Elvira
Orphée,
de La última conquista del Angel”, 1977.
"Lo que ellos llaman tortura pertenece a un orden sobrenatural,
como el cielo o el infierno."
PROLOGO DEL AUTOR
Mientras escribía los episodios de la tortura, en gran parte provenientes
de la imaginación y en pequeña, de crónicas periodísticas, me desalentaba
comprobar que el simple hecho enunciado tenía una fuerza mucho mayor
de cuanta pudiera alcanzar la literatura.
No renuncié porque el tema ya venía infiltrándome desde hacía tiempo
(en el comienzo de los años sesenta varios episodios se publicaron,
Nada, Todos los héroes murieron, Ceremonia y algœn otro en revistas
de México, Buenos Aires y París), tocando puntos de repugnancia por
todas las formas del insulto a la vida indefensa.
En mi libro, Aire tan dulce, una frase dice que la sangre no es inquietante
por su color ni por su olor sino por su misterio. Quien a propósito
hace brotar ese cauce de misterio es porque se siente todopoderoso,
con una forma nefasta de poder. En ese punto fue cuando pensé que
quizá debería escribir episodios con referencias precisas, a una situación
de tiempo y espacio y al mismo tiempo cruzar fronteras del espíritu.
Con lo de trasponer fronteras del espíritu, entiendo haber tratado
de ir del hecho que se produce en una realidad tan exasperada, que
por la misma exasperación de lo real traspone este plano y puede hacer
que criminales se sientan partícipes de la divinidad, y que víctimas
y victimarios se muevan en una especie de más allá del horror. El
libro fue terminado en 1975, publicado en el exterior en 1977, y nunca
distribuido ni publicado en Argentina. No se podía prever lo que vendría
después de esta fecha, pero ni lo de después justifica lo de antes
ni el horror en un determinado punto del planeta basta para legalizar
el que se produce en otro.
CAPITULO 1: CEREMONIA
El petardo estalló en la Plaza de Mayo y nosotros encontramos a los
culpables en menos que se dice Santo Pilato te ato la cola y no te
desato. ¡Compadritos!
El sol en la Sección Especial es medio ciego. Pero en algunos puntos
de la ciudad el crepúsculo estaba flameando como polvareda del Chacho
en los Colorados. Y de ahí venían los del petardo, de ese atardecer
a nuestras piezas ciegas. También venía de afuera el oficial Winkel,
todavía bañado de poniente, con un río de luz derramándosele por el
lomo largo y los cabellos rojizos. Nos habló así:
—Cumplir con su deber cualquiera cumple. A la gloria y al ascenso
no hay sólo que buscarlos, hay que encontrarlos. Están permitidos
todos los métodos para perfeccionar a la mejor del mundo. Semáforo
verde a la imaginación. Inventen. A estos desperdicios hay que mostrarles
que presentimiento de traidor se cumple siempre.
Varios fueron los jefes que tuve. Sólo Winkel dejaba las manos a los
costados del pantalón, marciales. ¿Las de otros? Daba risa ver cómo
arrugaban el aire. Si es que no lo recorrían con ademanes regordetes
cargados de indecencia.
Yo conocí los métodos del gordo Tabañal y los cambiadizos de Sombira,
tan revoloteador él. No conocía los de Winkel. Tampoco los conocí
esa noche. Pero cuando me llegó el momento de entrar en el cuarto
misterioso o cuarto amarillo como quiera llamársele, para mí, para
cualquiera de los que estuvieron allí, será inolvidable la imagen
del oficial Winkel, acunándose suavemente de los talones a las puntas
de los pies, de la punta de los talones. Acunándose, hipnotizado.
¿Por qué si no por el cumplimiento de su misión? Limpio, limpísimo,
reluciente. Su aire de voluntad, de deber, de presentido triunfo,
qué sé yo, lo limpiaban más que el jabón y el agua. Y a propósito
de limpieza, en cuanto vio los algodones manchados de granate señaló
el suelo.
—Afuera esa porquería.
Cajoncito dijo:
—No tuvimos tiempo de sacarlos. Ni intención —hizo un guiño para que
Winkel entendiera.
Y Winkel entendió.
—Yo no sé quién da esas órdenes cretinas. Los sentidos deben funcionar
aquí, todos, menos la vista. ¿Entonces?
Cajoncito no se iba a quedar sin contestar.
—Entendido, mi oficial principal. Pero nos dicen que cuando los tipos
entren mejor dejarlos ver.
—Ya deberían venir vendados. No deben ver los ojos aquí dentro. Ni
dónde están exactamente ni quiénes somos. El trabajo tiene que ser
perfecto. Engordar el miedo, sí, pero no en medio de la porquería.
