Gustavo
Nielsen,
1996, de La flor azteca, novela, Ed.Planeta, 1997
(…)
Me contó que a su hermana la había dejado embarazada el pelado de
la verdulería, que ahora Ernesto no se quería casar con ella, y su
madre lloraba todo el día.
Miré el barco con tristeza, desolado por esa especie de continuidad
maligna que parecía tener la vida mientras nosotros estábamos ahí,
encerrados en esa nada inmóvil. Miré ese fierro inmenso con la mirada
inútil. Supe que ahí adentro, en el corazón de los radares, se quedaría
mi amigo Carlos para enredarse en el círculo giratorio de una lucecita
verde con un bip-bip de encontrar proyectiles simulados, puras maniobras,
apenas soñados en la cucheta de una popa. Puro jabón.
Nos abrazamos y me fui.
—Vengan, ingleses, que los vamos a reventar.
Era el tipo de frase de valor que lanzaba el capitán ojos de tiburón,
sentado en su sillón verde, en una oficina ubicada en el cuarto piso
del Banco Hipotecario Nacional, donde estaba Bienestar Social. Ni
él ni nadie sabía qué hacíamos ahí, con calefacción, baño privado
y un pequeño hall de anunciación. Cada uno tenía su escritorio; el
de él daba a la Plaza de Mayo, el mío a un pasillo. El capitán se
pasaba todo el día ahí, con fotos de Galtie-ri y Videla debajo del
vidrio como si fueran su familia cercana, un teléfono y un secreter
patricio, con un mate para llenar de tinta y un tallo largo, de lapicera.
Una pared estaba cubierta por la bandera celeste y blanca con el sol;
la otra, la del baño, y que adornaba su espalda como un telón, por
el
gran mapa de las islas lleno de alfileres con triángulos para marcar
zonas y puntos. Frente al baño, adentro de un placard de dos hojas,
guardaba sus uniformes y gorras blancas con botones dorados, azules
con botones plateados, la espadita de guardia y las charreteras amarillas.
En los cajones del escritorio —los revisé el primer día, después de
las seis— conté:
*en el primero, una radio con el cable largo, enrollado sobre sí mismo
formando un aro,
*en el segundo, una colección de botones con escudos de la Armada,
algunos playos y otros, la mayoría, con forma de media esfera achatada;
varias medallas azules o doradas, con inscripciones grabadas del tipo
"promoción 52", "a nuestro compañero de fragata", "papito no corras";
varios encendedores y paquetes a medio fumar; monedas y cospeles de
Entel; lapiceras Parker secas; un sello del Centro Naval; yilés,
*en el último, Carilinas arrugadas y gomitas.
Mi día empezaba a la mañana muy temprano, con la práctica de tiro
en el polígono del subsuelo del Banco Nación. Allí me reunía con "los
compinches" de las distintas guardias, con serenos y policías retirados
que todo el tiempo hacían bromas y me golpeaban la cabeza cariñosamente.
Era gente que parecía haber amado a alguien alguna vez, hacía mucho
tiempo, y que ahora estaban impedidos por la enfermedad de tirar.
Engrasaban sus armas que sacaban de cajas y estuches, pistolas automáticas
Luger alemanas; 45; 38; 9 milímetros. La mía era una nueve, pero a
veces practicaba con otra cualquiera. Había que tirarle a una silueta
con la bandera inglesa en el pecho, todos los tiros que metiera estaban
bien. La silueta era un medio cuerpo, un torso negro de hombre.
Cruzar la Plaza de Mayo me daba vergüenza, porque la gente gritaba
"Viva la Patria" al ver mi uniforme, y se lo gritaban a otro al cual
yo representaba. La ciudad estaba eufórica. Compraban escarapelas,
cantaban himnos, se abrazaban y, a veces, detenían su paso para contarme
alguna anécdota o hacerme una confidencia. Uno, de saco y corbata
grises y más de cincuenta años, me paró a la salida del subte para
comentarme que había estado en una fiesta y se tuvo que ir, porque
los chicos escuchaban canciones en inglés. Lo decía con escándalo,
aturdido por la devoción. Yo traté de defender al rock, que era lo
único que parecía saludable, junto a mis trucos y a unos pocos libros.
Le expliqué que el arte era universal; él se puso serio y me pidió
la matrícula para anotar el número. Ofendido y marcial dio media vuelta,
levantando los brazos. Estuve muy preocupado toda la mañana, tanto
que metí dos tiros en la bandera de la silueta, cosa importante que,
hasta aquí, me había propuesto evitar. Supe que ese cincuentón era
un milicazo, e iba a tratar de sancionarme en el Edificio Libertad.
