Adriana
Musitano,"La
representación del cadáver en el arte argentino de fin de Siglo XX"
.
las aguas que los muertos
dejaron corren más lentas
de beber
los muertos que no están en su lugar
tanto silencio
descompone
(Lukin, 1986)
En las sociedades contemporáneas es observable el fenómeno de negación
de la muerte (Morin, 1999; Ariès, 1987 y 2000; Thomas, 1993 y 1991)
que se manifiesta en prácticas y discursos, en los tratos mediatizados
dados a los cadáveres; en los modos del duelo, retraído a lo íntimo,
que asumen carácter vergonzante y privado, en los eufemismos del lenguaje
para evitar la designación directa del cadáver y del morir. Distintos
autores en la década del ´70 caracterizaron el ocultamiento de la
muerte y una “inversión completa de las costumbres“ (Ariès, 1987:
466) como propio de la segunda mitad del Siglo XX. Fijaron los antecedentes
en el romanticismo, en el higienismo europeo del Siglo XIX y el rechazo
de la enfermedad y del trato público con el muerto a principios del
XX (Ariés, 1987: 473 - 477). Significativamente cuando comienzan a
plantearse los estudios con respecto a la muerte negada y a discutirse
lo que se conoce como “tanatocracia“ -dominio y libre circulación
del “instinto de muerte“- es cuando podemos referirnos a un cambio
de sensibilidad por el cual se la exhibe y se hacen más frecuentes
las representaciones del cuerpo enfermo o cadavérico , diferenciables
según las sociedades, grupos y condiciones de producción discursiva.
El problema central que aquí abordamos vincula el ocultamiento y la
exhibición de la muerte, centrándonos en su coexistencia, manifiesta
en las representaciones del cadáver en obras artísticas producidas
en la Argentina de fines del siglo XX. La tendencia a la mostración
del “cuerpo cadavérico” en las tres últimas décadas del XX admite
su explicación en el marco de dos polos opuestos: el de la estilización
del cadáver, vinculado a una estética problematizada con los cambios
de paradigma de la modernidad tardía y el de banalización o espectacularidad
de lo cadavérico por la provocación de efectos disfóricos vinculados
a lo abyecto, macabro y, en algunos casos, a lo sensacional.
Estas representaciones construidas según instancias propias de la
modernidad tardía, conforman nuevos cánones , apropiándose de otros
tomados de la tradición occidental, entre los que mencionamos, las
formas macabras de las danzas de la muerte, la recurrencia a las vanitas
medievales y barrocas, o a las formas de exhibición del cadáver que
el cristianismo desde la Contrarreforma impone como escenificación
del poder.
En el arte argentino la aparición de lo cadavérico, con una contundencia
y reiteración importante, está determinada por la construcción identitaria
ligada a lo colonial por su economìa agropecuaria y posición dependiente
y en la historia y la política reciente al terrorismo de Estado. La
dictadura militar en Argentina (1976-1983) ha escamoteado los cuerpos,
los ha hecho desaparecer, los ha puesto fuera del lenguaje: los revolucionarios
y militantes de la nueva izquierda no están muertos, son desaparecidos.
Recordamos a Thomas (1993: 502-507) cuando se refiere a esta palabra
para mostrar cómo en las sociedades modernas se escamotea a la muerte
y cómo en el lenguaje contemporáneo se usan eufemismos, perífrasis,
imprecisiones, alusiones vagas y no las palabras adecuadas a los hechos
que hacen al morir. Por ello, sin dejar de tener en cuenta esta negación
de la muerte y lo que la palabra significa en las sociedades modernotardías,
registramos que en Argentina se abre otra constelación de sentido,
pues “desaparecido” convoca la falaz y brutal enunciación autoritaria
del terrorismo de Estado. Queda claro que esta palabra designa una
figura espectral que conlleva tanto una operación de estigmatización
de la víctima, cuanto de eximición de la culpa con respecto al crimen
cometido por los “desaparecedores”. Espectraliza el cuerpo que no
puede ser memorado ni presentado como cuerpo del delito ante la justicia.