Eso dijo y salió, blanco de desprecio. Cajoncito rezongaba mirando
al piso:
—Andá a entender. ¿No te encargan acaso que dejés en el camino cualquier
cosa que sirva para enloquecerlos de entrada?
La lamparita colgada del techo en medio de la pieza mandaba rayos
oblicuos desde su visera verde. Nos pusimos en círculo, cada uno al
final de un rayo luminoso. Detrás del círculo la oscuridad nos tanteaba
las espaldas. Todavía no había asomado ninguno de los otros jefes.
Pero en la mesa, justo bajo la bombita de luz, estaba artísticamente
colocado el hombre. Ojos vendados como corresponde, ropa sacada en
parte. La que le quedaba se la subimos por donde se la teníamos que
subir, descubriendo pequeñeces que hicieron decir a Roque Abud:
—Un angelote.
Los muchachos se rieron en sordina. Lo estaqueamos que ni Tupac Amarú.
El empezó a salir de su aturdimiento o desmayo.
—Yo digo que éste ha de ser enfermo del hígado. Mirá qué color tiene.
Por algún golpecito que habrá recibido de propina.
El Kalisay le estaba examinando la panza un poco machucada. Cajoncito,
con los bigotes que se le movían divertidos, se sentó a caballo sobre
una silla y corcoveó para imitar lo que iba a hacer el estaqueado
dentro de un rato. Disfrazando la voz dijo, chillón:
—Te hará acordar de otros corcoveos, pibe.
El de la camilla ya estaba consciente.
De repente la oscuridad ondeó como un tul detrás de nosotros. Era
el aire que movía el gordo Tabañal al entrar. Él habló sin fingir
la voz:
—Ah, otro estudiantito. Si no larga el rollo lo empalamos.
Lo deletreó bien para que nadie se confundiera sobre lo que le esperaba,
y menos que nadie el interesado. Vino a colocarse junto a nosotros
bajo la bombita, tormentosamente pálido. Tan gordo y tan pálido, color
de grasa. En seguida dio la orden: diez. Las descargas cosquillearon
el cuerpo con una testarudez un poco bromista, como la nuestra, haciéndole
dar golpecitos telegráficos. Nos fuimos a los diez puntos. Empezaron
los golpes de lastimar canguros. Cajoncito estaba para aguantarlo
al preso, sentado sobre sus rodillas, no se fuera a hacer nana.
—Un verdadero Sacco y Vanzetto —dijo Roque Abud moviendo la cabeza,
descorazonado por la terquedad del estudiante. Lo espiaba en su nuevo
desmayo, sacada la venda de los ojos, le tocaba la sangre que le corría
por la boca. Ni veinte minutos había aguantado, en seguida se derritió
por todos lados y estaba blanqueando el ojo.
Tabañal se inclinó sobre la camilla, los pechos como zapallitos bajo
la camisa. Después se enderezó y alargó un brazo hacia atrás. Alguien
le alcanzó el saco.
—Salgo. Nadie lo reanime. Lo reanimaré yo cuando vuelva —y se acarició
los hoyuelos de su puño de próspero lactante.
Y ahí nos quedamos aburridos. Según la orden no podíamos entretenernos
en tocar al desmayado. ¿Qué íbamos a hacer? Quedarnos quietos, respirar
el aire de segunda mano del cuarto, gorgotear aburrimiento. Cajoncito
se puso a silbar Amores de estudiante y se cansó en seguida. El aludido
no lo podía oír.
Nosotros soñábamos, y los ojos nos desaparecían, como los de las estatuas,
mirando para adentro.
Yo adentro miraba La Rioja lejana que ardía de frío en la noche de
junio. Bajo las estrellas heladas la tierra de La Rioja estaba presintiendo
el temblor. Los de mi casa estarían tiritando sobre camas vencidas
y, por los huecos que llaman ventanas, mirarían el cielo de seda,
de plata. En La Rioja, las temibles estrellas frías con latidos de
corazón estarían sembrando el cielo de señales de temblor. Un cielo
muy puro, muy de seda, unas estrellas muy heladas, diría la gente
y se callaría, sabiendo que son así las noches de temblor.
Mientras La Rioja lenta estaba ardiendo lujosamente de frío, Tabañal
volvía a la desnuda Sección Especial, sin lujos. La grasa próspera
de los hoyuelos se derritió alrededor de los huesos apenas cerró el
puño, pero le quedó en las ancas inclinadas que se sacudían con los
golpes. Los golpes caían fuertes sobre el estudiante que, desmayado
o despierto, seguía moviendo la cabeza para decir no.
—No ¿qué? —preguntó Tabañal—. ¿No podés? ¿No querés? ¿No sabés?
Y se le puso la cara como jamón cocido, con el mismo color y las mismas
vetas pálidas. Lo enardecía, seguro, un fuego de sol interno que desde
sus tripas grasientas hasta los puños lo volvía un mediodía de candente
ferocidad. En esas ocasiones era cuando Roque Abud secreteaba:
—Che, ¿a éste le gusta, o qué?