Le tiré al corazón. Los de la guardia me felicitaron porque estaba
apuntando mejor. El cuidador, un petiso maceta con permanente olor
a Savora en el pelo, dijo: "mi poyo". Recordé el primer día de tiro
ahí; los dos estábamos confundidos por no haber tratado nunca con
gente así, y él me rodeó con los brazos desde atrás, con el cuerpo
duro como una piedra, para que no le tuviera miedo al fogonazo, al
estruendo, a la patada. Yo era "su poyo". Casi vomité.
Después subía a la nada del cuarto piso, hasta las siete y media.
El capitán se iba antes, a las cuatro o cinco de la tarde. A veces
ni venía, pero se preocupaba en llamar por teléfono a las siete y
veinticinco, según él, para desearme feliz descanso. Cuando le tomé
el tiempo calculaba la duración de las películas y me iba. Me paraba
en la puerta del cine evitando las miradas de alegría, los dedos de
la gente que numeraba Sea Harriers abatidos por Daggers, helicópteros
Sea Kings explotados por tucumanos con la cara al cielo, descubierta,
tartamudeando frases hechas, y unos cañoncitos de artillería con dulce
de leche que siempre se trababan, se golpeaban, atrancados y grises.
"Con esto le estamos ganando", decían las revistas, las radios, las
pantallas de TV en las calles, en las fachadas de los negocios. Las
portadas de los diarios computaban los goles. Yo iba al cine.
La culpa, sin embargo, existía. Si veía que alguien se arrimaba a
mi asiento, trataba de cambiarme. No quería hablar, ni pensar. Bastante
tenía con estar acá, solo, mientras los demás se morían lejos, en
una tierra inhóspita y desabrida. Con el uniforme puesto entraba gratis
al cine, iba gratis en los colectivos, me hacían descuentos en las
farmacias cuando compraba las pastillas de la abuela, me palmeaban
la espalda en un festejo continuo. Era como haber ganado un premio
ajeno; o que otro hiciera un acto maravilloso, de escapismo houdiniano
en una gran pileta y, por un error tonto, aparecía yo saludando, mojado,
al final, recibiendo los aplausos como abrazos. Un poco de esa victoria
que todos anunciaban con gritos y cánticos, hacía sombra sobre mi
pelo enrulado. Los días se fueron amontonando y la impresión iba en
aumento. Todo era aburrido.
Varias veces llamé a la casa de Carlos, para saber si tenían noticias.
Esperaba que me atendiera María Marta, pero nunca pasó. Tenía ganas
de hablar con ella de su hermano y, de paso, preguntarle por el embarazo
y sus cosas. Siempre era la madre la que levantaba el tubo. "Aló",
decía, con voz afrancesada. Corté todas las veces.
De dos a tres y media, la oficina era el centro de reunión de otros
dos camaradas de la fuerza con el jefe. Uno también era capitán, pero
de corbeta, y el otro era teniente, también de corbeta, que se había
salvado de ir a las islas porque manejaba las finanzas de medio Bienestar
Social. Vivía en la calle San Martín, entre Bancos y teléfonos; era
un sabelotodo con una esposa horrible que lo venía a buscar para que
le comprara cosas en Florida; estaba permanentemente pintada para
los carnavales y lo llamaba "bombichurri" con auténtica baba, delante
de mí o de cualquiera. Yo les llevaba café con masas del Molino que
pedía por teléfono. Las traía un morocho con cataratas. Tropezaba
con todo en el camino y siempre estaba pendiente de que le consiguiera
un puesto en el Ministerio. Para él era lo mejor, y estaba convencido
de que yo podía dárselo. Me hacía reír. Yo me ponía serio y le indicaba,
con voz grave, cosas como "ya elevé el memorándum a mis superiores",
o "hay una vacante para jefe de cocina, pero el aspirante debe dominar
el italiano".
—¿Usted... habla italiano?
—No—contestaba él, desahuciado.
—Otra vez será.