Sabemos que en Argentina en las últimas tres décadas del Siglo XX
la separación entre vivos y muertos, en muchos casos, no se pudo hacer
de modo ritual en el devenir social, pues la muerte fue políticamente
impuesta como ausencia, negada por la fuerza del poder dictatorial
y, en tiempos de la democracia, desde el ´86, escamoteada por la llamada
“conciliación“ nacional. Coexisten entonces en la sociedad argentina
la negación y la necesidad política de su exhibición, ya que no es
posible negar la muerte en un país con 30.000 desaparecidos. No pueden
mediatizarse los tratos con los cuerpos muertos cuando éstos son ausencias.
No puede aceptarse la higienización de los procesos de la muerte cuando
se ha vivido la absurda justificación de los crímenes de Estado a
partir de la limpieza de la nación, de lo foráneo e ideológicamente
contaminante. La práctica cruel de esta negación, con la particularidad
de su carácter perverso a partir de la construcción de la figura del
desaparecido, resulta central pues de ese modo se constituyó en la
sociedad argentina otro fenómeno, al que llamamos muerte extendida
, referido a la imposibilidad de la vida sin el ejercicio de la justicia.
La muerte se extiende porque conviven culpables e inocentes, confundidos
los valores no se socializa la muerte, se imposibilita el resguardo
ritual y los intercambios simbólicos que la comunidad establece como
necesarios entre vivos y muertos. Los familiares del muerto, de los
muertos, la sociedad en general, no pueden reinsertarse a la vida,
porque no ha concluido el duelo y el dominio de la muerte se ha extendido,
advirtiéndose la recurrencia trágica de su imagen y la reiteración
de lo cadavérico.
El problema de la muerte negada por el Estado dictatorial y de la
muerte extendida aún en la democracia es asumido por el arte y los
artistas argentinos tratan a la muerte, la representan y establecen
nuevas simbolizaciones.. Las imágenes de la muerte, los espectros
y cadáveres no son “fantasías” individuales sino que responden a la
necesidad de redefinir las relaciones con la vida, con el mundo. Lo
cadavèrico visibilizado busca que se reparen vínculos y reponer el
equilibrio ante los cambios de las reglas de juego de un sistema perturbado,
que modificó las relaciones humanas y las actitudes de esa sociedad
ante la muerte. La obra de arte funciona así como un espacio de veredicción
y memoria. Como un ritual tanático, es similar a aquellos en los cuales,
alrededor del muerto, los allegados cumplen los actos de vela y duelo,
por los que se logra la cohesión social y se restringe el dominio
de la muerte sobre la vida.
Las funciones que asignamos a estas producciones se vinculan a las
que efectivizan los rituales testimoniales, mnemónicos y tanáticos,
ya que consideramos que la obra artística posibilita, entre otras
cosas, un espacio de encuentro y reconocimiento identitario, la apertura
a la reflexión y al debate de una problemática social que perturba
las interaaciones. Es una conformación imaginaria, simbólica, de un
espacio eficaz para la reparación de los efectos disolutorios de la
muerte programada por el Estado terrorista del '76 y también la generada
por una economía dependiente.
El arte que representa la muerte, los cuerpos muertos, los cadáveres
contrarresta los efectos de la injusticia y las imposiciones del poder,
intenta restablecer las modalidades simbólicas de comunicación e interacción
social, interrogando e interrogándose acerca del porqué de la muerte
y de los muertos. A través de las representaciones cadavéricas se
incide en la narrativización de lo abyecto y del horror. Desde la
construcción mitopoiética del cuerpo cadavérico se expresa lo inteligible,
se devela lo oculto y silenciado apoyándose en la comunicación del
pathos.
