan de sentido.
La esfera mundial concentrada en el esférico. El cuero, nuestro cuero
adquiere justificación. La plata de nuestro nombre, la plata nunca
hallada por los españoles pero después igual robada, es la divisa
común. Y entonces, como en una reducción fenomenológica, y por un
inmenso esfuerzo de idealismo trascendental, ya eso, todo esto que
hasta ahora nos acorrala y revela, deviene en mera cualidad secundaria.
Mientras dure la puesta entre paréntesis, nuestra divisa, nuestra
reserva de talento, coraje, habilidad e imaginación se condensan en
una palabra que loado sea el desconocido que la utilizó por primera
vez para nombrarnos. Lo que no pudo la devaluada moneda circular,
lo que no logra el semicírculo parlamentario, sí lo hace la prenda
textil quién sabe donde fabricada, ésa que con gallardía visten los
jugadores (y gallardo es un adjetivo que se aplica a las personas
de hermosa presencia, esbeltas, erguidas y de movimientos ágiles y
graciosos; se aplica a las personas que muestran valor y nobleza en
su manera de actuar, particularmente en un mundial de fútbol). La
Camiseta como dadora de nuestra existencia. (Memoria: recordar que
hace un tiempo la moda excluía el uso de camisetas. Fueron tiempos
que derramaron el sudor.) Y la bandera flamea como la primera vez.
Hasta el himno mueve y conmueve. El sentido de nuestra historia y
de nuestra identidad aparecen entonces como en una visión: todo se
ordena, todo ha tenido el sentido de alcanzar esta meta. Es el sueño
que une. Adormecidos por unos días, intensamente fuera de este vacío,
en medio de la realidad de una fantasía colectiva.
Sangre en ebullición. Examen que mide la ansiedad y la tolerancia
a la impotencia. Tiene como preludio un himno y dos tiempos regulares;
más resultaría intolerable. Se inicia con la conexión. Hay ebullición
desde el inicio o no la hay. Se pueden registran aumentos graduales
de la temperatura del cuerpo y descensos radicales. El consumo de
líquidos es una variable. Tras la experiencia verdadera, algunas personas
se han topado con efectos visuales como los de Lucy in the Sky with
Diamonds. Tanto en el intervalo como al finalizar el examen, se advierte
la necesidad de poner en palabras ese mundo de sensaciones. Del testimonio
se pasa a la interpretación. El partido después del partido es disputado
por la intensidad de las sensaciones y el rigor de cada interpretación.
Se trata de lograr imponerle al receptor el contenido de las sensaciones
e interpretaciones propias, atendiendo al otro sólo en la medida en
que ello posibilite la expresión personal.
Sentir el pie. Gimnasia como acción a distancia. Desde la quietud
y pasividad corporal, desde un observatorio, ante una pantalla y sobre
un asiento, limitarse a imitar. Mimesis apropiadora, instinto de imitación.
Mover el pie, izquierdo o derecho según el caso, y hacerlo hasta ser
quien con su pie hace circular el balón. Y hacerlo hasta llegar al
final, hasta compartir el movimiento correcto o hasta suplir el error.
Sentir y mover un pie, el pie, llevarlo del error a la verdad.
Seguir a la pelota. Ejercitar la concentración, experimentar la capacidad
de abstracción, desarrollar la atención. Ir y venir con la mirada,
una y otra vez, disolverse en ese percibir que deviene mundo, que
es todo el mundo. Seguir a la pelota, hacerlo como forma de vida.
Ser una pelota. Llegar a la plenitud, a un vacío total, sólo aire,
piel y aire, inflados y sin nada más que aire. Una esfera perfecta,
incorruptible, imperturbable, exenta de crisis y de angustias. Ya
no hay verdad. Se es la verdad. Ser una pelota, ejercicio zen.
(14.5.02)
Bajo un tumulto glacial
En la mayoría de las personas que miran este paisaje se forma una
cápsula, máscara del vacío. ¿Es posible que no adviertan nada? Un
egoísmo extremo, la pereza, quizás sea la razón. Sin vergüenza de
sí mismos, de lo que los rodea, sin hastío ni desesperación. Ensimismados,
ausentes a la desaparición, invisibles a la sangre coagulada, a las
regiones de carne devastada, al agua que se abstiene de fluir, a la
desolación infinita. Por atención o por distracción extrema, arrancar
la cápsula, percibir todo eso agusanado, tomar el vacío entre las
manos, sentir a los cuerpos como parques abandonados, desalojados
de sí mismos, desaparecidos de la película de esta tierra. Y devorar
un pedazo de mano, de esa mano que no se levantó a tiempo.
“¿Qué es la cultura? Formación de la atención.” (Simone Weil, crítica
de los partidos políticos)
En una historia que no podría haber sido más vulgar, los partidos
políticos quedan sumidos en el descrédito, en una desconfianza que
abraza a toda la política. Como si ya no aspirara a ningún bien más
que al provecho sectorial (el sector de esos políticos). No hay atmósfera
de silencio y de atención en la que la crítica y el grito de protesta
puedan hacerse oír. Los partidos, ocupados en sus negocios, sólo perciben
ruidos. El político dice yo y se dirige a los otros como nosotros.
Ese yo egocéntrico, infantilmente egoísta; ese nosotros, retórico,
penosamente vacío. El político tiene algo de comerciante. Evoca la
propaganda, la oferta y el agotamiento propio de una liquidación.
El político se sostiene en el negocio. Entre tanto, crece el desamparo;
hombres y mujeres que entre la basura buscan alimentos; seres desgarrados,
con el alma triturada. Ellos están en la desgracia; mientras tanto,
los partidos de los políticos no le conceden audiencia, no pueden
reconocer esa realidad. Separados como por una muralla. Los políticos
no pueden experimentar el estremecimiento de horror ante sí mismos
que perciben los desgraciados. No escuchan, perdieron la capacidad
de ponerse en el lugar del otro. Mutilados, no oyen el grito, ciegos,
siguen haciendo daños. No perciben el dolor. Y ante ello, ya ni sabemos
cómo castigarlos sin herirnos. Todo como un decorado de teatro, salvo
para quien tiene una necesidad que le corroe el cuerpo. Tachos de
basura convertidos en restaurantes en un mundo sin obligación social
y de escasa caridad.
Tristeza, pobreza, fealdad, mentira, privaciones por curar. Aspirar
al bien cuando aspirar asfixia. Reconstruir la fidelidad, tras un
consentimiento libre. Retomar la legitimidad no a través de la elección
de representantes sino mediante un esfuerzo universal, desde donde
brota la legitimidad. ¿Cómo gobernar para conservar la seguridad de
legitimidad? Pero los partidos no piensan, ¿cómo podrían hacer frente
a semejante desafío?
Caída en el aburrimiento. ¿Qué esfuerzo se hizo en contra de la última
dictadura? ¿Qué atención se le prestó a los problemas políticos (corrupción,
ignorancia e insensibilidad de los políticos), judiciales (falta de
independencia de la Justicia, pero también falta de compromiso de
los magistrados, una falta correlativa a la limitada formación que
tienen), económicos (falta de trabajo, absolutización de la usura,
idolatría monetaria: el dinero, de elemento contable a juez y verdugo)?
Si la salvación llega de afuera, ¿qué le dará vida al país? Palabras,
moral, hechos: utilizar el potencial de revuelta, la pasión colectiva.
¿Cuál? Un pasado de cobardía y de servilismo. Un pasado donde la obligación
de tomar partido ocultaba la necesidad de pensar, de trabajar y de
coordinar esfuerzos. Aún languideciendo de tristeza.
(2.6.02)
En la enfermedad-crisis
Bajo el dolor, en esta llanura vacía de esperanzas la tristeza toca
los corazones y el desánimo se monta sobre antiguos gestos de soberbia.
Ya se recolectó todo. Ya todo se consumió. No queda trabajo, ese trabajo
colectivo que día a día debe arar los problemas y comprometerse con
las soluciones. En la llanura fértil domina la pobreza, la miseria
política; el presente es detención y el futuro se estrecha. Hasta
se esfumó la ilusión de una fiesta desesperada. Males y zozobras pesan
sobre nuestra existencia, la achatan, nos aplanan.
Enrique Marí, filósofo y profesor universitario fallecido el 3 de
julio del año pasado, escribió hace una docena de años un ensayo titulado
"Pensar la Argentina", y en ese pensar advertía sobre las largas pausas
en el análisis crítico reflexivo. También señalaba que la crítica
ácida, muy ácida, suele tener la forma de este país, forma que le
evita al interlocutor involucrarse, como si en este país fuéramos
todos observadores o meras víctimas. Por eso Marí denunciaba el limitado
uso de los pronombres persona les mi o nuestro país.
Se fue plasmando así una visión fantasmagórica, en la que los males,
nuestros dolores, pertenecen al orden de lo extranjero y caen sobre
nosotros, frágiles e indefensos, inocentes seres. "Enfermedad-crisis
en la que los sospechados son siempre los otros: las tinieblas adversas,
las oscuras maquinaciones que llegan desde los cuatro vientos, desde
afuera de los muros", escribió Marí, señalando así que "el libro de
la sociedad argentina habría que leerlo con los caracteres simbólicos
de lo atroz y de lo desesperante".
Esta perspectiva, esta auto-representación, produce sobre la sociedad
un plus de opacidad. Crisis-catástrofe que todo lo embota, pero que
en especial paraliza a la capacidad reflexiva. Su "vigorosa capacidad
para dinamizar el descrédito" detiene todo esfuerzo cognoscitivo como
si ya, antes de empezar, estuviera condenado al fracaso. Avanza con
frenesí la descalificación de la democracia, el autoritarismo -siempre
a flor de piel y en lo más hondo del bolsillo-, y la intriga; todo
riega y engruesa a las raíces de la crisis. Esas raíces sostienen
la decadencia de un país y el decaimiento de sus habitantes. La crisis,
entonces, de transitoria se hace permanente, eterna, insoluble, impensable.
Y el sufrimiento se cura con huidas, corazas que insensibilizan y
con pestes emotivas; todo en vano, todo finaliza con un dolor mayor.
Argentina, hogar de la crisis, espacio discursivo que potencia las
dificultades económicas, políticas y administrativas, que nos deja,
individual y colectivamente, impotentes y en la postración. En el
registro sociológico, el discurso de la crisis-catástrofe obstaculiza
e impide la comprensión racional de las dificultades que deben ser
removidas. Pero además produce un efecto perverso, devastador sobre
el trabajo del saber y del hacer orientado a solucionar problemas,
a transformar. Ese efecto perverso hace subjetivo al trabajo, llena
de desconfianza y de obstáculos a la acumulación intersubjetiva de
voluntades y de pensamientos, desalienta antes de empezar, descree
antes de saber, cansa antes de iniciar cualquier mínimo esfuerzo colectivo.
La ideología de la crisis-catátrofe se muestra, entonces, como inmune
a cualquier remedio. Esta más allá de la verdad, y propagandiza su
omnipotencia.
No se trata de negar la crisis, sino de buscar la salida de un mosquitero
que nos tiene atrapados como moscas. ¿Cómo recuperar la capacidad
de formular y discutir intersubjetivamente los problemas sociales?
¿Cómo salir de esta pegajosa sociodicea negativa que condena todo
esfuerzo colectivo al fracaso? ¿Cómo disipar el embrujo que hace que
se esterilice cualquier programa de aprehensión cognitiva de la crisis?
"La ideología de la crisis asume la forma mitológica del Eiris griego
o de la Discordia romana, la divinidad malévola que se complacía en
suscitar querellas y guerras, Madre del hambre, la miseria y la mentira,
de cabellos erizados de serpientes según Virgilio, hija de la Noche
según Hesíodo. Como Eiris, compañera de las Furias, la ideología de
la crisis convierte al disenso en discordia." Erudito camino tomó
Marí, el cual nos ayuda a saber que a la crisis real, a la crisis
que tanto dolor provoca, la acompaña esta ideología que nos envuelve
en la impotencia y en la hostilidad. Crisis y, además, recelo y hostilidad
hacia el otro. Crisis e ideología de la crisis dan como resultado
esta debilidad, esta entrega, esta resignación.
"Una pregunta como ¿tiene salida la Argentina? sería contestada con
un no por la ideología de la crisis-catástrofe. Pero esta respuesta
no apuntaría, en verdad, al contexto temporal del futuro en que la
pregunta se formula, sino al empeño de retornar al pasado no democrático."
Así concluía el texto Marí, y ese párrafo condensa toda la oscura
capacidad performativa de la ideología de la crisis-catástrofe, un
embrujo con el poder de conducirnos ciegamente a una geografía aún
más árida, a una hostilidad sangrante, a la desaparición del pensamiento
y del trabajo, a la hambruna y al frío más intenso.
(13.6.02)
A la espera de que se rompa el embrujo
Hombres y mujeres convertidos en maniquíes. Como ante una serie infinita
de espejos, uno a uno repite la acción; cada uno, sin cesar, imita
esa conversión. Maniquíes y espejos devienen mobiliario del mundo
por la eficacia de la imitación. Ya no se trata de sonreír porque
se le sonríe, aunque sigue siendo la misma transferencia de una conducta
del otro a uno mismo. Con las vivencias de un maniquí, el cuerpo se
impregna posturalmente de las conductas que percibe. Testigos de la
conversión en maniquíes viven la simpatía, y las conductas y expresiones
del otro son vividas como propias. Caridad del maniquí, que se confunde
con la situación.
De un cuerpo respiratorio a un maniquí. Respirando se obtiene una
experiencia inicial del espacio. El maniquí queda reducido a espacio.
Cuerpo ubicuo, el maniquí se hace presente en cada espejo, como si
fuera para cada espejo. Ubicuidad del cuerpo presente en el espejo,
prolífico en la representación, pero ¡ay! ¿dónde se siente? ¿dónde
lo sentimos?
Sólo el arte hace el vacío, un vacío capaz de quebrar el embrujo de
la imitación, sólo el arte es capaz de destruir el pasado dándole
forma, se dice y se confía. En el arte resuena la pasión de lo invisible
(Edmond Jabès caracteriza al libro como envoltura vacía). ¿Podrá tener
inicio en la banalidad del maniquí? Ante un pasaje del ser al no ser,
un pasaje repetido, el genio de la mentira, la poiesis del artista
y el efecto inverosímil, la latencia de la verdad desenredada; pero
en general, frustración, juegos fantasmagóricos, simulaciones y, finalmente,
más maniquíes, más extensiones áridas y madurez pueril que cubren
el embrutecimiento. Cavar, necesidad de lo inacabado, apartar al mundo
de esta tierra de maniquíes. Cavar, no escaparse, esconderse en el
arte (deslizamiento a la impotencia); cavar la tierra rocosa de una
comunidad ilusoriamente intensa, cavar la nostalgia fusional, cavar
y experimentar el afuera. Respirar aquel acre espesor, recuperando
la vivencia del espacio.
No tienen más que ir a ver con sus propios ojos
Así como en Arlt el crimen se corresponde a la creación y, como señaló
Oscar Masotta en su clásico “Sexo y traición en Roberto Arlt”, apunta
a cortar las amarras, en Cesar Aira ya la imagen es la del falsificador,
todos falsos creadores, algunos bendecidos por obra y gracia del azar
–tal el caso de Varamo-, y el poder termina siendo una creación que
no responde a ninguna intención. Es como la cercanía, y la distancia
a la vez, entre el universo de Bataille y el de Luhmann.
Si el tiempo histórico nos hace vivir en lo nuevo, el relato que pretende
dar cuenta del origen de la obra de arte, es decir de la innovación,
deja de ser un relato: es una nueva realidad, y a su vez la misma
de siempre y de todos. Los que no crean, no tienen más que ir a ver
con sus propios ojos.