Los jueves, a las cinco, daban vuelta las viejas. Yo no sabía por
qué, y las veía rodear la Pirámide de Mayo, con sus pañuelos puestos
en las cabezas. —¿Qué hacen? —le pregunté. El capitán hundió aún más
los ojos y dijo: —Es una vergüenza, en pleno conflicto. Nombraba la
palabra conflicto con un sabor pasado, con acidez. Yo entreveía que
ellas no estaban de acuerdo con la guerra. Marchaban mudas, con la
vista fija en el piso. La ronda tendría unos veinte o treinta metros
de diámetro; iban en fila india y se separaban una de otra por un
metro, o menos. Un jueves, cuando cruzaba la plaza con mi uniforme
de conscripto, me animé a acercarme a una para preguntarle qué le
pasaba. La señora se puso a gritar, presa de un ataque de histeria.
"Ustedes, ustedes", señalaba mi cuerpo. "¿Qué le pasa, qué dice?".
Las mujeres detuvieron la ronda y me rodearon, gritándome. Tuvo que
venir un policía para espantarlas. El agente las hizo circular, con
el palo en la mano. Me fui de ahí con Jos puños apretados. Se lo conté
al tiburón y él afirmó, con mi consentimiento ingenuo:
—Habría que fusilarlas a todas.
—Al principito, que le apunten al principito —gritaba bombichurri.
Habían puesto la radio en el medio del escritorio; yo apoyaba la bandeja
y separaba los cafés y las masas, distribuidas en tres platos de postre
que quedaban en la oficina. Mi capitán iba moviendo los alfileres
sobre la trama marrón del plano; los triángulos se agrupaban en zonas
lejanas al Stanley y reproducían caminos, encuentros, cercamien-tos.
A veces me explicaban cosas, sobre todo el otro capitán, el de corbeta,
que daba lástima por la cara tipo escribano de Domingos para la Juventud,
olvidado en un geriátrico de provincia y con la estufa sin encender.
A veces el mío se ponía loco de enojado y abría sus mandíbulas feroces
a mi primera ojeada sobre el plano, como si fuera a enterarme de algún
secreto, de una estrategia a la que un coy no podía acceder jamás.
En cuanto se serenaba, decía:
—Son cosas de la guerra, gavioton.
En la cocina nos reuníamos con los otros tres conscriptos del edificio,
a evaluar el milagro de estar ahí. Nadie hacía nada. Tomábamos Cocas
y escupíamos adentro del café de los jefes. Después lo servíamos en
las tazas blancas de gala, con servilletas, cucharitas y sacarinas,
y cada cual se iba por su lado. Ellos para el segundo piso con sus
servicios y yo para allá, con mis poyos.
Siempre pensábamos en los chicos. Ésa era, al fin y al cabo, nuestra
única traición. Cuando alguno decía "qué estamos haciendo acá", los
otros trataban de calmarlo. "Para, no te hagas la cabeza". En la isla
se estaban muriendo. Ya habían pasado doce días y la gente sabía de
algunas bajas con nombre y apellido, y las daban por televisión, en
esos reportajes con la madre llorando y el padre preguntándole a la
cámara "¿por qué, por qué?". La culpa, entonces, no nos dejaba comer,
en una amargura como una letanía siempre presente en la boca, a la
que intentábamos frenar a pura Coca. Jamás café. ......
—Llamé a la abuela y ella me dio la dirección del Ministerio, y en
qué piso te podía encontrar —dijo.
Como el capitán ya se había ido; hice pasar a María Marta a la oficina
grande. Ella sonreía nerviosamente. En "Recepción" le habían pedido
el documento de identidad y que llenara una planilla; al final la
dejaron entrar porque estaba embarazada. Aunque su embarazo era reciente,
había engordado bastante y parecía de más tiempo.
Fui a buscar unas Cocas a la cocina. Ella me esperó parada al lado
de la ventana, mirando hacia la Plaza. Quitó el hielo de su vaso con
una cucha-rita y lo dejó sobre la bandeja. "Qué borrado estás", dijo.
Levanté los hombros. Le pregunté si tenían noticias de Carlos y ella
sacó un montón de sobres de su mochila abierta. Mientras decía que
por las cartas no se lo notaba preocupado y que los trabajos que hacía
eran pura rutina, desplegó los papeles. Eran hojas de distintos tamaños,
con renglones o blancas, con agujeros, sin agujeros, todas escritas
en birome. Podía reconocer la letra…
(…)
Los pasillos eran tan grandes como para permitir el paso de un coche.
Subí los pisos descansadamente, habituado como estaba a la gimnasia.
Ella tosió varias veces, deteniéndose a respirar en los rellanos.
