Daniel
Moyano,
1983, de Libro de navíos y borrascas, novela, España, 1983.
(…)
Quizá no debí mencionar las circunstancias que nos obligaron a hacernos
a la mar, ni contar cómo fue. Con lo que el barco, y la memoria que
el día de mañana tenga de él, hubiera mantenido inalterada su condición
genésica. Hubiera sido un barco más fácil y sobre todo más agradable
de recordar. Las historias de viajes son por lo general más simples
y van directamente al grano, sin complicaciones ajenas al embarque
y a la travesía. Qué hermoso hubiera sido comenzar esta historia diciendo
por ejemplo:
En el año de gracia de 1591 partimos en el galeón Cristóforo del puerto
de Villanueva de la Sirena, adonde habíamos arribado dos semanas antes
para repostar agua y vino e iniciar una larga travesía por los muy
temidos mares del Sur, de infelice memoria. Oído que hubimos misa
en la capilla junto al muelle, nos hicimos a la mar una madrugada
clara, acompañados por las naos Santa Brígida y Belén, de airosa arboladura.
Una cosa así, con pocas palabras ya estamos en el mar y ahora lo único
que cuenta es el viaje mismo, su tremenda expectativa. Además, una
nao que se llame Belén se nombra sola, como la palabra lluvia. Las
cosas que podrían suceder en una nave con ese nombre, fundacional
por sí mismo y largo para recordar. Barco de hazañas increíbles abarcando
generaciones, indestructible hasta que nadie sino el mar lo fuera
desguazando en un largo maridaje de olas y maderas embetunadas. Un
comienzo donde sólo se dijera el nombre del barco, el del puerto de
partida, rápida relación de los tripulantes, fecha de embarque y condiciones
del mar en el momento de salir: mar cabrilleada, o gruesa o encrespada.
Acaso una mención de la marea y de los vientos. Y nada más, el barco
simplemente zarpa y se acabó. Así la hubiera empezado seguramente
el viajero nórdico que se quita el barro de las botas junto al fuego.
Pero claro, ni soy europeo ni me limpio las botas, simplemente hemos
pedido prestada esa casa donde suelen suceder los cuentos de aparecidos
para contar una historia relacionada con el Cono Sur, de infelice
memoria.
Un descanso para olvidarse de las cosas oscuras, decirle adiós a Buenos
Aires y al borde marrón fáber del continente, ya mezclado al azul
libre y a la claridad no encallejada que todavía duraba sobre el mar.
La historia ha tenido que empezar con lluvias postizas y casas prestadas,
a causa de nuestra poca experiencia en migraciones. Es la primera
vez que tenemos que salir tantos. Sin contar los que no pudieron salir.
Y los desaparecidos, claro. Desaparecido, esa palabra. Ella sola,
moviéndose, como el mar, en un código desconocido. Para ella nada
valen furgones, gendarmes ni cristóforos. Ni el mar. Es ella sola.
Tan vasta como el mar, pero oculta. Sola. No existen relatos de naufragios
de ese mar paralelo. De esa palabra nadie se salva, una vez caído
en ella, para contar la historia. Un desaparecido jamás podría volver
de ese otro océano para decir nos hicimos a la mar una madrugada clara
acompañados por la nao Belén de airosa arboladura. Porque esa marpalabra
no tiene ni naos ni costas ni faros ni arrecifes; solamente profundidad,
y oscura. Lo último que se sabe de un desaparecido es algo que se
oye, un ruido de zapatos sin cordones que se inflan y desinflan bajando
la escalera desde el quinto piso a la hora en que el cielo está más
estrellado, indiferente como siempre, lo mismo que las piedras sobre
las pampas secas.
(…)
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