Cesar Aira, “Varamo”
¿Una teoría de la literatura como parte de la práctica literaria?
¿La interpretación como parte esencial de la obra literaria? ¿La literatura
debería incluir una teoría sobre la interpretación de la literatura?
¿Toda interpretación sería una invención, y el lector un evaluador
de una obra que, al fin de cuentas, sería, en un sentido difícil de
esclarecer, su propia obra? Más en general: ¿El relato de una historia
hace historia? ¿La descripción de un estado de cosas construye estados
de cosas? Todas estas redes de confusiones, ¿efectos de saberes y
de ficciones, cosas hechas con palabras?
Interpretaciones como caminos que se siguen; interpretaciones como
percepciones. Deshilachadas rutinas jazzeras o asignación de un final
específico a cada obra; corte o disolución natural de lo que ha venido
siendo, como si cada tema proyectara su propia forma; seguir una melodía
acompañada por acordes o sumar varios planos melódicos independientes
y simultáneos.
Enunciar una regla (por ejemplo, enunciar una regla constitutiva),
enunciar una explicación basada en creencias sobre la validez de la
regla, enunciar una descripción de la regla: ¿fenómenos reductibles
unos a otros, que comparten un único punto de vista? ¿Acaso se barren
las diferencias metafísicas, ónticas, semánticas y epistémicas? ¿Serán
básicamente cuestiones de creencias, y esas cuestiones las últimas,
como si fueran creencias las que constituyen el fundamento de nuestro
conocimiento (fundacionismo)? Wittgenstein (en “Investigaciones Filosóficas”,
203) señaló que hay una captación de una regla que no es una interpretación,
sino que se manifiesta, de caso en caso de aplicación, en lo que llamamos
seguir la regla y en lo que llamamos contravenirla. Así, las interpretaciones
solas no determinan el significado. Así existen estándares.
No cuelga del aire la invención. Mueve el aire la invención (vuelve
nuevas sus razones y sus causas). Aunque una vez más explorar culmina
en embalsamar, y mil cosas quedan fuera del registro, aunque el registro
sea elefantiásico. Hay fluctuación. Trabajar una materia ingrata,
taladrarla, hacer ceder el terreno, que pronto deje de ser (y, tal
vez, que arrastre a sus ciegos habitantes, como en El reino que se
enterró de Henri Michaux, al pantano profundo donde vagan enceguecidos
y embrutecidos, drogados de miseria y de cansancio. En el pantano,
el lenguaje como un pozo innombrable, un párrafo por donde se filtra
todo lo excluido, que condensa todo lo inexplicado que sostiene a
lo sabido. En el pozo, una perspectiva que abarca todas las relaciones
y que explica cada paso. Si no me creen, como escribió Lautrémont,
vayan a ver.
(16.7.02)
Olsen
Observar el derrumbe desde Olsen, el restaurante de comida noruega
abierto hace apenas un año en Palermo, en ese Palermo pretencioso
y frívolo, de diseños que confunden precios altos con creatividad,
de ambientes que cobran promesas de plena superficialidad capaces
de ocultar cualquier cicatriz, cualquier fealdad, cualquier infelicidad.
Olsen: césped y abedules; un tinglado al fondo, su interior revestido
en madera, con una gran chimenea central. Cocina atrás, barra a un
costado; desde el otro se accede a un entrepiso, en el cual están
los baños. Vodka, penecillos, ahumados, tal la base diseñada por el
chef Germán Martitegui.
Hace un año, con mis hijas de 10 y 5 años, fuimos a la inauguración.
Fue una noche de viernes. Una amiga del alma es accionista de la sociedad
nacida para concebir a Olsen. Los fuertes sabores nórdicos no fueron
bien apreciados por mis hijas, a pesar del esfuerzo de las delicadas
mujeres que servían con cofia y vestido austero, de tono crudo y de
corte lineal. Finas copas para el vino, gruesos vidrios para el agua
y, para todos los colores de vodka, esos simpáticos tubitos de ensayo
de laboratorio de química de la secundaria. Mujeres de negro; hombres
de negro. En general, en cada uno de ellos se advertía una alta inversión
en cabellos, perfumes, calzado, pantalones, camisas y abrigos.
Ayer, jueves, se celebró el primer año. Atravesar la puerta de madera
que da al jardín está vez no fue tan fácil. Había mucha gente afuera.
Había dos empleados en la puerta, con papeles en la mano. Había listas.
Había personas que insistían una y otra vez, que no se convencían
de no figurar. Ya desde el jardín se veía una masa humana muy compacta.
El ruido crecía. El frío desaparecía. Fue difícil obtener la primera
copa y el primer bocado. Ya no estaban las chicas de traje luterano.
Como un año atrás, dos mozos llevaban alzado un largo tablón. Con
una arbitrariedad concertada, lo bajaban y lo subían. La multitud
se agolpaba tras los bocados. Masa de pan blanco o negro, cortada
en pequeños pedacitos, con queso o algún fiambre ahumado; una vez,
con una salchichita adentro. Agradable. Casi delicioso resultaba el
bocado, el primero, el segundo, el tercero. Cada uno mediado por un
intervalo. La distancia hacía al sabor. Porrones de cerveza. Botellitas
de champán Chandón. Todo a la temperatura exacta. Un muchachito de
baja estatura, con un porrón en la mano, resultaba ser un galán del
cine y la televisión. Una muchacha, con una casaca abierta se movía
en la escalera. Está vez sólo predominó el negro. Algunos recurrieron
a colores; varios se esforzaron por llamar la atención con la ropa
o con el peinado: no había otra forma de conexión, y por eso cada
uno era un objeto para los ojos del otro.
Incorporaron una máquina (no estaba en la inauguración). Proyectaba
imágenes en el techo y en las paredes. Cambiaba el color del fondo.
Parecía dirigir los poderosos focos. (Con un reflector oscilando sobre
mis ojos, la música rítmica, la gente apretujada, el espacio -que
supo ser comparado con un sauna- me pareció, sólo por un instante
fugaz, un campo, uno de esos campos.) Eran botellitas y la palabra
Olsen junto al logo del lugar las que se repetían en las alturas.
A la altura de los ojos, eran muchos ojos buscando ojos, mostración,
exhibición poco facilitada por la dificultad en circular. Eramos todos
objetos. Unos ridículos, otros soberbios. Mi amiga dice que jamás
vio tantos hombres bellos juntos. Música electrónica, primitivamente
rítmica, como dirigida por la misma máquina. Tal vez se bajaban o
subían las tablas de comida por indicación de la misma máquina. Tal
vez, en el año, todos nos integramos a esa máquina. La máquina crea
ambiente. Crea el ambiente creado por los hombres. Pero van, vamos,
al ambiente que crea la máquina. (Y la fugaz plenitud de estar a la
deriva como un objeto distinguido como tal por esos otros objetos.
Y ser una superficie para la proyección de imágenes. Y unir las figuras
de abajo con las de arriba. Y estar en esa unión sin pensamiento de
unión. Ya todos en el uno, y Olsen lo reunidor. ) Unos y unas, piezas
de esa máquina. Desde cierta distancia no se distinguen dimensiones.
¿Las figuras? ¿La máquina?
Hacía menos frío al salir. Ya no había cartoneros en las calles.
(30.8.02)
(Un año después
¿Cyborgs? Seres que unieron la carne al metal, lo orgánico a lo mecánico.
¿No son ellos una obra técnica? ¿tal vez un signo de que la evolución
técnica sea accesibilidad y fragilidad, imposición y predisposición
a la destrucción? Desde una presunta Edad Media y una lejana, ajena
e incomprensible creencia religiosa, desde el pasado superviviente
en el mundo globalizado, desde allí los medios técnicos del mundo
moderno se doblan, quiebran y aplastan.
Se produce algo atroz bajo el cielo más azul. Se repite. El mundo,
espectador. Es lo más visible y repetido. Reproducido por los medios
técnicos, por la televisión y la fotografía.
Unen sus cuerpos a aviones y destruyen torres (¿Babel?). Se destruyen.
Se funden sus cuerpos y sus extensiones -las alas de los aviones-
con su entorno -el acero de las estructuras-. Se aniquilan miles de
vidas. La velocidad y el calor, dan paso al humo y a los escombros.
Los restos, ocultos entre escombros.
No parece obra humana. Es otra etapa, diferente a aquella en la cual
un piloto desde un avión arrojaba una bomba ( etapa en la que luego
y quizás, una toma conciencia de la acción realizada originaba culpa).
Ya no hay distancia entre el ser viviente y la bomba, ya el ser es
el artefacto, ya unidos se destruyen para destruir.
¿Cyborgs? Como en una película del pasado, tras la venganza. Por el
chivo expiatorio. Por la sangre de los otros. Por más escombros. Implacable,
ciego, el mecanismo responde.
¿Cyborgs? Espectadores del nuevo ícono. Ya no el hongo. Es la chispa
que provoca el choque del avión con la torre, el fuego, es la nube
negra que avanza y que oculta (¿por cuánto tiempo?) al cielo azul.
¿Espectadores? Frágiles, tras un refugio. Aplastados, entre escombros,
casi musulmanes (musulmanes, los que estaban dejando el límite de
la vida en los campos de concentración del nazismo; los que no tienen
derechos y van siendo pura sombra).
18.9.01)
Libros insípidos (Outlet en la Rural=liquidación de libros y desaparición
de librerías)
Entre la mística y la psiquiatría, “De la angustia al éxtasis” de
Pierre Janet, (1926, FCE, México, 1991), estudia la conducta de la
emoción: la alegría y la tristeza, el vacío, el estado de inacción
morosa. Lo hace a partir de cuatro regulaciones básicas: el esfuerzo,
aceleración de la acción; la fatiga, un estrechamiento; la angustia,
que es un miedo a la acción; y el triunfo, que es un derroche de la
acción. Mejor, lo hace analizando a Madelaine, sus fugas, su delirio
religioso, su modo de caminar sobre la punta de los pies, los estigmas
de Cristo en La Salpetrière. De ella, su paciente por varios años,
son todos los textos aquí citados; de ella, la miseria como ideal;
más pobre que los más pobres, la pobreza, el sueño de Madelaine; de
ella también los estados de consolación, el desinterés de la acción
y la inmovilidad del éxtasis. Dice que “en esos momentos de luz el
alma oye un idoma que no es de la Tierra... Son cosas inexpresables
con palabras humanas...” Vuelta dulce la respiración:
¡Qué perfume satina el aire puro...! Yo estaba lejos de creer que
los olores fuesen tan deliciosos, no encuentro palabras para expresar
la dicha que he sentido al respirar los olores de la sala... en estos
últimos tiempos es principalmente el olfato el que ha tenido goces;
súbitamente he sentido perfumes desconocidos que me han embriagado.
Nunca había respirado esos olores deliciosos; añaden un encanto nuevo
a las voluptuosidades que tengo en la boca y sobre los labios.
Siente quemarse hasta la médula, se embriaga en un abrazo divino,
se entrega al fuego que a veces tiene la forma de luz interior. Adherida
a las cosas, unida por el delirio, los objetos devienen sujetos. Pero
en la desgracia, bajo el hastío queda envuelta en la sequedad y en
la inmovilidad, sin respuesta a sus suplicas, en la tristeza interior
previa a la tortura. Ya es el veneno, el olor infecto que se apodera
del país, y Dios, “único que podrá sacarnos del estercolero”. Extrema
desesperación luego de la extrema alegría, un sentimiento de vacío:
No sólo el cuerpo está aniquilado, sino que el espíritu se nos escapa
y el corazón va a morir. Todo es tinieblas en nosotros y fuera de
nosotros. El alma no ve más y no siente más que la nada en la que
parece que va a hundirse para siempre.
Maniatados en la inquietud perpetua, a propósito de nada, llevando
a una mezcla de tristeza y de inercia, bajo el letargo gimiente, en
el hastío. Tal vez un apetito de expulsión, la náusea. En el desconsuelo,
en la inactividad morosa, bajo la fatiga más intensa e infundada.
Tal vez un delirio de inacción, siempre un estrechamiento del espíritu,
y no saber de qué se tiene miedo, mientras todo muere. Melancólica
caída, reacción del fracaso opuesta al júbilo y la alegría que son
reacciones del triunfo (en el caso del júbilo, se trata de una reacción
exagerada y precipitada, sin la conciencia del juego). Inacción que
lentifica; melancolía que desemboca en huida del acto, en su supresión
y, por fin, en la supresión misma de la vida. Sentimientos simultáneos,
manos como las de un dios, piernas como las de cualquier animal; y
finalmente convertirse en tinta, ser una con ella, dejando de ser
solemne, perdiendo la grandilocuencia, abandonando la acumulación
de abstracciones, sin aspiraciones intelectuales, sin dependencia
de la riqueza, la reputación y el poder, eso que transforma a las
personas en cosas. Tal vez expresando alguna perfección a través de
la fealdad; sin lugar en el cual permanecer, envuelta en lo fugaz,
siendo la experiencia de un instante.
(11.12.02)
(Un año después II) Piqueteros
La Fundación tiene el agrado de invitarlo al cocktail de Fin de Año
que se realizará el día jueves 12 de Diciembre a las 21 en el Alvear
Palace Hotel.
Sabía que iba a estar Pablo y fui. Una copa de champaña al ingreso,
el saludo de una Directiva, la presentación del Director, la invitación
a pasar por la sede a retirar los últimos materiales. Y trajes azules
y grises, y corbatas ajustadas. Un destacado abogado del fuero llega
mientras el director me habla de un video sobre Alain Badiou que me
quiere dar; le presenta un juez al abogado y a mí me deja con un catedrátido
de psicología. ¿Serán de él los pelos? Parece un peluquín pajoso,
semilargo, desprolijo por contraste a la ropa, rígidos los mechones
de pelo, la barba punteaguda, tan artificial el anaranjado. Salido
de una obra de Witkiewicz, con nombre gallego, en un salón rococó.
Afeitado, con menos pelo pero más alto, con una mirada que se escapa,
el profesor: dio clases en las cárceles, tuvo a muchos alumnos que
también fueron los míos, nombra a personas que conozco. No lo conozco.
No me conozco en ese lugar. Un grupo de gitanos (hubo un actividad
con gitanos en la fundación). Ya me alejo, voy al fondo del salón,
solo. Enseguida aparece Pablo. Enseguida él busca a otro invitado
que estaría solo. La encontramos. El encuentra a más conocidos. Sushi
y vino para mí; más champaña para Pablo. De la nada surge mi ex editor.
Y se suman al grupo autores publicados y prontos a editar. Da vueltas
una mujer negra, es Africa y tanta belleza que, por compensación,
tiene un enclenque pasado en años y calvo. Lisa -la gay amiga de Pablo-
y yo vimos a la negra con los mismos ojos. Los ojos de Lisa casi no
los veía. Casi. Eran verdes (los míos son verdes). El pelo claro y
fino (el mío, igual); tirado hacia atrás, sostenido por una media
bincha de alambre. Flaca, zapatillas y pantalón ancho, de tiro bajo,
claro como la remera, de textura sintética. Escrita, fumando, bebiendo.
Todos tomando. Yo incomodado por un libro, con una mano inutilizada,
la mano que lleva “Las nuevas Mil y Una Noches” de Stevenson, la mano
que liga al príncipe Florizel de Bohemia, que me hace esperarlo acá,
en el Alvear, en el centro de Buenos Aires, tan lejos del bosque de
Graden y del pabellón de los médanos. Con Pablo, hablando de Wáshington
Cucurto, repitiendo a dos voces, para los otros, la historia de la
bailanta, del encuentro de Cucurto con la paraguaya que le ofrece
su máquina de hacer paraguayitos. ¿Pretendo lucirme ante Lisa? Atolondrado.