Antes de llegar al tercero, me indicó cómo ir, entre jadeos, y agregó
que podía adelantarme. Le agradecí y subí salteando escalones hasta
el cuarto. Calculé que, a través de ese pasillo central, podían circular
hasta siete carriles de camillas sin entorpecerse unas con otras.
La sala decía "ONCOLOGÍA - INFORMES". Frente a la ventanilla había
una señora gorda y morocha de rulitos, con un moño verde en la cabeza.
Le dije que venía a ver a un conscripto trasladado del Hospital Naval.
—Nombre.
—¿Mío o de él?
Levantó la vista de sus planillas
—Del paciente —dijo, áspera.
—Carlos Sosa Varsky. Uno petiso, flaco.
La descripción me avergonzó por lo vacía.
—Sé que entró hace poco —agregué—. Quebraba los huesos de las caderas
de una manera muy particular. Es mago.
—¿Mago?
Afirmé con la cabeza. Supuse que no era mucha ayuda. Volvió a mirar
en los papeles.
—¿Edad?
—Dieciocho, casi diecinueve...
Contempló el reloj que estaba colgado en la pared y cotejó la hora
con el de su muñeca fláccida, sorbió un trago de café de un vaso de
plástico, estiró uno de sus bucles dejándolo caer sobre la frente
lisa y, con voz de aburrimiento burocrático, dijo:
—Sala 4, cama 321.
La 321 la ocupaba él, tan flaco y con la piel tan blanca que se le
trasparentaban las venas. En la otra cama había una chica. Cuando
me vio parado en la puerta, ella hizo una sonrisa. Tal vez pensaría
que venía para verla, o algo así. Me detuve a los pies de la cama
de Carlos. Él se escondió debajo de las cobijas. Pasé entre las camas
y me senté en un banco de metal que le habían puesto para que pudiera
alcanzarse las pildoras. Acerqué mi mano hasta tocarle la frente.
Tenía la piel fría. La chica dijo:
—Seguro que está contento de verte.
—¿Cómo sabés? —le pregunté, desviando la mirada.
—Porque conmigo habló. Vos sos Fabio.
—¿Cómo sabés? —repetí, ahora mirándola a los ojos.
—Ya llevo más de un mes acá. Él te describió igual a como sos.
—Ah —contesté.
Traté de tomar la mano derecha de Carlos, la del brazo del suero,
pero también la metió debajo de la sábana, asustado.
—Tiene miedo —dijo ella.
Parecía que se estaba protegiendo de mí.
—Mejor dejálo que duerma —insistió.
Volví por la tarde. La chica se llamaba Carmen. Había hecho poner
flores a la enfermera gorda, y me saludó cuando entré. Carlos no estaba.
"Se lo llevaron para análisis", explicó. Le pregunté si sabía lo que
había pasado con él, y me dijo que había conseguido salvarse de la
catástrofe por el simple motivo de no salir en el Belgrano. A último
momento le había dado pánico. Las piernas se le desencajaban solas
en las caderas. Nadie lo podía creer. Lo acusaron de inventar un truco
de maricones, para no ir a pelear. Un oficial, cierta tarde de vísperas,
reunió a los doscientos de la cuadra, lo puso a él en el medio y les
gritó:
—Esto no es un hombre. Quien no quiere dar la vida por su Patria no
es un hombre. Esto es una mierda. Hay que escupir a la mierda.
Y los otros ciento noventa y nueve, uno a uno, fueron pasando para
escupirlo. Los más amigos hacían que escupían, sin largar. Se lo había
contado la propia hermana, una rubia gordita. Dijo que quedó empapado
de baba, de la cabeza a los pies. Que lloraba despacio, con la cadera
descontrolada.
—¿Y cómo fue que lo trajeron acá? —le pregunté.
—Lo derivaron porque los doctores del Naval decían que era un desprestigio
para el Arma.
Me reí, moviendo la cabeza. Dije, enfáticamente:
—Lo que no entiendo es por qué lo trajeron a "Oncología".
Ella me miró, sorprendida por mi ingenuidad.
—Porque tiene cáncer —soltó.
—¿Cáncer? —pregunté, bajando la voz. Como si pronunciara una mala
palabra.
—Sí —contestó.
Me senté para recuperarme de la impresión. Ella apoyó una mano sobre
mi rodilla derecha, que era hasta donde llegaba con el brazo. Tenía
los dedos finos y delgados, como ramitas frágiles.
—¿Cáncer de qué? —me animé, con la voz pálida.