Al fin hubo un largo suspiro y quedó como cansado. Retiró su bolsa
de intestinos del borde de la mesa y mostró un semblante vuelto a
la palidez y al apaciguamiento.
—Llévenlo.
La lamparita chorreaba sobre los miembros despatarrados del estudiante.
Lo agarramos de brazos y piernas y lo llevamos por corredores de luz
macilenta que hería lo mismo nuestros ojos ardidos de humo y de insomnio.
¡Y la noche sólo empezaba! Pasamos por puertas metálicas que conducían
a las piezas secretas y en una depositamos el fardo, con el suelo
de colchón y los zapatos de almohada.
—Buen provecho —le dijo Cajoncito y se palmeó los ojos delicadamente
para consolarlos por el poquito de tiempo que tendrían que esperar
todavía antes de poder cerrarse.
Mientras Cajoncito mimaba a sus ojos, prometiéndoles que el trabajo
se acabaría pronto, entró Sombira de golpe, hasta con el sobretodo
trastornado. Traía a un hombre en son de amistad, no de otra cosa.
La cara del hombre me golpeó adentro, me dio como ansiedad. ¿No la
había visto en algún sitio borroso? Parecía como la palabra que ya
sale y no sale, yo parecía estar callado, en la pista de esa identidad,
no fuera a ser que por hablar perdiera del todo el rastro. Los muchachos,
al contrario, hartos de sueño y de cansancio se despertaron de golpe
a los chistes y la alegría. Se veía que a ellos el tipo no les hacía
acordar de nada.
El hombre llegado en esa estela de intranquilidad que dejaba Sombira
por donde pasaba, nos miró. Miraba por oleadas -lo poco que podía
ver en esas tinieblas alumbradas apenas por la lucecita del corredor-
; en seguida bajó la cabeza y vio lo que había en el suelo. Le sentí
la carne de gallina como si me hubiera dado a mí. Yo tengo esa facilidad,
me puedo asustar de lo que se asusta otro. Hasta que me doy cuenta
de que soy yo y no tengo por qué usar miedos que no son míos. No faltaría
más. Este Aquiénmehacéacordar estaba aterrado. Y con asco. En una
celda de dos por dos se sienten esas cosas, y más alguien como yo
que de repente se va de su cuerpo y se instala con toda facilidad
en otro. Ese otro estaba diciendo tan claramente como si hablara:
Vienen de la locura, de la desesperación, de la enfermedad sanguinaria.
Esos éramos nosotros, los que veníamos de todas esas cosas. Y yo me
tenía asco y miedo, como él, y al mismo tiempo no. Deliraba de rabia
contra ese tipo que quería vomitarnos como a comida podrida sólo porque
era incapaz de entendernos.
De repente se puso de rodillas en el suelo. El instantáneo relámpago
de la linterna de Sombira lo hizo brincar. Se calmó y trató de separarle
los párpados al fardo, pero no pudo de tan machucados que estaban.
Los muchachos alrededor hacían semicírculo. La cara verde del visitante,
el color cadáver del fardo, los muchachos rodeándolos, me recordaban
algo. El recuerdo estaba por estallar. ¡Ya! Ese retrato viejo que
a veces sale en las revistas: Lección de anatomía.
El visitante consiguió abrir los ojos difíciles del tipo tirado, y
se vieron unas pupilas que se movían como bolitas sin manija. Siempre
mirándonos por ráfagas y quitándonos la mirada, murmuró:
—Conmoción cerebral. La sangre en la boca hace pensar en un derrame
tuberculoso.
La carcajada de Sombira mostró una vez más que la sesera le picaba
pero no sabía cómo rascársela. Se vendió:
—¿Tuberculosis? Usted me lo pone de pie porque a la picana se resiste
bien. La resistió dos horas. Quiero en buen estado a este sujeto.
Hay que insistirle —se abalanzó sobre la boca lastimada del estudiante
para demostrar que todavía había allí una cantera de sangre que se
podía explotar—. Y en caso de que no sea de aquí —volvió a sus maneras
corteses y al ademán elegante de las manos que rozaron suavemente
los labios manchados— hay otro sitios que se prestan muy bien. Los
exploraremos, no vaya a creer.
Se reía, se reía, asentaba los dedos con un movimiento de delicado
aleteo sobre la herida ya herrumbrada de la boca.
—¿Sabe usted, querido, que la agujita le anduvo por aquí y de eso
es la sangre?
Su linterna se apagaba y se prendía, igual que la sonrisa con interruptor
de esa María Schell del cine.
Un pedido despuntó, modoso, en la boca del doctor: agua para el preso,
una cama, medicamentos.