Discuten Lisa con mi ex editor: el pasado, los desaparecidos. A Lisa
no le gusta el tipo. Como ya no es mi editor, podemos hablar de romanticismo
eslavo. Desaparecidos. Me sorprende encontrar a Sergio. Le digo que
me da náuseas esta vez no haberlo visto, como todos los años, en la
marcha de la resistencia. Me dice que está vez tuvo un contenido mucho
más consistente que en los años anteriores. Náuseas por estar en el
Salón Regence y María Antonieta. ¿Quién paga? Tal vez haya una boda,
quizás un suegro. Y apariciones: un amigo profesor en La Plata que
hacía mucho que no veía; alguien que estuvo en la presentación que
hice hace poco del libro de un amigo, y ese amigo que al instante
aparece: es Luis, poeta, librero; con él, con su amigo -para mí Anaximandro
(mi ex editor –ex porque decidí ponerle punto final al rechazo de
mis textos- le va a sacar un libro sobre Anaximandro y la tragedia),
como para él yo era Wittgenstein (y él se encargó de mencionar que
en mi libro encontró muchos errores; le pedí que le enviara la lista
al editor ahí presente). Ya tomando Absolut con hielo y jugo de naranja.
Otro fugaz encuentro con el director: nos anuncia que al salón anexo
acaba de llegar una delegación de piqueteros. La Aníbal Verón en el
Alvear agradeciendo que la fundación donó un camión de materiales.
Desconcierto, cada vez estoy más atolondrado. Le pido al barman que
no me dé otra copa más. Al rato me desdigo. Ya la gente se iba. Se
fue Lisa; se fue Pablo. Con Luis, de postres, soñando con libros en
una mesa mientras el salón se vaciaba. Anaximandro y su editor, Luis
y yo: los últimos en salir. Vamos a un bar. Ese de la Recoleta cierra
ya. Vamos a otro. Caminamos. Tomamos. Vamos a otro. De un declive
a otro. Y repetía el adjetivo patético.
(13.12.02)
Abatimiento
Se expande una paz mortal en este fin de diciembre, en este, el gris
más oscuro del mundo. Confinado al diciembre argentino, en el tedio
del tedio, mientras se suceden piadosas invocaciones (¿o existe algo
diferente?) de los muertos en vida aferrados a sus posesiones. Amando
el mundo que odio, también en el tormento de mantener la vida, el
ardor sensual y sentimental, los hábitos, también la desesperada pasión
de estar en este mundo, en este olor de miseria.
Teoría, según F. M. Cornford, originariamente significaba contemplación
apasionada y comprensiva. Luego la metafísica salvaje se encargó de
achatarla. El salvajismo del truco de la ocultación, la apariencia
engañosa, el cultivo de la simulación, truco argentino sin teoría.
En esa simulación, oscilando del placer a la pesadumbre. En esa salvaje
ontología hay menos cosas en el cielo o en la tierra, hay menos personas
y menos sensibilidad. En ésa, nuestra filosofía, la ocupación es reducción,
y ella se hace socavando, debilitando, hundiendo, prescindiendo de
toda contemplación apasionada y comprensiva.
Hay menos cosas en los sueños que en el cielo y en la tierra. Eso
terrible es, además, redoblado por sueños terribles. Reducidos, esa
pobreza es doble, es miseria lo que guarda, lo que se exhibe, lo que
mueve y lo que adormece. No tardaron en aparecer las grietas de esta
construcción negativa. Ridícula creencia en el mundo del truco, el
engaño y la desaparición. Mórbida filosofía que sólo da cabida a un
murmullo, a un vago escape, al ensayo, a las piezas irregulares e
indigestas. Imperfecto y reprochable ensayo, arrebatado y apasionado
al contemplar.
(23.12.02)
III
Las palabras, las ideas y las desapariciones
Sentir, evocar
Pero nosotros, ante lo acaecido, ¿qué debemos hacer? En el sentido
estricto del verbo hacer, no se puede hacer hoy más que gestos impotentes,
simbólicos y hasta poco razonables… Cuando no se puede “hacer” nada,
por lo menos se puede sentir, incansablemente.
Vladimir Jankélévitch, “¿Perdonar?”
Ese sentir que disipa las nubes de una atmósfera de amnistía moral
y posibilita reconocer a la catástrofe como inscrita en todos, que
a todo lo socava. Y muchos creían que nada sucedía, y otros muchos
que nada se haría. Pero la mística de la indiferencia choca con el
horror renovado, con la ayuda que salva de la nada al pasado, que
lo hace sobrevivir. Sentir ya como re-experiencia de la sensación,
o mejor: como sustitución de una sensación faltante o trunca, que
no experimentó la desaparición que corría suelta y se multiplicaba.
Evocación que, previamente, exigió remover una propia intuición de
la realidad pasada, que necesita un dato mínimo, un olor, una materialidad
insospechada que abra el mundo desaparecido al presente. (Al invocar,
en cambio, se apela a un poder de la palabra que presentifica lo ausente.)
Una trama se hace de sucesivas y superpuestas manos de pintura, que
se tornan cada vez más oscuras y menos transparentes. Por fin, el
mundo pasado se suspende bajo el olvido y, tapado, no se deja que
intervenga en el presente. En la noche queda el pasado desaparecido,
en el paisaje sin coagular, en la atmósfera de putrefacción.
El método hasta ahora sólo se manifiesta como una condición fotográfica
y documental de la memoria y del sueño. Una estructura imperceptible
de realidad le presta la forma con que es posible aprehenderla. Sabemos
hasta este momento que el método exige que el encuentro con las formas
se realice en el ámbito de un sueño acerca de la realidad; o sea en
el ámbito que está situado del otro lado del espejo de nuestra sensibilidad;
del lado inconsciente o demencial en el que los secretos de la especie
se depositan o se revelan.
Salvador Elizondo, “Cuaderno de escritura”
La dificultad de imaginar gente, la dificultad de imaginar desaparecidos
(percibir al otro, condición para imaginarlo, pero el desaparecido
ha sido despojado de su materialidad: ya no puede percibir, y percibirlo
ya es percibir un eco). Bajo la hegemonía de pasiones tristes, presos
de ideas sobre un deseo alienado, pasivo, las visiones y las idas
inadecuadas expresan de modo mutilado la manera en somos afectados
por la desaparición. Un espejo ya no más que astillas unas al lado
de otras, que muestran su filo, que espejan piezas incongruentes de
un rompecabezas, que debaten las últimas intrigas de esta gran desesperación.
Mirar en todas las direcciones, y acariciar lo sensible con la inteligencia,
ligar la sensación y aquello que la produce. Pero es tan difícil como
raro.
Nosotros, hijos de Esma
La significación de la desaparición de los desaparecidos en los no
desaparecidos. La evocación de un desconocido indescifrable y, más
que el desaparecido, más que el desaparecedor, más que el vecino,
la evocación de lo sentido por uno pero más allá de la subjetividad,
en el encadenamiento de sentidos, en la inexpresividad. Ver, atender
y escribir no la psicología, sino la fisiología de este fenómeno,
de la experiencia emocional. De ahí evocar, hacer dispar esa experiencia.
Dispar con este ahora sin vitalidad, dispar con esta tristeza compasiva.
No es sólo la desmesurada magnitud de lo acaecido lo que excede nuestra
facultad de representación, sino también la ilimitada distancia subjetiva.
Mediada la desaparición, aislado y perdido el interés de reconstruir
el mecanismo en tanto que totalidad y por sus efectos últimos, quedamos
como arrebatados de toda capacidad de producción de una representación
de todo ello. Una capacidad ilimitada de desaparición se impone, se
nos impone en un fondo desde el cual se contrae nuestra, por naturaleza,
limitada capacidad de representación.
Y lo que es válido para la representación de lo acaecido, vale de
la misma forma para su vivencia. Oscuridad, menor visión, y mayor,
entonces, desproporción entre lo acaecido –lo producido- y lo representado;
se oscurecen las razones y las causas del oscurecimiento. Oscurecimiento
hasta la desaparición. Epoca de la desaparición es detención, empantanamiento
en el oscurecimiento y en la desaparición. Y nosotros, seres oscurecidos,
mantenemos en la oscuridad el oscurecimiento de nuestro mundo, mantenemos
en la desaparición a la menor sensibilidad y a la creciente limitación
de nuestra representación. La desaparición prosigue, se reproduce
incesantemente.
Un sentir insuficiente. Aumentan sus tareas, disminuye su capacidad.
Embrutecimiento como creciente insuficiencia de nuestra sensibilidad;
creciente desfallecimiento, desaparición de nuestra sensibilidad,
seguida no sólo por limitación de la capacidad de representación:
también desaparece el sentimiento y la consciencia de responsabilidad.
Así, sin traslucirse, la desaparición se expande libremente.
Bajo la experiencia de nuestra desaparición, sin experiencia ni representación
y hasta privados de cierta consciencia de derrota moral. Una desaparición
inconmensurable, máquina de la que somos simples piezas; hábitos de
máquina; piezas que confunden su aplanamiento con lo pulido. Aún bajo
la desaparición; no quedó en el pasado.
Representación (sentidos epistémico, artístico y político)
Indiferencia ante las dimensiones de la experiencia, quizás resignación
a que la profundidad se pierda en el abismo interno. Ante eso que
pasa se desvanece la autenticidad y la estabilidad intersubjetiva
de lo pasado. Y la fuerza de la interpretación –y a eso queda reducida
toda representación- se debilita (debilidad no necesariamente es erosión
de sentido).
Enunciados testimoniales, estéticos y políticos, unos puestos en contraste
con otros: esta perspectiva puede ser sostenida con la intención de
producir efectos en un campo diferente. Si se alejan unos de otros,
el horizonte de autonomía puede ser tanto el desarrollado por el positivismo
lógico como el propio del constructivismo luhmanniano. Las líneas
de fuga que, en sus recorridos contingentes, sigue el discurso también
pueden alcanzar un entre lugar.
Un uso de las representaciones ligado a la jerarquía y la vigilancia,
comienza a ser complementado por otro orientado al intercambio y a
la comercialización. ¿Cualquier uso descansa en la visibilidad? Visión,
sentido epistémico, dispositivo de control y de consumo, experiencia
transformadora, espectáculo que domina todo el campo de representación
(lo cual implica controlar el campo de lo desaparecido de la experimentación).
Entre huellas y sombras, en el vapor de las representaciones se producen
efectos, se imponen gustos, se ensayan simulacros; simulacros que
impulsan hasta el consumo de diferencias. El pasado, como diferencia,
representa la falta del presente.
Las vivencias, intensas pero efímeras, superficiales aunque referidas
a lo más radical. Todo consumido por una boca voraz que pocas veces
degusta, todo reconocido por el mismo ojo de empleado de agencia de
marketing. Pasado, objeto representado con nostalgia (impostura: el
pasado cuando fue presente solía concebirse como un lapso subordinado
a un futuro posible). Devenidos en museo, a veces el sujeto sufre
una fiebre histórica; la velocidad y la atención no son ni subjetiva
ni intersubjetivamente uniformes, pero todo al fin conduce al mausoleo.
En el museo, la representación compensa la experiencia ausente. Pronto
todo es vacío, materialidad hueca. Imágenes que encubren la ausencia
de imágenes adecuadas: post-memoria, inclinación monumental.
Flema al porvenir. Semejante a un proceso de embalsamiento. No con
un cadáver sino con un jirón de vida, con una vivencia. La representación,
una suerte de morgue que resiste la volatilización a los ojos de las
personas. Resiste, pero se vacía lo acaecido y los enunciados se mantienen
como una vaina que envolvía otra cosa. Pierde materialidad, pero la
representación –desmaterializada y sin densidad de ningún tipo- dura
y apunta el porvenir. Llanura-desierto sin noche ni día, bajo el deseo
constante de ser diferente y sin percepción de lo mínimo.
Vivencia de la ausencia (a cada día su propia angustia)
Según están ordenados y concatenados en el alma los pensamientos y
las ideas de las cosas, así están ordenadas y concatenadas, correlativamente,
las afecciones o imágenes de las cosas en el cuerpo.
Spinoza, “Etica”, Parte Quinta, Proposición I
Tomar una distancia pura, sin presencias, tomarla y desde esa lejanía
sentir el valor de las personas, sentir una sensación sin percepción,
sentir un sujeto y describir/corregir su unidad pétrea. Percibir ideas,
percibirlas con la idea de que granos y granos de sensaciones harían/
serían tal unidad pétrea. Experimentar un estado interno y utilizar
esa perspectiva como justificación: piedras como ideas de piedra,
como átomos que componen un campo inmenso, un campo de piedra. Piedras
duras, piedras causas, causas como camino poco diáfano. En el camino,
alucinaciones o ilusiones afectan a los estados perceptivos, y causan
que el dolor (acaecimiento objetivo ubicado en el espacio externo)
no tenga vivencia; hacen que ese dolor quede ignorado. Sin sensación
del dolor y sin conocimiento de él, sin vivencia de la desaparición.
Vivencias, entidades de naturaleza subjetiva, ideas simples; fenómenos,
que equivalen a apariencias; cualidades sensibles, qualia, y las expresiones
que componen el lenguaje serían, entonces, entidades subjetivas. En
una clara privacidad epistémica, la desaparición excluida del mundo;
y privados de un acceso privilegiado a las ideas de los otros, la
certeza –también esta certeza de la ausencia de vivencia de la desaparición-
quedaría reducida a una mera vivencia subjetiva.
Millones de seres realistas, para quienes el lenguaje y el pensamiento
representan un mundo objetivo, representaron y siguen representando
un mundo sin desapariciones. Mientras que una mínima cantidad de personas
–madres, en especial- formulaba y formula enunciados cuyo valor de
verdad era negado. Podía entenderse el significado de esos enunciados,
aún a pesar de que quizás no habrían sido, por sí, esos millones de
seres capaces de establecer el valor de verdad al carecer de los recursos
cognoscitivos necesarios (aunque sin duda podrían –y pueden- contribuir
a establecer su valor de verdad). Otros, antirrealistas, fabricaron
una “realidad” en la cual tampoco se admitía la desaparición; fábricas
de murallas al dolor. Tal vez unos y otros actuaron como si la relación
entre el lenguaje y el mundo dependiera de la que exista entre pensamiento
y mundo, un pensamiento que lo pintara todo ocultando su propia desaparición.
Ideas simples (como olor) y propiedades secundarias (color) que causan
ciertas sensaciones, pero ¿qué causa aquella vivencia ausente? Y si
las vivencias -y sus constituyentes- lo son todo, como sostendría
un fenomenalista, la corrección, remoción y ampliación de las vivencias
serían imposible si se le suma un internismo extremo (solipsismo).
Habría, así, muchas vivencias (y muchas vivencias ausentes), y tantos
“mundos externos” como ellas. Mientras tanto, los partidarios del
“realismo fingido” hablarán como si existieran ciertas entidades:
causas, términos teóricos y generalizaciones empíricas, a la vez que
el “internismo comunitario” proyecta a los acontecimientos reales
hábitos y reglas intersubjetivas desde las cuales sería factible describir
paradigmas de corrección y de desvío. Cada metafísica, entonces, una
diferente desaparición.
Significaciones primarias, sentidos. Significaciones secundarias,
referencias. Quizás tales significaciones primarias sean epistémicamente
privadas; más razonable resulta concebir a los sentidos como intersubjetivos.
Sin familiarización o conocimiento por contacto (conocimiento directo
que excluye el conocimiento de las características generales de lo
conocido, un conocimiento por descripción), ¿cómo presumir la existencia
de una relación entre los sentidos y los objetos reales por ellos
determinados (tal como la relación de designación o de referencia
que existe entre las palabras y sus referentes) a la cual llamar desaparición?