Ella bajó la vista para decir:
—De ahí. Cáncer en los testículos,
Al salir me encontré con María Marta, que esperaba en el hall. Yo
temblaba; ella me abrazó y me besó en las mejillas con energía; sus
besos eran pequeñas ventosas. Estaba muy gorda; las lágrimas le habían
movido el rimmel. Con el pañuelo se había hecho grandes manchas bajo
los párpados.
-¿Y?
—Nada. Todavía no lo vi —mentí.
—Lo pusieron con una chica. Es absurdo. Dijeron que el hospital estaba
superpoblado con los que llegaron de las islas, por eso.
Ella se quedó parada, esperando mi reacción. Enredaba las manos torpes
y gordas en el pañuelo como si estuviera por ejecutar un pase y fuera
a aparecer un conejo, el conejo de la salud eterna. Di media vuelta
casi girando sobre los talones, militarmente, y salí rápido para que
no descubriera que no podía llorar. Ni me animé a preguntarle por
su embarazo.
Nunca lloré. La madre nos había hecho una indicación, a todos. Había
que entrar muy positivos a ese cuarto, hacer chistes y ni nombrar
la guerra. "Lo que hace la chica esa, Carmen, tan positiva a pesar
de todo", dijo. Yo odiaba a esa asmática del aserrín que impartía
gestos y definiciones. "No lloro ni por adentro, ni por afuera", estuve
por decirle. María Marta vio los signos de la furia dibujados en mi
cara y me llevó hasta la puerta, tirándome del brazo. Cuando llegamos
al pasillo, dijo:
—Mamá trabaja de tarde, con papá, y no pueden venir. Yo perdí el bebé
y nadie se enteró. Fue hace un mes; sigo tan gorda que ni se nota.
Te lo digo por las dudas de que se te escape. Ellos son una máquina
de llorar y hacer sufrir.
Comí en un banco de la plaza, del tupperware con empanadas que me
preparaba la abuela. Había ocho de carne picante y dos de dulce de
membrillo, separadas por una servilleta. Cinco para mí y cinco para
Carlos, siempre decía. Y agregaba que lo saludara de su parte, que
estaba muy viejita para salir. "Las várices", decía la abuela. Alcancé
a comer tres de carne y las dos de dulce. Las que sobraban las daba
en el tren, o las tiraba. Con la pizza y las tartas pasaba lo mismo;
con las naranjas. "¿Le gustaron las empanadas a Carlitos, o estaban
muy picantes?"
—Le encantaron, te manda las gracias y un beso.
Varias veces soñé con el truco de la caja serruchada.
Estábamos en el garaje, los dos solos con Carlos; la edad era ilógica
porque no tendríamos más de cinco o seis años, y en esa época no nos
conocíamos. Él entraba a la caja subiendo por una escalera. Yo lo
encerraba adentro y podía oír su risa ahogada, debajo de la tapa de
madera. No era como el truco aquel que habíamos hecho, porque los
pies y la cabeza le quedaban escondidos en el cajón. Y no estaba claro
por dónde tenía que serruchar para no lastimarlo. Él no paraba de
reírse. Al final me decidí a cortar según la diagonal. Cuando separé
las partes, no quise mirar. Cada una de las mitades emitía la mitad
de su risa, como los parlantes de un estéreo demencial.
La enfermera siempre llevaba un gran moño abrochado en su cabeza de
pepona negra, y la cara en permanente desconfianza. Sin arrugas, sin
gestos. Cuando aprendí a ubicarme solo en ese laberinto, no tuve más
necesidad de hablarle. Fue un alivio, porque para conmigo tenía un
humor de perros. Con Carmen, en cambio, se llevaba de maravillas.
Igual que los doctores, los padres, las visitas, el resto del personal.
Verla era preguntarse "¿cómo lo hace?", conquistados por su sonrisa
suave. Carmen sabía del dolor nuestro y no ocultaba el suyo. Simplemente
había aprendido a convivir con él, y era como si le sacara chistes,
flores y globos. Me gustaba tanto que le empecé a dar un beso, cada
vez que llegaba. Supe que el doctor también la saludaba igual. Muchas
veces pensé en preguntarle por qué estaba internada, pero inevitablemente
terminaba callándome. ¿Tenía derecho a molestarla, por el simple motivo
de averiguar algo? Decidí que lo mejor iba a ser preguntárselo a María
Marta, más adelante, cuando las cosas se calmaran un poco.
(…)
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