La representación artística -por su doble carácter transitivo y metarreflexivo-
posibilita la interacción a través de una redescripción del mundo
(Ricoeur, 1977: 361 y ss.), como asimismo la atención metaficcional,
la vuelta de la mirada del otro sobre el propio objeto producido.
Las obras estetizando al cuerpo cadavérico permiten que se lo pueda
contemplar y aceptar. Esta “puesta en escena“ deja percibir qué se
hace para que se lo vea o para que se lo lea de determinada manera,
qué implica su uso y qué interpretaciones están determinadas por el
“mundo de referencia“ que cada comunidad e individuo pone en acción.
Esta transitividad reúne porque apela a lo común y acerca un conocimiento
de quien trabaja con la obra, el público sabe de sus opciones, transparentadas
aún en la autorreferencialidad y en aquellas operaciones paródicas
de sí o del mundo.
El cadáver, un objeto plástico: la metáfora paródica y la fiesta cruenta
El pintor Carlos Alonso como él mismo lo reconoce siempre se sintió
atraído por la plasmación de lo muerto, así trabajó sobre la escena
de muerte del Che, en relación con la tradición rembrantiana y luego
con la tensión entre el hambre de la gente común y los negociados
de la carne en la Argentina de los siglos XIX y XX. Comprometido con
la realidad social de los ’70 en muestras plásticas individuales como
“Hay que comer” y “El ganado y lo perdido” presentó a víctimas y victimarios
en relación con la metáfora de la carnicería. En trabajos anteriores
nos referimos (Musitano, 2003) a la muestra “Mal de amores y otros
males“ (Bs. As. 2001), vinculando su producción a la línea narrativa
que se inicia con El matadero de Esteban Echeverría. Alonso como tantos
escritores y plásticos argentinos a través de la carnicería como metáfora
del poder brutal sobre los cuerpos une la denuncia testimonial a la
plasmación de los vínculos perversos de los poderes. Representa la
matanza y la crueldad del matar/comer como aquella que sostiene el
sistema de terror y una economía que engendra la muerte para unos
y la riqueza desmedida para otros.
En la serie “Hay que comer” de los años setenta Alonso (2001:28-31)
transforma lo popular de la frase y con este enunciado paradójico
presenta no la necesidad de alimento sino a cadáveres humanos coexistiendo
junto a los victimarios. Coloca el centro de atención no ya en la
naturaleza humana ni en la ciencia iluminista -como es el caso de
su pintura del Che, de fines de los '60- sino en la carnicería como
negocio y como tortura. El cuadro elegido de esta serie muestra y
exhibe la carne muerta en una cámara frigórifica. Este espacio opera
como una vidriera para la venta y deja a la vista lo que sostiene
el sistema de terror, a sus banales victimarios.
La metáfora de la identidad argentina for export está parodiada, convergen
varios intertextos y las alusiones a modalidades y prácticas económicas.
Esta obra, como otras, se instala en lo testimonial, convoca a un
mundo de referencia común a los que la contemplan. Quien mira deviene
en uno de los sobrevivientes, tal vez desde ese sitio se permita pensar
en lo siniestro de la historia vivida y negada, quizás pueda realizarse
la diferencia entre muertos y vivos, entre culpables e inocentes.
La modalidad retórica de la obra se encuadra en lo que llamamos la
fiesta cruenta, porque representa el cruce entre lo literario, político,
plástico, histórico y autobiográfico y porque el tratamiento de lo
cadavérico mezcla lo trágico, lo grotesco y lo siniestro. Como fiesta
se percibe por el color, la provocación e hibridez de formas, así
se cuestiona lo argentino por el humor y lo abyecto. Se ataca el contradictorio
carácter “moderno” y “salvaje” del país europeizante y ganadero. Como
en el danzar erótico de una pareja sobre un charco de sangre.