¿Así comenzaría una filosofía correctiva absolutoria?
(Filosofía correctiva: la Ley del Cra-cra, descrita por Ismail Kadaré
en “El Nicho de la Vergüenza”, que prohibe las tradiciones albanesas,
presentaba estas fases esenciales: eliminación material de la rebelión,
la fase más breve; eliminación de la idea de rebelión; erradicación
de la cultura; extinción o mutilación de la lengua; extinción o debilitamiento
de la memoria nacional.)
Tras un arma positivista, tras una teoría científica, un mecanismo
para predecir experiencias subjetivas, capaz de predecir el cambio
de vivencias, persiguiendo la desaparición de vivencias. El mundo
de objetos alojado en un fenomenológico cuerpo, unidad funcional de
sensaciones, unidad del mundo físico y del mental en una dimensión
mental; el mundo en la privacidad, todo reducido a sensaciones de
un individuo acerca de sus propios estados mentales. Creencia subjetiva
tal vez: un inductivismo pesimista que concibe a nuestras creencias
compuestas de mentiras y de falsedades, igual que las creencias y
los saberes del pasado, mientras un totalitarismo invertido hace desaparecer
sentidos a los sujetos, deja a los testigos sin sentidos y hasta sin
notas sobre sus pasados sensoriales. Alejado del externismo (falibilismo
para el que la certeza no es una condición necesaria para saber; y
el significado no sería por completo independiente de la verdad),
el representacionalismo internista asigna prioridad al pensamiento
sobre el lenguaje y funda el conocimiento del mundo externo en el
conocimiento de los propios estados mentales, en este mundo funciona
la máquina positivista de ingeniería agustiniana, que ubica objetos,
especies y propiedades en la mente, donde las cosas son ideas. Para
el internismo semántico, entonces, las expresiones que componen un
lenguaje significan básicamente entidades subjetivas; sería un representacionalismo
que hace del lenguaje un ideolecto, un fenomenalismo que sólo acepta
la existencia de las vivencias y de sus constituyentes.
Si cada nueva teoría sobre la desaparición cambia el significado del
término “desaparecido”, entonces no podría aprenderse más sobre los
desaparecidos, ya que cada descubrimiento vendría a ser sobre algo
de lo cual nunca antes se había hablado. A su vez, si los términos
observacionales poseen en sí mismos una carga teórica, entonces su
significado debe cambiar cada vez que se produce un cambio en la teoría.
¿Cómo aceptar, en este fluido permanente, los objetos postulados,
cómo asumir el compromiso ontológico? Tal vez se conozcan implicaduras
y significados estándar, que incluyan factores externos a la cabeza
del hablante.
Sin relación directa con los objetos percibidos, una máquina entre
nuestros procesos cognitivos y el mundo. Para la máquina, conocer
un objeto –o una persona- es distinguirlo de otros. Cada cambio referido
a objetos -o personas- altera el mundo de la máquina. Nombrar a una
persona por un término singular, más precisamente, por un nombre propio,
y esa referencia carece de sentido: su sentido es el individuo nombrado
(referencia, conjunto de características individuativas asociadas
a un término; referencia como significación del nombre). Desaparecido
el sujeto de las vivencias queda el nombre. ¿Desaparece el sentido?
Sin individuos, sin sus vivencias (quizás causadas por acaecimientos),
se reducen los “hechos” que componen la totalidad del mundo para un
individuo sobreviviente, desaparece la vivencia de esos individuos;
se concretan generalizaciones de aquello que conocimos directamente
(vivencias). Un sujeto privado de conocer por contacto. Sujetos privados
de conocer por contacto a sujetos desaparecidos. No reducidos a sus
vivencias (ellos, desaparecidos), no reducidos a vivencias de ellos
(vivencias de un sujeto referidas a un otro desaparecido): proyecciones.
Entidades proyectadas a partir, en último extremo, de constituyentes
de vivencias. Referencia, ya sujetos cuya existencia no se presupone
más que de forma inmanente en los actos de representación, ya no presencia.
Mudo de piel
Espacio que aloja al dolor. Espacio idéntico, de identidad y de identificación.
Espacio, suelo y cielo del sentir y del sentido. Desde allí, un oído.
También un espíritu y alguna vez un cuerpo. Espacio como piel. ¿Quién
sabe si son pensamientos los que conmueven o el camino arduo? Su cuerpo
se ha vuelto un caleidoscopio que a cada paso le muestra formas cambiantes
de la verdad. (Walter Benjamin, Cuesta abajo, “Serie de Ibiza”, abril/mayo,
1932.) Forma cambiante, alquimia de la narración que trasmuta al dolor.
Un dique el dolor para la corriente de la narración; ella lo logra
desbordar cuando tiene una fuerza tal de conducir todo lo que encuentra
en su camino al mar del olvido feliz. Sí, ¿no podría curarse incluso
cualquier enfermedad si se la dejara flotar lo suficiente, hasta la
desembocadura, sobre la corriente de la narración? (W. Benjamin, Narración
y curación, “Cuadros de un pensamiento”, 1935.) Sin corriente, en
el laberinto, ausencia de apariencia, desaparición, catástrofe en
permanencia: sin sentimiento que se corresponda, sólo con aureola.
La niebla como consuelo de la soledad. Y ciegos, sin ver la desaparición
desde adentro. Devenidos objetos, mercancías, trastos viejos que se
van heredando. Empapados en veneno propio, cadáveres bajo la luna.
Años ante una pared con la mirada apagada, con ojos privados de luz.
No fue espera. Se trató de un tiempo uniforme, sin acumulación de
experiencias y de sentimientos.
Solo. Con la conciencia de que no se puede salir de sí mismo. Se habla.
Se está solo. Se escribe. Se está todavía más solo. No se comprende.
Comprender es imposible. Dormir. Pero dormir también es imposible.
En la oscuridad se abren los ojos. Solos, reducidos a un mundo vago
de noche. Quizás un día se pueda respirar el aire. Quizás un día cese
la amenaza de asfixia. Solo. Y se escapa la risa. Reírse de este ser
ridículo. Reír ante esos muebles que no saben reír. Ante esos muebles
repulsivos, gente de un país malogrado, atentos a su perro, a sus
necesidades, a sus ladridos. Si es un hermoso perro. Si es un entorno
de perros. No fueron equivocados los sentimientos. Una planta no está
en la mentira.
No llevar flores. El perfume se evapora. En el aire, quarks, antimateria,
partículas de recuerdo. Enferma el aire. El tragar lo más sencillo
resulta atroz. Pasar el tiempo. Nada más. Dejar pasar. Esconder, dejar
invisibles las huellas. Hacerlo con cortesía. Que el sedimento quede
fuera. Ante la posibilidad de una distancia pura, sin presencias:
una sensación de miedo, fragmentos de una sensación en cada parte
del cuerpo. Sensación sin percepción. Intensidad de lo desaparecido.
Tener a la vista la desaparición, la invisibilidad e intangibilidad.
Ver la oscuridad rodeando cada saber, a las luces traspasadas por
las sombras. Aprender al arte de hablar con las cosas mudas. Mudar
en el tiempo como aprender la imposibilidad de controlar el mudar
del tiempo y, con él, de todo aquello que sostiene. Mudar, ¿huir al
vacío? Se propaga un horror paralizante ante el cual ni las huellas
de la destrucción se ven; se tienen a la vista aún pero no se miran,
nada dicen, no se oyen. Mudar, perderse en pensamientos, dejarlos
emerger, perderse para pensar, pensar y mudar.
Vapor que nubla el cerebro. Desvela. Tal vez silencia, conmociona
y duele. ¿Conciencia de un pasado? ¿Rituales de fabricación de antepasados?
Más lejano y más presente, más extensa y profunda es la raíz que liga.
Alejamiento de lo concreto, evaporación que es condensación en la
mudanza.
Muda de piel. Sentir con la piel muda. Piel ida que perdura, que reúne
experiencias como dentro de un halo. Encuentro y reencuentro de uno
con uno, piel como identidad, como hogar del nombre. Identidad como
representación; representación como metamemoria. Una piel como representación.
Piel más piel encarnada, representación y experiencia. Una piel para
muchos, la piel de la memoria compartida, piel que ampara relatos,
piel que se resguarda en razones. Piel trabajada por recuerdos y olvidos;
piel modelada por herramientas de límites insabidos. Una piel como
un perfume. La memoria como capacidad asociativa y emocional. Piel-museo,
espejo de una sociedad, frasco de sedantes.
Esma, sólo posible en una gran ciudad; sólo en una gran ciudad es
posible que nadie advierta la existencia de un campo de concentración
en su interior. En una gran ciudad de piel débil, más y más piel enmudece
y se evapora.
La escritura, semejante a un proceso de embalsamiento, procesa y convierte
olores en tinta. Una desgracia que se volatiliza es artificialmente
conservada en una cámara de papel. ¿Será capaz de hacer existir una
vivencia?
Sedimentos de sequía
Suspender el texto, como si no llegara a ser por las vacilaciones
y el arrepentimiento, por las refundaciones que lo hacen reversible
y que lo ligan a una ilusoria edificación de uno mismo. Abandonarlo,
como si sólo tuviera final acabado bajo la niebla más intensa. Percibirlo
ya como forma sin vida. Percibirlo ya sin sobreentender el universo
de experiencias que lo originó. Sombra de alejado sonido, espesa ausencia,
silencio prolongado, tumulto de ocasos.
El texto pertenece , cualquiera sea la circunstancia, a la soledad.
Es ajeno a una cierta agitación subjetiva en la que surge y a la que
alimenta. Y no representan nada, ni siquiera una presencia bruta,
y mucho menos la libertad de cambiarlo todo, pero siempre roza la
libertad, apaña gestos prejudicativo y subrepresentativos, hace correr
aire puro, densamente puro.
Un discurso de la impotencia teórica, propio de una distancia de todo,
pero el discurso no es más que el comentario y la negación de esa
distancia. Sin práctica ni objeto, personas que miran sólo proposiciones,
juego fantasmagórico, simulación mágica que le confiere consistencia
real a meras apariencias justificando su actividad en lo opuesto.
Escritura banal que no supera la banalidad. Que llena huecos del mundo.
Que hace huecos que no son bordes de mares y desiertos. Excluye a
los que deben incluirse. (¿Cómo hacer comunidad con los que no escriben
ni leen?)
Vacío en el vacío, tras otra textura, en medio de una llanura cuidadosamente
vacía de toda huella de ocupación. Se expanden los olores y vapores
de grasa quemada. Olfato y tacto en las antípodas del sentido visual.
La carne y el aire sostienen a estos órganos.
Pasividad radical
Desde la materialidad textual, con una repetición desemejante, como
si se fuera tras un testigo de aquello que no puede ser testimoniado,
escapando de una comunidad inconfesable, escapando en un tiempo sin
presente. ¿Cómo haremos para desaparecer?, preguntó Blanchot. Pero
ya no. Son esas palabras las que toman lugar en esta pobreza, en este
vacío, en este lugar sin contexto. Y todo remite a un exterior nunca
presente en sí mismo, a un tiempo ya ausente, a un pasado sin retorno,
a un futuro que nunca llega. Reducido a la experiencia de la ficción.
Para la concepción agustiniana del lenguaje, las palabras significan
estando en lugar de las cosas (y están en la mente, donde las cosas
pasan a ser ideas). Pascal señaló que la figura es la presencia en
ausencia. La escritura, práctica de una ausencia. Escribir para desaparecer,
para acercarse a la desaparición.
Un filósofo, dice Blanchot a partir de Bataille, es alguien que tiene
miedo. Ya fuera del cielo cartesiano, en el infierno de los campos,
aquí, cerca de Esma, ese temblor, esta náusea. Un murmullo del silencio,
una densidad del vacío; por allí deambulan existencias sin ser que
aún acompañan miméticamente a la desaparición (existencia sin existentes).
El desastre tomó sentido (imposición de un no-sentido) y tomó cuerpos.
De la luz excesiva sólo queda lo auténtico: la ceniza, señaló Walter
Benjamín. Esa luz: imágenes del exterminio y el kitsch del holocausto,
mucho más que la oscuridad. (Primo Levi calificó a las poesías de
Celan, salvo “Fuga de muerte”, como oscuridad estetizante, ya hastiado
de elogios que hablan de que esos textos “suenan en el límite de lo
inefable”, cansado de “densos empastes magmáticos” y de “denegaciones
semánticas”.) Ceniza, no cultivo de la nada, no acompañamiento mimético
de la desaparición, huecos, agujeros de la experiencia.
Los periódicos, las revistas de actualidad me hacen oír, cuando las
abro, la indiferencia del porvenir, del mismo modo que se oye el ruido
del mar cuando se acercan a la oreja algunas caracolas.
Maurice Blanchot, “Falsos pasos”
*
Ver al lenguaje como una jaula, una visión exterior. No ver al yo,
inobservable (el sujeto no puede observarse en ninguna parte del mundo;
el yo no es un objeto). Las reglas no son suficientes para establecer
la práctica de respeto a los sujetos; también se necesitan ejemplos.
Nuestras reglas dejan alternativas abiertas y la práctica debe hablar
por sí misma. (Lejos de los ejemplos, bajo la insuficiencia de las
reglas, en la creencia de la elusividad absoluta, haciendo desaparecer;
tomando posesión de uno y otro, determinando su inexistencia, deshaciendo
su materialidad e identidad, sellando la imposibilidad de conocer
las propiedades de sus experiencias, bloqueando cualquier posibilidad
de conocer las experiencias de los desaparecidos. Desaparición, experiencia
privada, identificación privada. Fenomenología dictatorial, desaparición
incomunicable desde cualquier lenguaje privado. Privado, en el lenguaje
público, sin conciencia. El final de la tierra no está más lejos que
allí, donde se inicia la desaparición. El campo, no de rebaño, de
desaparición, infraestructura social. Ese espacio aún define.)
*
Una perspectiva local donde las experiencias no se describen como
algo dentro de nuestra cabeza. Y esa descripción subroga a su referencia,
de la misma manera que los signos proposicionales representan a sus
sentidos. Tal vez no más que quimeras que distraen a los desdichados
del placer de la tristeza
El blanco, ese ardor; lo negro como llagas, elementos simples, átomos
como sentido sin necesidad de recurrir al principio de contexto. Quimeras
que alivian a los desdichados del obstáculo semántico, del apego a
las palabras.
Disputas sobre la legitimidad de las imágenes que empleamos para describir
cómo habla del mundo el lenguaje. Quimeras que distraen a los desdichados
del agobio de la turbación.
Filosofía, tristeza resignada. Entrevé a través de un cristal oscuro,
representa el proceso de autodestrucción (qué necesario, qué difícil
tachar una palabra, una expresión ya enunciada), socava, labra hasta
el aliento, comprime lo sentido, reduce al máximo la percepción hasta
que la conciencia se disuelve (no por las fáciles identificaciones;
no por lo completamente otro).
Desde la más impura idolatría (imágenes en films y fotografías; también
en pinturas lingüísticas) se puede alcanzar la contención absoluta,
la desilusión de saberse autor, el sonido que crea el silencio, el
punto de vista en reposo, la actitud pasiva (actitud estética por
excelencia). ¿Quién ha mirado con tanta pasión hastiada?
*
Con los oídos embrutecidos, tal vez un sonido cree el silencio. Un
momento donde cese la expresión. Y yo, y yo, y yo, y a mí, y mis.
Rigor, preocupación por la brevedad, por la economía expresiva; captar
lo contenido, limitar el campo de visión para hacerlo más profundo,
para observar y atender, contemplar y escuchar para deshacerse de
este papel envolvente de vacío.
