Marcelo
Percia,
1998, en No todos somos cualquiera (la cuestión política como vacío
disciplinario), ensayo.
I.
En 1895, consultado por el doctor Ernest Bloch, Freud recomienda tratamiento
para un niño de seis años que sufre pesadillas. El chico sueña que
lo persiguen, que cae en un abismo y que lo castigan hasta morir.
El padre, un funcionario de la aduana austríaca, no acepta el consejo
porque teme que lo acusen de maltratar a su hijo. El muchacho de las
pesadillas será conocido como Adolf Hitler. El episodio se difunde
en un Congreso Mundial de Neurología celebrado el año pasado en Buenos
Aires. Algunos desmesurados creen que la ciencia puede sanar al mundo.
Tal vez el holocausto, piensan, se hubiera evitado de haber atendido
a tiempo a ese chico. La indicación de Freud, suponen, pudo cambiar
la historia.
II.
Un informe de los psiquiatras de la Corte Suprema de Justicia concluye
que Alfredo Astiz no es un enfermo mental. Los especialistas argentinos
encuentran rasgos esquizoides, paranoides, perversos y depresivos
en el imputado. Dicen que tests de personalidad revelan que Astiz
experimenta placer ante el dolor ajeno. Afirman que esa característica
es común a muchos torturadores.
III.
El 15 de enero de 1973 se estrena en el teatro Payró de Buenos Aires
El señor Galíndez de Eduardo Pavlovsky. Una dramática testimonial
del terrorismo de Estado en la Argentina. La obra relata espesuras
existenciales que desbordan las psicologías. Pone en escena lugares
comunes del horror. Acciones familiares (esperar a alguien, limpiar
una mesa, barrer el piso, tender una cama, ir al baño, ordenar papeles,
hacer gimnasia, leer una revista). Impaciencias y movimientos apaciguadores.
Opiniones generales sobre cómo se pierde el romanticismo, sobre el
sabor de la intimidad o sobre la inconstancia de la juventud. Imágenes
cotidianas: tapas de revistas con actrices y modelos, fotos de futbolistas
y boxeadores. Cosas que pasan en la proximidad de los cuerpos que
esperan: exasperaciones, acercamientos, rechazos, confusiones, violencias.
Sorpresivas confidencias. Especulaciones sobre qué quiso decir (de
verdad) el otro. Sentencias y enseñanzas que hablan con la voz de
la experiencia. Momentos en los que es inútil hablar. Conversaciones
agrietadas por sospechas y desconfianzas. Gestos inocentes y divertidos.
De pronto un hombre habla con la mujer por teléfono. Pregunta por
su hija: si la abrigó o si repasó las tablas de multiplicar. (Hola,
Rosi, el papi habla. ¿Cómo le va a la muñequita? ¿Me querés mucho?
Y cómo no te voy a querer si soy tu papi. Bueno, hacé los deberes
y obedecela a la mami. Sí, mi vida, sí. Chau, tesoro.). Le manda besos.
No quiere que la suegra se meta en su casa. No recuerda dónde puso
la boleta de la luz. Se enoja cuando lo celan. Cosas que pasan. Movimientos
colgados de nada. Cabos sueltos. Datos imprecisos, casi innecesarios.
Automatismos de chicos que se defienden. Que se sienten jodidos por
un extraño. Rebeldías que se muerden la lengua cuando hablan con la
autoridad. Pequeñas costumbres y minucias. Hazañas miserables. Expresiones
disparatadas, ocurrentes, absurdas. Modales de pibes de barrio que
respetan a sus mayores. Obsecuentes que reciben, por teléfono, órdenes
de Galíndez (Hola. Sí, señor. ¿Cómo le va a usted, señor? Muy bien,
muchas gracias señor. Pierda cuidado señor. ¿Cómo? Sí, señor estoy
escuchando. Perfecto, señor. Sí, señor...y bueno, nuestra misión es
esperar, señor. Comprendido, señor. ¡Entendido! ¡A sus órdenes, señor!).
Nerviosismo de cuerpos a punto de estallar. Delirantes que laburan
para Galíndez aunque nunca le vieron la cara. Desesperados que intuyen
que no son imprescindibles. Que temen perder su protección. Que saben
que cualquier sacudida de las circunstancias puede hacer también de
ellos hombres muertos. Esclavos de leyes mafiosas. Dependientes de
la fragilidad e inestabilidad de sus pactos. Ambiciosos que luchan
por progresar. Hijos de puta que tienen miedo. Que están muertos de
miedo.
IV.