En otras obras, sobre el papel a todo color pintados los cuerpos muertos
y, en algunos casos con tinta, están marcados con indicadores gráficos
que señalan la interioridad de la vaca, sus entrañas, sus músculos
y los cortes para el matar-comer-vender de la carnicería. También
se alude a la confusión entre lo animal y humano cuando aparecen colgados
de los ganchos restos de ropa humana. Se figura con las transparencias
la descomposición de la materia (piel, músculos, tejidos) y con la
minuciosidad del acabado clásico se logra la visión sobre lo monstruoso,
hacer ver lo faccioso del poder. Se hace soportable la percepción
de lo cruento mediante el dibujo renacentista, el uso del color, las
veladuras y el estarcido. Con el dibujo se indica la muerte y la violencia,
se diferencia el cadáver humano del animal. A las figuras de las víctimas
se las presenta “veladas”, sostenidas por la belleza de la forma y
del color, de esta manera se rompe la interdicción sobre la muerte
y se quiebra el silencio social acerca del sistema de poder, económico
y político, sostenido por el terror.
El pintor desnuda y hace saber las estrategias de victimización que
en los cuerpos produce el sistema capitalista y la operación que banaliza
y vacía de sentido al cuerpo muerto. La función de lo cadavérico se
comprende en la denuncia del poder como represor, vaciador y usurpador
de los intercambios simbólicos entre la vida y la muerte, del sistema
económico generador del canibalismo y del autoritarismo, responsable
de la violencia histórica.
En una línea coherente con la de Alonso en cuanto a su carácter de
denuncia y de uso del cadáver como metáfora paródica la obra de Hilda
Zagaglia, pintora de Alta Gracia, en los primeros años ’80, representa
con ironía escenas de la vida social -ceremonias institucionales del
poder, fiestas, encuentros, casamientos- y en esa interacción humana
coloca a los esqueletos, calaveras o partes de los huesos de los brazos
y presenta el como si no pasara nada propio de la sociedad cómplice
o silenciada de los años del proceso militar. Zagaglia tematiza con
los fragmentos cadavéricos, que incorpora a los cuerpos de los vivos,
la violencia de los tres poderes.
Esta etapa de su obra reconstruye la fiesta cruenta y abre la metáfora
a “la fiesta de los asesinos” pues son explícitas la denuncia y el
testimonio a obispos, sacerdotes, políticos, empresarios. Ellos visten
y exhiben su caladura ósea, se visualizan en sus cuerpos las presencias
espectrales que generaron, cuando conversan muestran sus cuencas vacías.
Así se los representa en las fiestas dónde la sociedad disfruta, están
rodeados de cerdos, perros y gallos escuálidos, desconocen el hambre
y la muerte que los rodea. Son las figuras de una naturaleza perversa
que en esa cultura festiva del mundial de fútbol del ’78, presentan
asimismo la dura y descarnada visión del mundo que genera ese modelo
inequitativo de país. Son los asesinos que festejan y se esconden
tras aquél slogan, “somos derechos y humanos” con el que se negaba
al mundo la muerte programada.
Posteriormente, a mediados de los años ochenta y principios de la
década siguiente, la producción de Zagaglia realiza una síntesis plástica
entre los relatos y modalidades religiosas americanas y coloniales.
Toma al cuerpo de la mujer y de la América indígena y colonial y lo
pinta marcado con la violencia de la seducción y conquista, en analogía
entre la vejación de nuestros territorios y los cuerpos femeninos.