IV
Doscientos años
De un centenario a otro
Nada. En esto, ni mi Stevenson ni mi Sterne me daban claridad. Tampoco
la diaria conversación con gentes de moral frívola. Y cada mañana,
en la Facultad, en vez de encontrar a un maestro, a un hombre cuya
función es enseñar, encontraba a un señor o a varios, abogados, cuya
obligación presupuestaria era “enseñar”. Hombres vacuos, petulantes
y grises, sin sentido auténtico de la vida, algunos de los cuales,
en la Facultad de Derecho de Buenos Aires, hacían mofa ridícula de
su propia asignatura, prefiriendo a otra cosa menos miserable y más
decente exhibir ante los estudiantes el airecillo de un trivial ingenio
burgués. Y de estos hombres, yo me acuerdo, no me olvido. He visto
a algunos de ellos tener después mando en el país, levantar sobre
tantas cabezas de buena voluntad su perspicacia cínica de medradores,
demagogos y políticos. Y he sentido entonces, con terror, con miedo
de verificarlo, que el país que los llamaba podía parecerse a ellos.
Eduardo Mallea, “Historia de una pasión argentina”
Como si el cambio sólo fuera real en las películas norteamericanas,
mientras que el paisaje exterior y el universo interior quedan, acá,
moviéndose en la misma y cíclica dirección. Soñar, bailar, mientras
se rechaza al semejante. Todos tocados en la mancha de las conciencias
paralizadas, y cuando queda la compasión y el desprecio ya nadie se
toca. Y luego explotar: ¿cómo convertir el resentimiento en justicia?
Se extiende el esperpento en la marcha de seres que arrastran miseria.
Desde la habitación visual un muro impide percibir la alteridad, anula
la alteridad física y temporal, suprime la alteridad del pasado respecto
al presente (y en esta alteridad, hasta la velocidad de la luz dejaría
de ser constante). Produciendo ficciones (eso que hace del lenguaje
el supremo peligro) con vehemencia ontológica, sucumbiendo a la atracción
de las soluciones, ante la gravedad de la ideación (paliativo para
el ansia de decepción). Produciendo crisis (por la incapacidad crónica
para trazar y mantener una política fiscal razonable, por la sobrevaluación
cambiaria, por el cese del financiamiento y del ingreso de capitales,
por el sobreendeudamiento, por la ruptura del pacto fiscal de parte
del mismo fisco que permite la evasión de los grandes contribuyentes,
por la subordinación de las reglas generales a los intereses personales
de políticos, banqueros y empresarios, por la inoperancia política,
por las profecías negativas autocumplidas, por la desatención colectiva,
por la racionalidad utilitaria y egoísta, por las raíces y la costumbre
antropófaga), a la deriva, sin horizonte, quemando el parqué, consumiendo
las reservas, contando chismes, en torno a la basura.
Sin el camino cartesiano y el método para la inspección del horizonte
desde un comienzo puro y primero, el comienzo que no tiene tras de
sí otro inicio. Con mutilación y una fiebre casi imposible de articular,
en esta desesperanza, en el hambre, humillados, desesperados y desalentados.
Luego de dormir en vagos bienestares se percibe el extravío. Antes
silenciado, el extravío persistente –como el mutismo, camino del no
reflexionar-; sólo cesa ante una esperanza siempre más débil y efímera
que la pasada, cada vez más infundada. Cerca del bicentenario, sin
fiestas ni euforia, es armonioso el lamento.
(Cerca de centenario, Antonio de Tomaso -en Revista “Nosotros”, 1913,
incluido en Leumann, Borges, Martínez Estrada, “Martín Fierro y su
crítica, antología”, Selección, prólogo y notas de María Teresa Gramuglio
y Beatriz Sarlo, CEAL, Buenos Aires, 1980, p. 39- dijo que el Martín
Fierro no resonaba para los argentinos, “porque las ideas y sentimientos
de hoy han cambiado fundamentalmente con las transformaciones habidas
en el país: la consolidación de la propiedad y de la autoridad, el
preciso deslinde de los campos, la mejor organización de las policías,
el desarrollo de la palabra escrita y de las comunicaciones, el colosal
desenvolvimiento de la agricultura, actividad tranquila, tenaz y estable,
el oleaje inmigratorio que se ha transvasado en el cuerpo del país,
etc. De intento he mencionado cada uno de estos hechos. ¿Qué pueden
ser para los argentinos de hoy, aun para los criollos típicos -¡tan
pocos!- que haya en la campaña, para los descendientes directos de
Martín Fierro o de Cruz, la ‘partida’, el ‘contingente’, el ‘entrevero
con la polecía’, el comandante o juez de paz que requiebra y quita
la mujer al paisano, la ‘indiada’ y todos esos hechos que forman el
telar en que se teje la vida del gaucho legendario, su puñal y su
caballo? Todo eso pertenece a un mundo que se va, que tiene que irse,
si es que todavía existen algunos de esos rasgos, en las regiones
más bárbaras y desgraciadas del país”.)
Geografía rígida, seres llenos de noche y apenas educados, sin siquiera
el recuerdo de un hogar cálido, a merced de líneas de fuerza y siempre
en el fracaso. Intelectuales que una y otra vez adhieren a esas mismas
líneas de fuerza con la ilusión de orientarlas; que una y otra vez
fracasan, como fracasó Alberdi, como fracasan los economistas egresados
de las renombradas universidades norteamericanas, como fracasan los
que desde izquierda o derecha adhirieren a la fuerza del peronismo
para orientarlo y así orientar el país. Geografía del uso faccioso
del poder estatal, del quiebre del orden político, del personalismo
como rasgo de los movimientos políticos desde siempre, de la retórica
vacía y las tibias aspiraciones. Seres todos con capacidad limitadísima
de reacción, oscilan entre la pasividad indiferente y resignada o
la furia despectiva, destructiva, autodemoledora. Y siempre la misma
petulancia de la clase media (aun pasados los breves momentos de prosperidad).
Y los dirigentes tradicionales, una y otra vez, regresan, manipulando
el ingenuo nacionalismo (hoy herido). Y las actitudes políticas opuestas
se derrumban por su propia debilidad. Y el país termina pareciéndose
a ellos, a esos cándidos siniestros. Y la cultura de esas capas medias,
una ficción de refinamiento. Y caen y se suceden las modernizaciones
conservadoras que siempre hicieron posible la supervivencia de los
privilegios.
Y la ficción de la pura negatividad de la realidad que nos habita;
negatividad a ser dominada, nunca dominada y frecuentemente aceptada
en bloque, renunciando a cualquier transformación. Ineficaces las
verdades de los grupúsculos ilustrados; eso informe llamado realidad
siempre se desborda. Y siempre un colectivo que, como ya hace mucho
lo advirtiera Tulio Halperín Donghi, mantiene una ingenuidad infinita,
como la tenía cuando del desamparo rural llegó y recibió algunos beneficios
de la vida urbana. La eficacia del grupo dominante atrae. Y tanta
mansedumbre de millones de ciudadanos, sedados con apenas la voz que
transmite dosis de nacionalismo moralista, que endulza un pasado también
amargo. Siempre una existencia que es borrador de otro destino mejor.
Más amenazas que optimismo en los umbrales del segundo centenario.
Sin acumulación de experiencias y de saberes, cada generación contra
la otra. (Desaparecidos durante la dictadura; jubilados sin derechos
después; y ahora los chicos –ya que, como advirtió Ezequiel Martínez
Estrada del Martín Fierro, la paternidad espiritual desaparece y los
hijos son siempre huérfanos.) Sin ideas, los ideales cada vez más
vaporosos. En esta adolescencia mental, en este espacio culturalmente
vacío, en una Argentina de máscaras, propensa a la circularidad repetitiva,
a un fatalismo telúrico.
Eco de Raúl Scalabrini Ortiz en la habitación sonora: Todo lo que
nos rodea es falso e irreal, falsa la historia que nos enseñaron,
falsas las creencias económicas que nos imbuyeron, falsas las perspectivas
mundiales que nos presentan, falsas las disyuntivas políticas que
nos ofrecen, irreales las libertades que los textos aseguran. Pero
sin esperanza de alcanzar la predicada virginidad mental, simulando
y disimulando. Habitación desnuda, Argentina /doscientos años de qué
sirvió/ tanta gloria, tanto fútbol/ tanto vaciamiento, tanto vacío.
El desierto avanza. La noche y el frío apenas ayudan a sumar fuerzas
y resistir el desalojo. Ante los ojos, ante el enojo de multitudes
alojadas en distintas habitaciones, todo se vacía. La desaparición
prosigue.
El empleo del tiempo
La fecundidad espontánea de la Naturaleza no sólo ha hecho al hombre
confiado en la buena estrella y en la amistad influyente, sino que
lo ha incapacitado para organizar sobre un plan industrial la explotación
de su actividad de pueblo soberano.
Ezequiel Martínez Estrada, “La cabeza de Goliat”
En plena fiebre del dólar percibir a la Argentina raigal, su sin sentido,
el absurdo. Advertir la amenaza. El país y la ciudad, los recursos
naturales y culturales, rápidamente destruidos, como si sólo hubieran
tenido existencia en la sugestión (Murena señaló que se trataba, en
el caso de nuestra ciudad, de una construcción mortífera porque hace
mucho que abandonamos la ciudad interior). En manos del azar, con
multitudes heterogéneas que hacen lo único inmutable: crear series,
series que se suceden careciendo de un sentido totalizador, careciendo
aun de sentido fragmentario, sin interés por el cultivo y la edificación.
En la línea contable, en rojos patacones; en la línea de la lucha
por la vida, sin polis, por políticos y policías. Todo está más atrasado
de lo que estaba. Todo arrasado.
¿Habrá sido, como sospechó Alberdi, que la educación, la educación
superior, fue una de las causas del empobrecimiento permanente de
Argentina, por la dirección que ella da al empleo que sus habitantes
hacen de su tiempo y de sus actividades? No se logró que echara raíces
una cultura fundada en el valor del trabajo. Ajenos al esfuerzo y
a la atención, huyendo del sudor, en el goce embotado, tras el instante
evasivo o especulativo, sin esas nuevas costumbres, como llamaba Alberdi
al resultado de la lección muda del ejemplo que surge del silencio
fecundo de la vida privada. Todos los aparatos ideológicos en crisis,
por comenzar la familia, el hogar doméstico descompuesto y en general
inexistente, y también la educación primaria que a lo sumo se reduce
en una comida por cada día hábil, en los escasos meses de un ciclo
lectivo sin libros y con simulación de utilización de nuevas tecnologías.
La universidad, tan querida, casi reducida a entretenimiento, a mero
consumo de energía.
Buenos Aires, en el final del aire. Quien lo respire de ello muere.
Con los sentidos atrofiados. No es saciedad; eso se cura con variedad.
Es embrutecimiento, y la atención requiere comprimir lo sentido, reducir
al máximo la percepción sensitiva hasta que la conciencia despierte,
y esto no se logra por las fáciles identificaciones ni por lo completamente
otro.
Como si el final de la tierra no estuviera más lejos que allí donde
acaba un arma, o allí donde termina el valor de un billete. De una
quimera a otra, a la caza de vidas y de bienes, destruyendo, representando
a cada paso el monstruo despótico que uno y otro, que cada uno venimos
a representar en este simulacro de orden social en el que nunca nadie
confió plenamente. Sin la costumbre de seguir reglas, de compartir
reglas, con normas pisoteadas por unos en contra de otros, y otros
que reclaman lo inverso para hacer lo mismo, sin conmiseración, sin
intercambio de emociones.
(Una normatividad fundada en la hostilidad, en diferenciar al amigo
del enemigo. Otra, muy diferente, fundada en la hospitalidad. Ismail
Kadaré, en “Abril quebrado”, expone la ancestral y coherente costumbre
albanesa que carga de obligaciones a quien el azar le presenta un
huésped en su portal; entre esas obligaciones está la de vengar al
amigo asesinado dentro del espacio del pueblo en el que debía de ser
protegido por su anfitrión. La venganza -más que autorizada, obligada-
es proseguida hasta la aniquilación de familias vecinas. Y todo, en
origen, por la hospitalidad. O más, por el apego a las reglas.)
1976, el origen
Nada de política: estoy empachado con ella. Me da náuseas cuanto veo
y oigo. No es poco alivio poder distraerse, apartarse la vista de
tanta inmundicia y sangre, haciendo excursiones poéticas. Después
de haber renunciado por tanto tiempo a la poesía, estoy casi tentado
por desahogo, por desesperación, por no sé qué … a engolfarme todo
entero en ese mundo ideal. Vale más eso que revolcarse en la pocilga,
blasfemando y gruñendo, como uno de tantos puercos.
Esteban Echeverría, Carta a Alberdi
Desde ese origen de esta crisis cada vez mayor no se advierten ni
la inteligencia ni ese “argentino que se levanta” de Mallea, ese argentino
invisible que aspira a otro destino para el país. Unos, dentro del
desierto metafísico y presos de la angustia, poseídos por un vaporoso
“espíritu de la tierra”. Otros, en el camino ya transitado, mirando
con ojos desvelados, estancados o estacados. Todos sin brújula política,
bajo las nubes del cansancio, de un hartazgo derivado de la fraternidad
de la sociedad política en contra de la sociedad civil. La política
esa los hermana en el crimen, prosiguiendo el camino abierto en el
76. ¿Cambio de valores? Nadie se suicida como en la década del 30.
El Poder Judicial ineficaz como bajo la dictadura. Legisladores y
gobernantes como costos que derraman palabras vacías.
Y más, cada vez más cajas negras acumuladas en cajas inmensas. Cajas
que se derrumban, que guardan a generaciones divorciadas entre sí.
Acumulación, en las cajas, de las mismas esperanzas, las mismas pasiones,
las mismas frustraciones, la misma superstición, el mismo retardo
de nuestros ciclos. Resignación estoica para la muerte violenta. El
crimen no ha dejado de bailar tango, ese espectro triste. Y cada día,
menos trabajo, menos riqueza. Resignación, decadencia de ilusiones
y de falsos destinos de grandeza.
En mi país y fuera de él hay muchos hombres patriotas que están creyendo
todavía, que la edad de oro de la República Argentina está en el pasado,
no en el porvenir.
Esteban Echeverría, Carta a De Angelis
¿Cómo puede el pez cansarse del agua?
Una detención cuando todo estaba tan pulido. Lo rústico parecía en
vías de extinción. Sin embargo, como todo pasado, ese muestra una
aridez que se agudiza con la percepción del presente. Y siempre la
espera de la novedad, mientras las experiencias permanecen desunidas
como si no compartieran nada.
Y dejado eso así, abandonado por la desaparición del trabajo en el
campo del ruido. ¿Cumbia donde había rock? Sin diferencia, es todo
ruido que ausenta al silencio activo, audible, ecléctico. Sin ese
silencio tan necesario y capaz de implicar aun a los no presentes,
capaz de evocar a los que fueron hechos indescifrables al ser arrojados
debajo de este, otra vez, presente penoso que era, con ellos, futuro.
Disparidad. En una esquizofrenia espiritual, bajo la aguda sensación
de dos mundos opuestos. Un mundo de causas, otro de culpas. En este,
sin sujetos responsables, sin acciones y actividades con consecuencias.
¿Verdad y belleza? A veces grises impurezas, conjuntos vacíos, nebulosos.
Precisión. Precisión aún sabiendo que raramente la experiencia alcanzará
una forma expresiva plena. Precisión, acción finalmente decisiva.
Pero privados de la verdad y de la belleza, por la verdad y la belleza
del mercado. Oscurecidos por palabras que no dejan ver, como hechizados,
bajo una propensión. (De la misma naturaleza que la propensión que
dio a luz el mercado. ¿Propensión al trueque, la permuta y el intercambio
de una cosa por otra? ¿Propensión o norma? Imposición artificial que
ejerció la fuerza para vencer oposiciones, que cedió en parte a “contramovimientos
colectivistas” que desarrollaron una gran transformación fundada en
la defensa de intereses sociales básicos, en la reorganización política
y en la autonomía de las personas -estado de derecho.) Y sin contramovimientos.