—Roque —dijo Sombira—, una botella de la mejor agua mineral para el
muchacho... ¡En seguida! —Roque Abud intentó decir pero.— En seguida,
querido. Y usted viene conmigo, doctor, a tomar un cafecito. Así elige
las inyecciones. Estamos bien provistos aquí.
La noche se puso de nuevo lenta después de que Sombira, pasándole
un brazo por la espalda, se llevó al médico a su oficina. Roque salió
a buscar la botella de la mejor agua. Nosotros nos fuimos para la
luz. Cajoncito se enfriaba los ojos con los dedos pasmados de sueño.
La noche para dormir andaba por otra parte. La noche de Cajoncito,
la de todos nosotros, flor de la Sección Especial, se nos arqueaba
alrededor para lanzarnos como flechas al corazón del deber.
—¿Dónde querés que vaya el pobre tipo a buscar agua a esta hora? —dijo
alguien.
—¿Qué, te creés que es sonso? —contestó Cajoncito—. A la canilla.
Volvió Roque. Cajoncito se restregó las manos preparándose para la
acción. En cuanto volviera Sombira vendría el calor a la celda, las
camisas solas bastarían, si no sobraban. En seguida llegó Sombira
con el médico, que traía la cara empañada por una preocupación. Se
la alumbré bien con la linterna. Sombira pidió:
—Roque, la botella.
Desplegaba una cortesía vistosa. Arrodillado en el suelo sobre una
sola rodilla, abrió la boca rota del estudiante y echó el agua delicadamente
adentro. La garganta rumoreó, el agua gorjeante volvió a salir, dejando
regueritos en la quijada, los hombros, el pecho, teñida ahora del
rosa del naciente que tiene la nieve en el Famatina.
—¿Ve, querido? —preguntó Sombira al médico—. No puede. No podrá ingerir.
—Y echó el agua de golpe, cambiados sus ademanes elegantes en una
convulsión. —¿Ve? Nosotros también somos hombres de ciencia. Sabemos
que tienen que venir unas cuantas horas de luz y unas cuantas de oscuridad
antes de que a éste se le afloje el tubo de la tragada, todo íntegro,
y pueda meterse algo dentro. Le pusimos el tubo duro como piedra.
¿No está convencido? Muchachos, vamos a convencer al doctor de que
éste devuelve cualquier agua que se le meta. Traigan la lavativa.
Qué risa. Había que ver la cara del médico. Movió una mano: le bastaba,
le bastaba la demostración, decía la mano. Sí, Sombira tenía más ciencia
que él, admitía la mano.
—¿Ha visto, querido? —le preguntó, traspasado de dulzura.
Los muchachos sonreían. Cada sonrisa prolongaba la del vecino, era
una sola soga para tender distintas diversiones. Sombira le aconsejó
finalmente al médico:
—Tendría que aprender los efectos de la agujita eléctrica. El conocimiento
no ocupa lugar y no se sabe nunca qué cosas le reserva a uno la vida.
El médico dijo entre dientes algo de una cama para el muchacho, las
inyecciones, hielo en la cabeza.
—Pierda cuidado, querido.
Ya la noche nos llegaba desde una distancia inalcanzable. La orden
de irnos era todo lo que esperaba nuestra sed de sueño. Y nadie la
dio. Vino en cambio la de pasar al preso a una celda con todos los
adelantos del confort moderno, ponerle inyecciones y tratarlo como
a un cajetilla delicado de salud. Pero no vino de Sombira esa orden,
vino de Winkel. Y cuando la cumplimos, dijo por fin que podíamos retirarnos.
Cuando ya salía de la pieza se volvió a mirar y, sin mover las manos,
amenazó al preso:
—Pobres de ustedes, traidores sin corazón de la patria.
Y tenía un aire fenómeno de antigüedad y justicia, como si fuera todos
los jueces juntos desde el principio del mundo.
—Somos nosotros el chivo emisario, el blanco del odio de todas las
cuevas del país. No comprenden el deber. Bastará con que lo comprendamos
nosotros y lo llevemos adelante como una deformidad, si es necesario...
La noche ha terminado, muchachos. Pueden irse. Terminó la ceremonia.
Quedó frente al escritorio, mirado por el gobernante desde su fotografía
dedicada. El deber le marcaba las vértebras como con plomada, derechas,
derechas. Era un termómetro con la temperatura del deber a cuarenta
grados. Ya podía Tabañal derramarse sobre la camilla, y Sombira con
sus caprichitos embeberse tanto de rabia como de diversión, el único
jefe era Winkel, envoltura del hielo seco que le ardía adentro.
Entonces pudimos salir a la noche blanquecina y centelleante en nuestros
ojos cansados. Yo me puse a andar por esta ciudad casi con miedo.
Tan al borde del agua que algún día va a terminar por caerse.
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