Figura espectros y cadáveres en una rica cartografía conceptual en
la que sitúa una representación que opera como enlace con otras formas
cadavéricas conceptuales y es la del esqueleto de palo, la virgen
de vestir, que aparece pintada, vestida o desnudada, y luego a fines
de los '90 se la instala como metamórfico objeto, escultura en intervenciones
urbanas y en espacios alternativos de exposición. En la secuencia
que armamos se advierte líneas de sentidos en torno a la tierra vulnerada
por los conquistadores y por aquellos que la devastan con infamias,
muertes y cultivos transgénicos, se acercan las vírgenes y cortesanas
a figuras políticas como Eva Perón, a las mujeres que guardan la memoria
de los muertos, a las madres de Plaza de Mayo. Herida la tierra, vulnerado
el cuerpo, la denuncia deviene en ritual tanático. En esa territorialidad
vital de la mujer los NN no son espectros ni restos óseos, comienzan
a ser un signo, un árbol, un ritmo plástico en un espacio que es chatarra
si lo mira desde el dominio y es escritura, si se lo hace desde la
utopía o la poesía. Los cuerpos ausentes se convierten en alegoría,
por el discurso de saber y de verdad se los interpreta insertos en
la compleja conjunción escenográfica de mapas, objetos, gentes, frutos
de la tierra, cuencos de barro, relatos y mitos como la que la artista
de Alta Gracia realizara en Buenos Aires, en Recoleta (2003) o en
la ciudad de San Juan (2004).
El cadáver como accesorio teatral y la puesta en escena
La producción del escultor Norberto Gómez crea un mundo imaginario
en el que el luto se metaforiza crítica y emblemáticamente en objetos
conceptuales y formas cadavéricas. El artista elabora y conceptualiza
formas asociadas a los restos de la comida, semejantes a huesos de
animales, trabajadas en resina poliéster, que de manera escueta y
metonímica establecen relaciones entre partes blandas y duras, entre
carnicería y sacrificio.
Distinguimos en su producción tres series en las que se desoculta
la muerte: la serie de las vísceras y de los huesos; en segundo lugar,
la de las parrillas y, por último, la de los pórticos y seres mítico-heroicos.
Las dos primeras recuerdan lo que no está, hacen presente lo cotidiano
y extraño. En lo que queda de la comida, en el plato, se perciben
los desechos. De esta manera se relaciona desechos, formas animales
y cadáver humano, especialmente, a través de la metonimia y la ironía.
La tercera serie corresponde al mundo imaginario en el que los personajes
fantásticos desacralizan la identidad heroica y construyen una metáfora
que muestra la faz luctuosa de la existencia.
Estas dos modalidades de lo cadavérico, una metonímica y otra metafórica,
se presentan al público de modo escenográfico. Las formas del cuerpo
muerto, reiterándose de un objeto a otro, son provocadoramente expuestas
y el espectador es llevado a mirarse “brechtianamente” en su relación
con la comida, en su responsabilidad con la muerte de los animales,
de los otros. La carnicería que se construye plásticamente denuncia
la complicidad y extensión de la muerte programada. Testimonia la
historia reciente de la represión y las obras relacionadas entre sí
crean un universo crítico, cuestionando la “civilizada” manera de
comer y matar . Se metaforizan las escenas capitales de persecución,
tortura y ejecución aunque en las obras no pueda diferenciarse entre
víctima y victimarios ya que lo que se ve es tan sólo un resto, lo
que queda de una totalidad fantasmatizada.
La puesta en espacio del objeto es brutal, ya sea porque se secciona
la materia y es acomodada en lo incómodo o porque a las “tripas” se
las presentan de manera tal que el orden impuesto provoca la ruptura
entre lo que la metonimia enuncia y lo que se infiere por la metáfora
cruenta. Muchos objetos escultóricos de Norberto Gómez remiten como
formas a lo que los argentinos comemos en los asados y a lo que nos
es familiar. Por la “limpieza” y dureza de las formas de la resina
ellos se constituyen en el espectáculo de lo horrendo. La resina endurecida
como color y forma extraña la comida típica y el crimen, por esa conjunción
esta exhibición de lo abyecto conmueve y permite socializar lo negado,
establecer un ritual de memoria y que el observador se sienta parte
de una sociedad a la que está “unido“ por sus costumbres y modalidades
del matar-comer.