Eficaz imposición de esta propensión al fracaso que desarrolla la
desesperación egoísta por escapar, por correr por delante de los otros,
por pasar por encima de los otros; propensión a estrellarse. (Propensión
decenal. En los años veinte, describió Karl Polanyi, “el pago de la
deuda externa y el retorno a monedas estables se veía como la piedra
angular; ningún sufrimiento privado, ninguna infracción a la soberanía
estatal se veían como un sacrificio demasiado grande en vista a la
recuperación de la estabilización monetaria”. Pero en los treinta,
se hicieron moneda corriente el repudio de las deudas internacionales
y las doctrinas del liberalismo económico. Otra vez igual, desde los
noventa. El ciclo de cambios en los ejes de la política económica
como el péndulo que mueve al estado y a la sociedad de un extremo
a otro, volviendo siempre con más peso, con menos energía, con más
dolor.) Más precisión. Testigos del dolor, millones de conciencias
son testigos, como si no fueran cuerpos-consciencias involucradas
en este mundo, como si este mundo no fuera imputable a todas ellas.
Precisión: una extensión despoblada de responsabilidad. Precisión:
un léxico pobre y una inteligencia torpe habían de ennegrecer el cielo,
el horizonte y las aguas. Todo ha perdido el color. Y el retorno de
lo mismo siempre es dolor, más dolor.
La propiedad sobre las cosas, la autoridad sobre los hombres, las
relaciones entre los habitantes, el tráfico de las mercaderías, la
familia, estaban sujetas a imprevistos cambios, como plantas recién
transplantadas que podían prender o morir.
Ezequiel Martínez Estrada, “Radiografía de la pampa”
De la conquista a hoy, ya más que ese 1933 en que E. M. E. culmina
su Radiografía, siempre pasar, extraer riqueza, hurtar y partir. De
los aviones se descargó el dinero que se lavó o se gastó en viajes
y consoladores electrónicos. Salió multiplicado, más sucio, sigiloso
y clandestino, con ceros agregados a la deuda del país. Y la mayoría,
como los indígenas en el pasado, rendidos, a los pies de delincuentes,
sometidos a sus exigencias, secuestrados antes del secuestro, desaparecidos
después de no desaparecer. Todos barbarizados en una escala de valores
apócrifos, marchando atrás de dólares, atrás de vidrios de pantallas,
sumisos, evasivos, conservando sólo aquello que exigía menos inteligencia
para conservar huecos unidimensionales. Siempre, la borrachera con
sangre humeante. Siempre, la imposición de imprevistos cambios. Siempre,
el dolor y la barbarie en crecimiento. Si hasta la lucha contra la
barbarie ha sido convertida en ocasión para extender el desierto de
la brutalidad.
Hunos argentinos
... ya no eran perros, sino chacales. Fue preciso organizar expediciones
militares para combatirlos. En pocos años retrogradaron centenares
de siglos.
E. M. E., “R. …”
¿Nuda vida? Todavía en el desencanto que lleva a destruir todo aquello
en lo que se confió. Entre el rencor y la resignación, los hijos heredan
decepciones. Errantes, de una decepción a otra, en el embrutecimiento,
en la miseria observada y cuantificada. Nuevamente, el vestido legal
sobre maniquíes apiñados, sobre materia inadvertida. ¿Identidad? Identidad
de señores embotados, de siervos a quienes la angustia y la explotación
no les provoca ninguna voluntad de cambio, ninguna reflexión. Sólo
picardía, sensualismo hedonista primitivo. De la boca al oído se contagia
la desconfianza y la angustia. Escombros, inmensa fábrica de escombros.
Se forjan escombros sobre escombros. Y siempre un recomienzo (refinalizando,
también siempre).
Saqueos que reviven saqueos, esos saqueos que estaban en cada acción
de las guerras civiles posteriores a la Independencia. Soldados que
saquearon: el general Paz recuerda a unos; los familiares de desaparecidos
recuerdan a otros. Policías que saquean. Hijos de la barbarie que
cultivan la barbarie. Hijos, entonces, sin infancia ni juventud; hijos
del empobrecimiento de la sociedad, hijos del enriquecimiento de unos
pocos.
1982 fue el final de las disputas armadas, pero el ciclo de violencia
–que se condensa en esa cifra, 1976- se prolonga en la economía, la
política y el derecho, y afecta directamente a la mayoría de la población.
Tras celdas de desesperación e indignación, bajo la sensación de riesgo
(las disputas armadas ya no son para tomar el poder, sino que se dan
dentro de una sociedad civil que se consume como en un eterno retornar
al estado de naturaleza), bajo la arbitrariedad, bajo la soberanía
del atraso. Es la pobreza arrojada con la que se cubre el país.
Aislándose en el aislamiento, con vocación de improvisar, sin gestar
ficciones capaces de construir otra realidad, todo se desvanece en
el estruendo de las palabras. Se abandona bajo la certidumbre de la
derrota. Se abandona la comunidad de los humillados, y el contacto
se reduce a la humillación.
Nunca se comprenderá bien la psicología del gaucho, ni el alma de
las multitudes anárquicas argentinas, sino no se piensa en la psicología
del hijo humillado, en lo que un complejo de inferioridad irritado
por la ignorancia puede llegar a producir en un medio propicio a la
violencia y al capricho.
E.M.E., “R. …”
Se anonadó a sí mismo
Supongamos ahora que esta mutilación irremediable sea obra misma del
torturado. Seguramente, no tendréis aún más que una idea muy burda
del remordimiento: en efecto, el remordimiento es un sufrimiento del
alma y no de la carne, pero habréis comprendido la calidad particular
de desesperación que se agrega, para el escrupuloso, a la irreversibilidad
de su mala acción. Algo irreparable va a existir por mi culpa; aquí
la complicación proviene de este acto positivo de mi libertad que
rompe una continuidad ya irreversible por toda clase empresas sin
retorno. Todo un mito de la Curación va a constituirse en nosotros
en torno de la necesidad nostálgica de compensar, de deshacer y de
nivelar.
Vladimir Jankélévitch, “La mala conciencia”
Sujetos pasivos de aquello de lo que fuimos espectadores, en la semi-conciencia
y con la marca del dolor -la impotencia- sufriendo, única manera que
tiene la conciencia para actuar sobre este pasado. Y sufrir, como
lo señaló Paul Valéry, es dar a algo una atención extrema. No hay
manera agradable de sentir la desaparición. La conciencia dolorosa
es apasionada, no es una conciencia intelectual (conciencia espectadora,
que contempla desde la máxima distancia hasta a la miseria extrema
y al dolor mayor), no siempre llega a ser una conciencia para sí (sólo
se logra a través de otra conciencia). No es ésta la conciencia de
la clase media argentina (en la conciencia de la clase media su amor
propio se apoya sobre la conciencia de ser la representante general
de la mediocridad filistea de todas las otras clases, y vive de la
conservación de todas las mezquindades; y vive en el temor, y pide
seguridad. No está vuelta hacia el pasado, por eso no siente remordimiento.
Es una mala conciencia que quisiera salir de sí, pero sólo a ella
misma encuentra, que siente repulsión, pero que no puede alejarse
de su propia imagen. No siente remordimiento, pero no puede evitar
la inquietud ante los problemas que rebotan y vuelven una y otra vez
sobre su desgracia. No tiene la consolación del saber, por eso no
pueden fijar la inquietud en las cosas. Se repliega sobre sí, pero
no disipa su agitación estéril. Crea una imagen ilusoria de su pasado,
y aniquila la posibilidad de remordimiento, y alimenta una vergonzosa
nostalgia. No. No hay remordimiento. No se odian a sí mismos). ¿Quién
se halla preso por el sufrimiento puro, por la enfermedad desesperada?
El remordimiento es la falta misma. No es arrepentirse (ello es siempre
posar un poco: la mala conciencia complaciente saborea su desesperación
como un espectáculo, coquetea ante un espejo, dice Jankélévitch).
Es estar, existir ante lo que no puede alcanzar un pensamiento de
regeneración, ante la
obra imposible de deshacer, ante la desaparición que prosigue. ¿El
olvido como remedio? Si el vacío, los huecos son la condición misma
de la memoria. Tal vez la maduración de la desdicha. Pero si siempre
es minimizarse y dejar que se atraviese el umbral de la nada. El dolor
no es un remedio. El remordimiento dice demasiado tarde aquello que
no habría que haber hecho. El remordimiento no dirige toda la conciencia,
sin embargo es un síntoma de curación, es vivir en la conciencia el
sufrimiento de no haber sufrido, de no haber impedido. El remordimiento
asfixia, está en la desaparición, es la conciencia de lo irrevocable
de la desaparición, es la imposibilidad de deshacerla. No es una miniaturización
de ese pasado, es la desaparición misma. No es una representación;
no es un regreso al pasado. Nunca desapareció, la falta siempre en
presente. No desaparece la falta, pero los individuos desaparecidos
fueron dejados en el umbral de la ausencia y de la inexistencia. ¿Cómo
decirlo diáfanamente si ya hasta las palabras son controladas por
el mercado, si la responsabilidad sigue desapareciendo, si el discurso
del liberalismo económico ha eclipsado al pensamiento político?
Los vicios privados no han sido virtudes públicas. La educación pública
no ha sido fuente de ciudadanos virtuosos. Obedientes ante el soberano
y crueles ante el semejante, la desaparición es el paso más radical
en la historia de los argentinos. Es, también, un extraño hápax: no
ha tenido, se podría pensar, más que una ocurrencia, y sin embargo
todo el pasado, este presente y aun el futuro están marcados por la
desaparición. Y sobre esta desaparición se sustenta Argentina. Oculto
el sustento, la desaparición todo lo arrastra, y hasta enterrará a
los que viven –y que quizás sean los únicos seres que sientan como
vivos- bajo la dolorosa estrella del remordimiento.
Atolondrados
Hijos o nietos de inmigrantes rencorosos –estos, desprovistos de valoración
social y de carrera política, pero con la adecuada ambición de respetabilidad
para llegar a ser “empleados” de clase media-, carecíamos de la alcurnia
de las “varias generaciones de argentinos” por detrás; así como tampoco
poseíamos, por un lado, la paciencia, la fraternidad y la lucha obrera,
y, por el otro, la violencia y el tremebundo humus del lumpenaje.
Dotados, por el azar feliz de lecturas novelescas, de cierta perspicacia
y delicadeza…
Carlos Correas, “La operación Masotta”
Sucumbiendo al horror que nos inspiramos, enterrados en el provincialismo
intelectual -que nuestra propia acción de enterrar ocultaba-, dejando
que la frivolidad y la corrupción reinaran en los 90 quizás como manera
de olvidar los fracasos de esa década previa en la que los hoy cuarentones
serviles pasamos los veinte. De Malvinas a la economía de guerra,
de la salida militar a la hiperinflación: todo preparó lo que vendría.
Y pasamos imperturbables, entre el crimen y la limosna; insensibles,
bajo algo impenetrable; corteses hasta el absurdo; atolondrados.
Tal vez César Aira haya sido el novelista de los noventa: utilizó
en sus relatos la maniobra de dar a entender que tenía algo difícil
que expresar, para tomar un camino indirecto, demasiado complicado
para no ser cierto; pero se trata –como lo confiesan algunos de sus
personajes-- de mentir con la verdad (y viceversa): mentir con la
verdad y viceversa: tal el gesto de los noventa. Una ironía superficial,
autocomplaciente, pasatista. Y un desenlace precipitado. (Diciembre
de 2001 y el enero siguiente son equivalentes a los finales de la
casi totalidad de novelas de Aira escritas a partir de “La liebre”.)
Un final gratuito, una agitación insensata.
Siempre la desaparición como sostén, como avance, pero sólo un loco
podría adoptar lo real de esta realidad. Persistiendo, entonces, en
la inocencia: ahorristas inocentes, turistas inocentes, empresarios
inocentes, banqueros inocentes, políticos inocentes, empleados y gremialistas
inocentes, docentes inocentes, curas inocentes, policías inocentes.
Ideas, prédicas inocentes: discursivas y reflexivas, afirmativas;
deshaciendo lo equívoco, lo sospechoso, lo polivalente, lo exasperante;
haciendo sentir que algo definido puede hacerse: así se descendió
a la fraseología, la mutilación, la unilateralidad, la repetición,
el entristecimiento; así se transformó el ímpetu en hastío. En libros,
periódicos y aulas el entendimiento se escindió de los afectos. De
libros, nuestra delicadeza que choca tanto con la crueldad, que se
parece tanto al embrutecimiento.
V
Ensayo y ficción
Intuición y mitología en Martínez Estrada
Quien, soñando, dijera “sueño”, por mucho que hablara de un modo inteligible,
no tendría más razón que si dijera en sueños “llueve” cuando está
lloviendo en realidad. Aunque su sueño estuviera en realidad relacionado
con el ruido de la lluvia.
Ludwig Wittgenstein, “Sobre la certeza”
De pura retórica y gratuidad son acusados los ensayos, de hundirse
en sentimientos y dejar la razón vacía, que conmueven sin construir
nada. Aunque sus palabras estuvieran relacionadas con el mundo. El
ensayo, desierto que rodea al saber y se le insinúa en sus entrañas
hasta vaciarlo de certeza. Si logra mostrar lo visceral como arena
que se escurre, jamás podrá desplegarse desde esa misma fuente desnudada;
consecuentemente, no buscará un fundamento para el vacío que halla
en las tinieblas de las certezas. ¿Acaso sería pertinente reprochárselo,
reducirlo a la más abominable literatura o, peor, a forma hueca de
racionalidad, a morada de la sensibilidad y refugio de la contemplación
pasiva? Como si fuera posible construirlo tan cerrado en sí y a la
vez con el extraño poder de fascinar desde una ilusión que asfixia
al conocimiento de la sociedad en la trama de la eterna repetición,
a la vida en el destino, a las fuerzas que pugnan en fatalidad regresiva
o estados de ánimo. No, no es atracción ciega; cuenta con una capacidad
de atención y de narración, pero ciertamente esa capacidad que sólo
se concreta en escasos ensayos. Por eso poco vale el hablar en general.
Juzgado por desviada ficción que se cierra al despliegue de la historia
y la sociología, por mera comprensión esencialista que nada explica,
Gino Germani, héroe modernizador del conocimiento social en el país,
desde la revista Confirmado del 16 de julio de 1965, sentenció: “Hice
un análisis de toda la obra de Martínez Estrada para ver que había
en ella de rescatable. No hay casi nada.” Juan José Sebreli, en “Martínez
Estrada. Una rebelión inútil” (Catálogos editora, Buenos Aires, 1986),
señala que “las idas de Martínez Estrada no eran sino metáforas y
exclamaciones.” Intuitivismo lírico, irracionalismo telúrico, fatalismo
spengleriano, mesianismo apocalíptico, novelista frustrado, tales
las tachas que le formula Sebreli desde una retórica del rigor que
excluye del discurso racional a todo lo que huele a poesía, ficción
y expresión. La pestilencia del ensayo, ficción que además de no explicar
oscurece.
H. A. Murena señala que Martínez Estrada se esforzó por superar maniqueísmos
y buscó las raíces de los problemas argentinos en toda la comunidad.