El artista (Gómez, 1983 b) critica al arte y a una sociedad que evadió
y evade las consecuencias de sus actos y que no soporta la visión
de lo cruento ni del dolor negando hasta su propio modo de alimentarse.
Tortura, matanza y excesos del poder son las acciones imaginadas que
anteceden y explican al objeto conceptual, frío, que se contempla
como desecho y que resulta de la crueldad.
En la segunda serie, desde la familiaridad con la parrilla, con el
utensilio para el asado, para la comida típica, se abre brutal otra
dimensión. En “Quemado” se alude a la tortura de la policía y los
militares, en los campos de concentración de la dictadura militar
en Argentina. En las llamadas "parrillas" o camas de metal se quemaba
con la picana los cuerpos de los detenidos para obtener información.
Lo siniestro de la serie de las parrillas permite visibilizar cómo
el artefacto -que como indica el diccionario sirve para tostar, o
quemar- por un lado, “reproduce“ irónicamente la comida festejada
socialmente y, por otro lado, designa la tortura realizada por los
“poderosos“ sacrificadores. Confundidas las instancias (una para el
alimento y disfrute, otra para la muerte y el dominio) como en la
tragedia los sujetos invierten en su desmesura las relaciones establecidas
entre cultura y naturaleza, transformando la carne por el fuego. Víctimas
y victimarios están fundidos en el producto estético conformado por
Gómez, su visión a todos afecta porque es sólo una parte del todo,
de esa muerte que de modo traumático se ha extendido y que presenta
desnuda la abyección de ciertos actos humanos.
El cadáver en la última serie está elidido , espacializada la muerte
en la ausencia de lo físico, de la sangre y de las materias orgánicas,
aparece victoriosa la energía disolutoria, predomina lo luctuoso y
la veneración banal de la figura representada se produce en y por
los monumentos mortuorios. Se muestra la máscara, la marioneta, la
no vida, la estatuaria. Se exhibe lo caduco por el exceso de adorno,
boato, resaltando accesorios y detalles prescindibles, con la conciencia
de que el arte ni siquiera de esa manera supera la irreversibilidad
de la vida, pues no logra torcer el destino de muerte. En todas las
series la representación no es catártica, lo revulsivo lo impide,
también lo metaficcional y la distancia que como artificio el arte
modernotardío impone . La puesta en escena no representa el como sí
de la mimesis tradicional sino que hace hacer (reconocimiento y entrañamiento
no ilusionista) y desde la exaltación de la paradoja que confunde
causa y efecto, comida y sacrificio, víctima y victimario, sacrificador
y cómplice, se producen los efectos siniestros, el conocimiento y
después de la vivencia de lo cruento y del saber del límite transgredido
todo se transforma. Más bien podríamos hablar de una puesta en abismo
que obliga a la reflexividad, a interrogarse por qué el arte devuelve
una pertenencia que despoja, que expropia certezas y verdades en el
mundo. El espectador se indigesta de tanto saber sobre la violencia
y la intolerancia, superado el asco quien mira reflexiona y desentraña
lo negado.
La obra escultórica de Gómez, al igual que las instalaciones de Zagaglia,
se acerca a las producciones de Daniel Veronese y de Marcello Mercado,
quienes entre otros artistas, a fines de los ’90 han logrado narrativizar
la abyección de un sistema perturbado en el cual la "comunicación"
se da en forma de paradojas y en el cual las interacciones aún soportan
los efectos disolutorios de la muerte programada. En esta producciones
estéticas lo siniestro reitera la extensión de la muerte y las obras
exponen y responden al conflicto trágico y al qué hacer con 30.000
cuerpos/espectros, sin memoria, sin rituales ni completo reconocimiento
comunitario.
Dra. Adriana Musitano
Prof. Titular. Esc. de Letras.
Fac. de Filosofía y Humanidades
Universidad Nacional de Córdoba
TE: 3543-446073
adrianamusitano@gmail.com
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