En respuesta, Sebreli señala que así se diluyen y dispersan las responsabilidades
por los males argentinos, favoreciendo a la clase dirigente. Emergente
del neorromanticismo que suele brotar de las crisis, Martínez Estrada,
en el severo juicio de Sebreli, “era un novelista que optó por el
pensamiento, que intentó dar forma lógica a lo que no eran sino mitos,
definir conceptualmente lo que no eran sino alegorías, presentar como
si fueran cosas y hechos lo que no eran sino símbolos y metáforas”
(op. cit., p. 18). Wittgenstein y todo lo que después sucedió en la
filosofía contemporánea, podrían invertir la crítica, hacerla implosionar;
pero ahora no se trata de esa cuestión sino de volver , como se vuelve
frecuentemente, sobre la obra de E.M.E., volver a ella para interpelar
este, otro presente de miseria, de desierto de ideas, de pobreza simbólica,
para reconocerlo desde aquellas imágenes ajustadas, para interpelar
de nuevo el por qué.
Entretanto, la pampa se pobló y su riqueza pasó a ser cada vez más
finita; el trabajo, la producción de valor, volvió a estar tan ausente
como en el comienzo. Y a la miseria se le oponen rejas, exclusión,
vigilancia. Un rasgo de miseria teórica en la práctica intelectual:
las fronteras entre géneros, las vigilancias y marginaciones; la exclusión
del ensayo en nombre de la ciencia. Ceguera ante la narratividad,
ante las ficciones que utilizan las teorías científicas, oscuridad
que ahoga la curiosidad ociosa (Thorstein Veblen), que obtura la eficacia
de la coherencia dramática. Es cierto: la coherencia dramática se
ha ido enriqueciendo con mayores y mejores fuentes y análisis; es
cierto que el estilo de narración tiende a ser impersonal. Pero se
olvida, se oculta o irrita que la barbarie del ensayista pueda consistir
en oponerse a la civilización de la conveniencia, a la imposición
técnica, a la autoridad constituida, al fetichismo del hecho; e invocando
a la ciencia -invocación pragmática de una figura retórica-, se deposita
el ensayo en el archivo del gulag, se etiqueta a la complejidad de
un relato con un exabrupto: puro intuicionismo.
El ensayo, como la ciencia y la novela, puede ser menos antropomórfico,
más opaco. Pero en la ciencia, como en el ensayo, aún anida la capacidad
de hacer mitos. E.M.E. es un hacedor de mitos, pero sus hábitos de
narración difieren de la mentalidad pragmática que asocia el saber
a una posible causa de cambio, que representa al cientista junto al
ingeniero o al revolucionario. El ensayista es un artesano, y bastante
desinteresado. Como el científico, no crea más que teorías sabiendo
poco de cursos de acción. Como el novelista, escribe ficciones, ficciones
independientes del realismo –o antirrealismo- semántico, ontológico
o fingido que filosóficamente la narración adopte. Interesados sí,
ingenieros y abogados toman en sus manos el conocimientos de medios
y de fines, y sobre ficciones y mitos edifican todo un mundo. Si el
ensayo, que trata de ser inhibido o que termina extraviado según esa
misma perspectiva pragmática, concentra espíritu escéptico y subvierte
la uniformidad de las prácticas de representación, ese ensayo sólo
por una bula papal podría ser excluido de aquello que usualmente se
llama conocimiento.
“Para todos pan, para todos rosas”, escribió Paul Eluard (Sobre “La
teoría de las ficciones” de E. Marí)
Mentitas. Bajo el aire de las ausencias, en el olvido del olvido transcurre
la tristeza de las generaciones sin maestro. Y sin maestros, ¿cómo
evitar que Wittgenstein o Foucault no sean cada vez más pobres, cómo
evitarlo en las aulas de Sociología, cómo evitarlo año tras año, sin
libros, apenas con fotocopias cada vez más desteñidas, en espacios
insuficientes, cómo evitarlo en una sociedad en la que millones de
personas carecen de sustento? Sin maestros, sin el sustento simbólico,
la miseria que es el presente se proyecta hacia delante. Bajo el aire
de las ausencias crece, entonces, la responsabilidad.
La sintaxis de Marí está llena de rupturas y estiramientos provocados
por entusiasmos y bocanadas de aire fresco, por el deshacerse de prejuicios
y estancamientos con un gesto siempre juvenil. No hay espíritu burocrático,
no hay rendición institucional. Reivindicaba a Wittgenstein, mientras
se enfrentaba a los académicos que aprisionaban a la filosofía, que
enjaulaban al pensamiento, que con alambre de púa delimitaban las
áreas del saber y consagraban la apropiación del territorio y parecían
empeñados en destinar todos los recursos a la esterilidad. Recordaba
la acusación de Zola, mientras la pasividad y la indiferencia eran
modos de hacerse presente la miseria. Pensador público, las clases
de Marí no eran un capítulo diferente a sus investigaciones, a sus
inquietudes. En el escritorio, en las aulas, también en el café: siempre
una similar agitación intelectual, siempre el mismo rechazo a las
imposturas. Escribía suponiendo libertad. Leía y pensaba ejerciendo
libertad. Toda su filosofía es una impugnación de los límites.
Tristeza por la falta de un maestro, sí. Pero hay vida en sus intervenciones,
en sus textos teóricos refinados, orientados por el placer de escribir
dialogando con ficciones, en la deriva de ideas, en la fuga temática,
en el mar de olas sutiles que se mueven apenas un lector abre uno
de sus libros.
El libro de la sociedad argentina habría que leerlo con los caracteres
simbólicos de lo atroz y de lo desesperante, escribió Marí. Desespera
el presente, atroz. Y cuando la esperanza se reduce a la venta de
mentitas, un libro, la lectura, el trabajo y la acción del pensamiento
nos pueden dar otro sabor, nos pueden acercar un horizonte perdido
Persa. La materialidad de las ficciones, un mundo en trance de formarse,
un pestilente aliento. Ficción, disparidad, no mera duplicación, diferencia
que amplía las experiencias emocionales, que puede –aunque no siempre
lo logre, aunque no siempre lo persiga- rechazar la empatía que apresa
y confunde. La materialidad que se esconde, la fricción lubricada
por fuerzas ficticias, que deja huellas invisibles, que tal vez abra
otro sendero para que prosigan por un camino diversificado los replicadores,
removiendo –o trasladando- una realidad de descontento.
Harald Weinrich recuerda, en el prólogo del libro de Enrique Marí
“La teoría de las ficciones” (Eudeba, Buenos Aires, 2002), que en
el azar cifra Lucrecio el desvío de las rigurosas trayectorias de
los átomos, un accidente del cual -según el poema filosófico “De rerum
natura”- nace la progresiva complejidad del mundo. Obra en progresión,
como gotas opacas que traslucen diferencias que se agregan al mundo,
que lo expanden o lo hacen más profundo. En un abrir la mirada, en
una indagación sobre los límites de la conciencia, el goteo semeja
un océano inabrazable; en la obra que lo representa se contiene en
fragmento, en fragilidad que suda una gota contingente, impredecible,
improbable. En la progresión, desde el cuerpo se forma, nace y se
hace lo incorpóreo, como el esbozo que deviene en obra, como una gota
fantástica, como un fantasma que pegotea y hace cosas con otras gotas.
Una sociedad asciende desde la brutalidad hasta el orden. Como la
barbarie es la era del hecho, es necesario que la era del orden sea
el imperio de las ficciones –pues no hay poder capaz de fundar el
orden con la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan
fuerzas ficticias.
Paul Valéry, Prefacio a las “Cartas Persas”
La acción de presencia de cosas ausentes es posible mostrarla, pero
gusta de la ocultación. El fantasma queda oscurecido, y cual fluido
que invocando la razón se cosifica, el artificio fantástico se naturaliza,
y la ficción, producto de la imaginación, se deniega. Se llega, en
el sendero que ya no percibe el camino que abre, al artificio de construir
naturaleza, y a pesar de los saberes y espejos disponibles, no se
observa lo que se hace. Tal vez porque requiere un desdoblamiento,
un salirse de uno mismo, una tarea que se descarta con premura por
todas las imposibilidades implicadas. (“-¿Cómo se puede ser persa?
La respuesta es una nueva pregunta: ¿Cómo se puede ser lo que se es?
Apenas se formula ésta en nuestra mente, cuando nos hace salir de
nosotros mismos ... El asombro de ser alguien, el ridículo de toda
figura y existencias particulares, el efecto crítico del desdoblamiento
de nuestros actos, de nuestras creencias, de nuestras personas se
reproducen en seguida; todo lo que es social se torna carnavalesco;
todo lo que es humano se hace demasiado humano, se convierte en singularidad,
demencia, mecanismo, necedad ... Las leyes, la religión, la costumbre,
el atuendo, la peluca, la espada, las creencias –todo parece curiosidad,
mascarada-, cosa de feria o de museo ...”, continuó Paul Valéry en
su Prefacio a las “Cartas Persas”. Para obtener esa perspectiva y
ese poderosos asombro, los llamados estudios culturales han debido
madurar largo tiempo. Como de visitante en su propia cultura, como
para desconcertar sus ideas y sorprenderse de lo que hacen sus políticos,
magistrados, e intelectuales; como para mostrar la fragilidad de la
más sólida construcción política, como fantasma que destila gotas
que cazan fantasmas, la obra del profesor de Yale Paul Kahn, “El análisis
cultural del derecho” -Gedisa, Barcelona, 2001-, señala que el estado
de derecho es un producto de la imaginación, es “substancialmente
una cultura de textos”.)
Esta misma opacidad de las ficciones, así como de su fuerza performativa,
es el objeto imposible de asentar y de asir que tematiza Marí en su
última obra, terminada meses antes de su muerte. Por tal imposibilidad
de totalización el texto es fragmentario, pero cada fragmento ejemplifica
un mundo. Un mundo se compone de gotas preciosas: más que literatura
y realidad, el péndulo del filósofo construye una puesta en tensión
de fragmentos de Zola con otros de Proust, el naturalismo y la evocación,
la experiencia y la memoria, y también la verdad y el poder -mejor:
el cuestionamiento que desde la verdad se le dirige, debe destinarse
al poder; el índice que en dirección acusadora sostendrá una subjetividad
que hará de la fantasía su divisa: el intelectual. En la segunda parte
de la obra de Marí, entre gotas ya de sentidos proposicionales, el
mundo, el pensamiento y el lenguaje se mueven en la sucesión envolvente
y sutil de los textos de Wittgenstein, y la crítica se dibuja como
la ficticia navaja que troza y disuelve confusiones, como la pluma
que, con eficacia simbólica, libera de embrujos. En el tercer segmento,
el derecho, y su compleja trama de ficciones articulada con profundidad
ya por los romanos, muestra la capacidad del artificio en manos de
instituciones –manos, por cierto, también ficticias. Un realismo romántico
recorre el texto, emerge con Herder, con el puente entre la teoría
del derecho y la literatura (comprendiendo también, y especialmente,
a la teoría literaria), esas islas que ejemplifican la escisión entre
la ciencia y la poesía, la técnica y el arte, y concluye con la puesta
en discusión de las refinadas tesis sobre el realismo de Michel Dummett.
En definitiva, son más papeles de filosofía para arrojar al alba,
como dijo el poeta, como repetía Marí.
Papeles para arrojar al alba, porque el hacer poético y el filosófico
se hallan hermanados por el mismo inútil indagar sobre los sentidos.
¿Para qué la poesía y la filosofía? ¿Para qué ese trabajo de escritura?
Para arrojar al alba. Una donación íntegra, desinteresada, desprendida
de las alternativas por venir; también una dimensión primera, profunda;
también las consecuencias contingentes, improbables de las obras,
todo ello al alba. En el alba se rescatan esos papeles cual monumento
del abismo que separa al creador de su obra, como ficción y realidad
que persiste al creador, a su intención, a su ocaso. En el alba, con
los lectores, la filosofía, los papeles, la poesía comienzan a iluminar,
perfilan el horizonte, acogen como si la atmósfera, el aire, la respiración
también se hicieran con palabras.
Banquete. De “Neopositvismo e ideología” (Eudeba, 1974) a “La teoría
de las ficciones” (otra vez Eudeba, pero en este caso con un impulso
ajeno al propio interés editorial y con el financiamiento de la Facultad
de Derecho de la UBA) es posible hallar continuidades. La política
en la ciencia, la ideología y la epistemología configuran, en un viaje
a través de los textos de Marí, el primer registro de contacto con
prácticas discursivas, representaciones imaginarias e interpelaciones
a la filosofía, y tal vez no resulte inverosímil suponer la supervivencia
de esas mismas cuestiones en el análisis de las ficciones; ¿acaso
de la atmósfera que envuelve la interrogación acerca de la verdad
de la ficción no surge el eco de aquellos lejanos debates estructuralistas
sobre la relación que mantienen ciencia, verdad e ideología? Cambian
acentos, desaparece la necesidad de impugnar al positivismo (una necesidad
vinculada a la inserción institucional, ya que los espacios académicos
de la UBA en las áreas de Epistemología y Filosofía del Derecho han
estado hegemonizados por filósofos positivistas), y sus proyectadas
reconstrucciones (como el programa formulado en “Elementos para una
epistemología comparada” -Punto Sur, 1989) van adquiriendo la forma
de un pluralismo perspectivista. Aparecen continuidades, como la mirada
exótica que dirige a la filosofía analítica –exotismo presente desde
“Neopositivismo…”, mientras que la cuestión de la verdad en la filosofía,
las ficciones ya en el discurso jurídico, y la condición cognitiva
de la literatura, recorren sus diversos papeles de filosofía.
“La teoría de las ficciones” parece reclamar una lectura desde “El
Banquete de Platón” (Biblos, 2001), el anterior libro de Marí: ¿acaso
no es ésta otra historia del control de los discursos, en este caso
del control de la narración, del dispositivo que regula la historia
como relato?; ¿acaso su último texto no es, como el discurso de Diótima
sobre el amor, una narración sobre la ficción?; ¿y no es la ficción
una matriz narrativa y también una máquina que produce efectos de
sujeción y también de expansión? Sin esencialismos, con cierto funcionalismo,
atrás de un cómo, sea referido al discurso filosófico -y el Banquete
es su ejemplar-, sea enfocado a las ficciones.
Sucede que en toda descripción hay implícito un relato: el del viaje
que debió hacer el autor para encontrarse frente al objeto que describe.
Cesar Aira, “Copi”
No desde la estética de la negatividad que dominó en los ochenta,
sin ironía posmoderna, sin liviandad, fuera de la moda y los etiquetamientos,
pero sin abolición de la distancia crítica, sin cesar de buscar intersticios
para criticar dogmatismos, sin cesar en el ejercicio de la torsión
que hace opaco el cristal de observación y así aclara. Hay espíritu
de ensayo en sus trabajos; también lo hay en su tesis doctoral, tanto
en el tema –tematiza una región en gran medida ignorada por los estudios
ius filosóficos-, como en la forma –su estilo no se sujetó a la estandarización
institucional. Quizás alguno sienta hoy, ante los textos de Marí,
el mal gusto del buen gusto, poseído por el deleite refinado que sobre
el mal gusto reclama el camp. Pero esa apreciación deviene en banal
apenas se perciba que hay algo en los de Marí de eso que confiesa
Maldoror, el deseo de convertirse en todas las cosas y seguir siendo
uno mismo: se convierte en Zola, se une a Wittgenstein, entra y sale
del derecho, y es Marí, lo es en la cita extensa, en el choque de
teorías y en los finales sin moraleja. ¿Acaso el final no es un tópico
textual? Y siguen los relatos del final.
Ficciones: cuando los sentimientos se vuelven algo, cuando lo invisible
se hace visible, cuando se revela la insatisfacción con lo que es.
Entre lo real y la imaginario, desde la indeterminación, la ficción
interroga a la facticidad, lucha contra la entropía, percibe al yo
como otro y viceversa, empuja la no-significación, hace chocar contra
la fragilidad de los límites, muestra nombres sin cosas. Pero la tentación
de brindar por las ficciones decae, tal vez quede en un cementerio
de entusiasmos si la asociamos nada más que al humanismo literario
y a su producto más trabajado: naciones edificadas por la eficacia
de unas lecturas compartidas por el público de lectores. La novela
del estado se ha hecho frívola, como es frívola la reforma constitucional
de 1994, narrando infinitos derechos para una población devastada,
tan sólo para que el soberano extienda su tiempo de soberanía, tan
sólo a cambio de nuevos organismos que nada corrigen, que nada mejoran.
Está en crisis la eficacia de la ficción, está en crisis la nación
literaria, diagnosticó Peter Sloterdijk, pronosticando cambios en
las normas del parque humano. ¿Pero no se trata de una sucesión de
ficciones, y al final de la novela del estado le seguirá el relato
de la ciencia y la tecnología, como al montaje del poder soberano
los efectos del biopoder?
Sí, hay afirmación de la potencia de la escritura, de la eficacia
de las narraciones. La literatura, la filosofía y el derecho actúan
como máquinas de contar relatos, de producir ficciones, de hacer creer
y de hacer extraño lo habitual. Hay reafirmación de la eficacia de
la escritura: por los textos seguimos conversando con Enrique Marí.
La presencia del olor ausente
Tal vez no más que otro contenido metafórico de tipo sensorial. Pero
tal vez, como con ojos y oídos, con el olfato se acceda a la representación
y a la teoría, y hasta se choque con lo intolerable. Sentido que para
Kant era inútil en los registros estético y epistémico,
el olfato es aquel de nuestros sentidos que está más cerca del aura;
el más adaptado a darnos de ella una idea o una representación. Las
alucinaciones del olfato son las más raras y las profundas de todas.
Léon Daudet, “La melancolía”
Obra de la química, obra de la configuración sensorial, obra de la
educación, los olores se presentan sin ilación. ¿Será posible sentir
un olor que no se pueda describir? ¿Cómo describir el matiz exacto
de este aroma que se percibe? Y luego, ¿será posible una reconstrucción
del olor percibido, hasta hacer, a la manera del “Tractatus”, una
teoría olfativa de la verdad, o hasta rozar el olor de la desaparición,
hasta recuperar el olor no sentido y también desaparecido?
Al rango de una cosa
Cuerpo-máquina, cuerpo-materia informe, cera tallada tanto para la
representación filosófica y la concepción médica moderna de los cuerpos,
como para la técnica política que conformó el disciplinamiento escolar,
militar y hospitalario para el control, corrección, sanción y orientación
de los cuerpos. Disciplinamiento concebido como capaz hasta de tachar,
borrar al cuerpo, hacerlo desaparecer, y con él se pretende hacer
desaparecer todos sus fluidos, todos sus olores y producciones, toda
su materialidad. Queda un fantasma del borramiento, de la opresión
del cuerpo hasta la nada (nihilismo: puente entre el poder soberano
que ejerce las técnicas disciplinarias con el biopoder).
Ensomatosis, caída en el cuerpo, diagnóstica Platón, dice David Le
Breton (en “Antropología del cuerpo y modernidad”, Nueva Visión, Buenos
Aires, 2002); y caen sobre los cuerpos guiados por un ingenuo materialismo
reductivista, así guían el proceso de reducción a la nada, como si
haciendo desaparecer cuerpos desaparecieran ideas, obras, sentimientos,
sensaciones.
El sentido del olor, que primariamente posibilita que un bebé reconozca
y se entregue confiado al olor de su madre que persiste en una almohada
o en un abrigo, es como un fantasma. El ritual de borramiento extremo
y radical configurado por la desaparición persigue el mayor distanciamiento
concebible con los cuerpos, el mayor voluntarismo técnico contra los
cuerpos: ocultar la desaparición, desaparecer al desaparecido, ocultar
al desaparecedor, desaparecer las responsabilidades. Desaparición,
irresponsabilidad, olvido; todo desapareciendo ante los ojos, todo
en silencio silenciado, con una distancia que impide el roce, con
un gusto empachado. ¿Y el olor?
En la progresión de la cultura, Freud señaló el desplazamiento del
sentido del olfato, ese sentido primero y primitivo:
La función de las sensaciones olfatorias fue asumida por las visuales,
que podían ejercer efecto permanente, al contrario de las olfatorias,
cuya influencia es intermitente. [...] En cuanto a la atenuación de
las sensaciones olfatorias, parece ser, a su vez, una consecuencia
de que al distanciarse el hombre de la tierra, incorporándose y adoptando
la marcha bípeda, vertical, los órganos genitales quedaron al descubierto
y necesitados de protección, con la consecuencia inmediata del pudor.
La erección del hombre a la posición vertical se hallaría, pues, en
el origen del proceso de la cultura, tan preñado de consecuencias.
La concatenación evolutiva pasa por la desvalorización de las sensaciones
olfatorias y el aislamiento de la mujer menstruante, al predominio
de los estímulos visuales, a la visibilidad de los órganos genitales,
luego a la continuidad de la excitación sexual, a la fundación de
la familia, llegando con ello al umbral de la cultura humana. ...
La tendencia a la limpieza se origina en el impulso a deshacerse de
los excrementos que se han tornado desagradables a la percepción sensorial.
Sigmund Feud, “El malestar en la cultura”, 1929, parte IV
Pero el olor de los propios excrementos apenas parece repugnante,
y en muchos casos ni siquiera se percibe. Poco se atiende al olor.
Mucho se embrutece la capacidad olfativa. Se persigue la limpieza
visual. La desaparición es básicamente visual. El olor, en cambio,
intermitente, sin hilación, parece ido, retorna, como fantasma, como
aura. A veces, cuando se insinúa, se utiliza a la química para limpiar
al campo olfativo.
Presuntamente bien abajo en el campo epistémico, el olfato conecta
la nariz con la lengua, en un circuito sensorial-simbólico. No es
que pueda concebirse a la percepción de un olor como causa de una
expresión lingüística; se trata de una metáfora. Se trata de dar cuenta
del no experimentar y del no tematizar. Y también de la regresión,
de la creación de nada y del aura pestilente de este hacer. ¿Pero
es sólo otra metáfora más?
Un relato trata del perfume humano propio, del cual está privado el
perfumista más refinado. Es la vida por el olor que le da individualidad.
En cambio, en esta negra realidad se trata de millones de mecanismos
indiferentes ante la desaparición, ante los olores de cada uno, de
cada vida, de cada muerte, de cada herencia, de cada fantasma que,
con su olor propio, el viento todavía lleva y trae sin consecuencia
alguna más que estos aires de decadencia cada día más pronunciada.
Y aquí se registra la alucinación extrema, la más rara y profunda
de todas, la persistencia de ese olor fantasmagórico que evoca a la
desaparición sin que se le preste atención, como si ya ni siquiera
importara la disipación. La apariencia ya se disipó.
Sueño y posibilidades, siempre imágenes. ¿Un sueño con olores? ¿Una
pesadilla pestilente? Una estancia que se edificó, y se edifica, con
la violencia de la desaparición, y su progresión es amenaza que desrealiza,
disipa sentidos, dispersa olores. Imposible desaparición absoluta.
El espectro, el olor, esta baires que en la oscuridad es puro tráfico
de basura, que a la luz es basura cultural, es podredumbre, aliento
pestilente inadvertido.
A través del aire, la impronta de la desaparición: así se conectan
fantasía y memoria, fantasmas con saberes. Es un proceso persistente,
que registra desviaciones, que a veces considera a un fantasma de
la sensación como realidad (déjà vu). El ensayo, con esa despreocupación
infantil advertida por Adorno, con su receptividad aún no castrada,
es capaz de elevarse al rango de frasco, es frecuente que busque él
mismo reducirse a reevocación, a forma inquietante, a objeto que,
agigantando lo ínfimo, se minimice, quede suspendido en el umbral
de la nulidad y despida algún olor. Fantasma del ensayo, poiesis que
hace presente lo ausente a través de la negación. La atención filosófica
suele centrarse en la tensión entre voluntad y razón. Esa voluntad
es necesaria para pensar, para pasar gracias al pensamiento de la
inmadurez a la madurez. La atención filosófica, como crítica, muestra
una voluntad de abrir la mirada, los saberes, los sentidos. Interpela
a lo útil, al valor de uso, desde el primado del don, siempre con
nostalgia por un valor perdido o inalcanzado y, cuando restaura el
valor de la inasibilidad y de la negatividad, hace presente lo ausente
a través de la apropiación misma de la irrealidad, como lo formula
Giorgio Agamben en “Estancias” (Pre-textos, Valencia, 1995). Ya negado
el objeto filosófico y abolida, por los virajes de la filosofía, la
idea misma de obra filosófica, se acaba por cosificar y mercantilizar
la actividad espiritual misma (el pensamiento de Wittgenstein, p.e.).
Como arte de la acción, en el ensayo, condensación de prosas poética
y filosófica, la sutileza del gesto, gesto como objeto que, producido,
mueve el aire, y así a veces –impredecible fragancia- torna inquietante
a lo familiar reprimido, se apropia del perfume desaparecido de los
sentidos.
Si por lo menos un balbuceo
Lo imaginario es aquello que tiende a volverse real, escribió André
Breton. Pero acá la renuncia a la imaginación hace que persista una
misma realidad, como si ya no hubiera ningún laboratorio de lo posible.
En un sentido es falso: hay algunos papeles, pero nacen archivados
por esa renuncia; hay ensayos, pero privados, reducidos al solipsismo.
Todo reducido a una misma tradición: la de la opresión, la de la crueldad,
la de la destrucción. Y sin contrafiguras ideales. La palabra sin
aire, sin aliento. La renuncia a hablar del mundo sensible. Y el pensamiento,
ya puro espejismo, sin curiosidad, autocomplaciente.
Esta pampa de hoy, con largos ecos que de lejos se confunden, con
gauchos de cartón sin derechos, al margen del futuro. ¿Cómo escribir
desde este lugar, en contra de esta visión; cómo hacerlo sin caer
en la superficialidad de la visión que con la máxima visión desaparece?
El lenguaje parece alejarse destruyendo cualquier posible transformación
de esta experiencia que es una pesadilla persistente. Todo se disipa
y desaparece, menos la violencia, la brutalidad, la miseria; menos
la carnicería y el hambre. ¿Cómo no escribir desde el escepticismo
que cuestiona cada dicho propio, que corre el riesgo de la autoanulación,
que se sucede sin fin ni efecto, en la pura abstracción, en la mayor
escisión? ¿Cómo escribir contra toda literatura que no se volvió real
porque no tenía ese anhelo, porque era eso mismo -estado, capital,
espectáculo y consumo- que se duplicaba y se multiplicaba para vencer,
para vender, aun perdiendo batallas entre fantasmas?
Y nada, ni un movimiento brusco se advierte. No hay cuerpo de referencia,
no hay movimiento, no hay acción: la retórica mágica anuncia el salto
de un punto a otro sin pasar por todos los puntos intermedios. Asumida
la pasividad, tomarse a uno como objeto: hurgarse, masturbarse, padecerse,
conocerse, re-presentarse; re-presentación que espeja la desaparición,
y muestra la re-desaparición. Lo humano socavado, hueco, y se tiene
tiempo porque en la detención no hay sensaciones. Quizás se pueda
narrar ese umbral, el umbral trabajado con la intensidad del fraude
que remite a la destrucción abstracta y al vacío. Desde la impotencia
y la inutilidad, ante la fatalidad y la impotencia, tomando consciencia
de la nihilidad, y esa consciencia es uno. Hacerse apariencia, ausencia
ya no como imposición de la desaparición, como ausencia de uno a partir
de la intolerancia que irrealiza el poder del otro sobre uno.
Recomienzo, recuperación de la vida en el pensamiento, reflexión como
doblarse hacia atrás, escribiendo un papel otra vez en blanco, otra
vez tabula rasa, y comenzar a desear (trascendencia). Sumido en un
habitual estado de ausencia, experimentar la observación, multiplicarse
como observador, como alguien acabado, una nada que habla, que comienza
a disipar las tinieblas. Primero atormenta su aspecto de impotente:
no más que un espejismo de lo que ha podido ser, aunque recobra una
tentación, la existencia de lo que no existe. Luego, mero montón de
harapos cosidos, un intelectual, un sin eje a partir del cual girar,
a partir del cual hacer girar. Quizás comience a hilvanar la historia
de una caída insignificante, en la cual unos y otros construyeron
un inmenso laboratorio para alimentar al monstruo que los devoraría.
El cielo tenía un color que recordaba, inequívocamente, el olor de
las almendras amargas.
Stanislaw Witkiewicz, “Las 622 caídas de Bungo o La mujer diabólica”
Y sentir que nada es posible aunque todo esté permitido, y así se
evitan experiencias, así se baila en el vacío. Un país retorcido y
alocado, que genera una terrible congoja, que genera un amor igualmente
retorcido y alocado. Cada uno más miserable que otro, todos limitados
a mezquindades, incapaces de dar cuenta de sus propios errores, de
sus sentimientos, infinitamente embrollados. Y las ideas, importadas
y copiadas, nunca encarnadas, a merced del olvido y la pérdida. El
país, entonces, un leprosario, un vacío sin eco, sin recuerdo, sin
voluntad de futuro. Como insectos, convencidos de ser ninfómanos,
adormecidos, melancólicos, mirando el ombligo mientras mata las propias
entrañas.
Puta callejera que aún soportando cosas monstruosas, cayendo una y
otra vez, sueña con la intensidad, sigue el sueño blanco de olor celeste.
Se pone una máscara, hace literatura a costa de la desgracia y del
dolor. Cae, y todo lo vive como abstracto y vacío; sufre, pero siente
la caída como provisional. Perversa pasión, descarriada, entregada
a la desesperación. En la agonía, desprecio, y cada tanto un estremecimiento,
como si el aburrimiento fuera el resto. La pasión bajo la oscuridad
se mueve, usando a los conceptos como tumores, a las ideas como caricaturas.
Exige la verdad y empuja a la mentira y a la traición, y perdiendo
el sentido de la existencia, el límite entre paso y presente, entre
realidad y ficción. Mañana: entelequia oscura e insondable. Adormecido,
en un vacío que no existe, bajo la dialéctica de la pasión y del rechazo
abismal se teje un sentimiento diabólico. ¿Pero no es más que una
experiencia literaria, otra ficción? Re-caída en el hartazgo. Pestilente
Argentina de cadáveres vivientes, enamorados de la muerte. Y se busca
una y otra máscara para cubrir el crimen y la crueldad, el vacío y
la superficialidad, obteniendo distracción en la destrucción. La caída
adormece, pero cada tanto, un estremecimiento, una repugnancia.
La tensión no se sofoca, ni tampoco cuando se advierte que no queda
ningún material a partir del cual crear. ¿Por qué tuvo que suceder
esta historia horrible? ¿Acaso no se advertía hasta el hartazgo? Encapsulados,
condenados a necesitar un modelo preexistente para acceder a la vida,
desde la lejanía de dos siglos, el pasado mira al pasado; la nada
se anuda a la caída y el ángulo se hace infinitamente cerrado: es
la evolución argentina, el tiempo de gelatina. Y el observador ya
no tiene qué observar. La irritación, la opresión y el amor a una
olorosa camiseta bicolor. Desprecio y adoración. Ya, cerca de la propia
nada, en estado de desintegración. Quizás, desde esta caída, desde
la desaparición y la miseria, una gota de voluntad, o de ficción de
pasión. Quizás sea seguir, fecundado la nada, intensificando la caída,
arrastrando nihilidades. Pero aún se mueve, aunque sólo sea en una
cadenciosa sinfonía de monstruosidades; se mueve un país que se despoja,
se mueve un espejismo.
Volver a Curaduría de Textos