Los responsables de actos de terrorismo de Estado en la Argentina
deben ser procesados y condenados. No necesito argumentar razones
psicológicas o psicoanalíticas para justificar esta afirmación (no
se trata de decir que hay que recordar para no repetir, elaborar para
no sufrir, o que un pasado traumático se cierne como pesadilla en
el presente). No hablo en nombre de las humanociencias. Expreso una
voluntad. Eso es todo. No necesito peritajes psiquiátricos ni psicológicos
para constatar una supuesta inclinación al horror que, tal vez, podría
hallarse en cualquiera de nosotros.
Me parece necesario (volver a) situar los hechos de terrorismo de
Estado como parte de la racionalidad del capitalismo en la Argentina.
Los saberes que explican el mal como monstruosidad personal o patología
moral tienen, al cabo, un efecto encubridor. Sustraen de la discusión
el problema de la funcionalidad política de la barbarie.
¿Cómo son los torturadores de la obra de Pavlovsky? Son hombres comunes:
padres, hijos, maridos, empleados, trabajadores. Pero que sean personas
como todos ¿significa que cualquiera puede ser un torturador? ¿Que
la mayoría tenemos un costado perverso que desconocemos? ¿Que, dadas
las circunstancias, ninguno resistiría la tentación de violar un cuerpo
indefenso? ¿Que el mal gobierna en la intimidad del deseo? ¿Que la
civilización es una sofisticada barrera de contención para el descontrol
pulsional? ¿Que, incluso, las personas más buenas y solidarias son
malvados travestidos? ¿Que el bien es sublimación del mal? ¿O que
hasta perdedores, tristes, melancólicos (inofensivos socialmente)
son sádicos atemperados que ejercitan la violencia contra sí mismos?
La igualación de todos ante el mal (ya sea como tendencia pulsional
o formación de goce) es discutible. Propaga una difusión de principios
universales y homogéneos. Un reinado indistinto y general. Un apartado
moral en el que todos somos, en potencia, culpables. Por mi parte,
insisto en plantear el problema de la subjetividad como espacio político
de una pregunta: ¿por qué no todos somos cualquiera?
V.
Recuerdo un relato de Franz Kafka que se llama En la colonia penitenciaria.
Transcurre en una isla de seguridad y disciplina severas. Un extranjero
es invitado a presenciar la ejecución de un hombre condenado por desobedecer
e insultar a un superior. El castigo consiste en inscribir sobre su
cuerpo la disposición que él mismo violó. Por ejemplo: “Honra a tus
superiores”. El detenido no sabe que ha sido procesado ni tuvo oportunidad
de defensa.
En un valle desierto, el oficial y el extranjero hablan junto a la
máquina inventada para la ejecución. La descripción del aparato ocupa
casi toda la narración. También están presentes un soldado y el condenado.
El procedimiento de castigo no cuenta (ahora) con muchos partidarios
en la colonia. El oficial explica el funcionamiento del artefacto
vestido con un estrecho uniforme de gala cargado de charreteras y
adornos. Hace mucho calor y respira fatigado. Sube escaleras, examina
piezas, revisa engranajes, ajusta tornillos. Cada tanto se lava las
manos. Todo lo hace con cuidado. Recuerda que, en tiempos del antiguo
comandante (quién diseñó y construyó la máquina) la colonia era una
organización ejemplar.
Muestra orgulloso el aparato. La Cama cubierta de algodón sobre la
que se coloca al condenado. Las correas para atar pies, manos o sujetar
el cuello. Una mordaza para que la víctima no grite ni se muerda la
lengua. El mecanismo, conectado a una batería eléctrica, que realiza
imperceptibles y rápidas vibraciones. Las oscilaciones calculadas
y sincronizadas con los movimientos de la Rastra: un dispositivo de
agujas que rasgan el cuerpo estremecido del condenado ( “unas sirven
para escribir y otras, más cortas, arrojan agua para lavar la sangre
y mantener limpia la inscripción.”). Por último, el Diseñador que
dirige y regula el movimiento de las agujas de acuerdo a la inscripción
de cada sentencia.
En la lógica de En la colonia penitenciaria no se persigue la confesión
del inculpado. O su examen de conciencia. Ni el arrepentimiento. Tampoco
alcanza con tatuar la ley sobre su cuerpo. Se pretende ir hasta lo
más hondo: hacer hablar al alma con las palabras del poder.
El oficial exhibe diseños preparados por el antiguo comandante. Planos
llenos de líneas indescifrables. Las inscripciones ocupan sólo una
franja del total de la superficie. El resto está cubierto con hermosos
adornos. El procedimiento dura doce horas. Cuando el condenado traspasa
la experiencia del dolor, comienza a descifrar el secreto (“estira
los labios hacia afuera como si escuchara”).
El oficial se disculpa por el chirrido espantoso de una rueda. Explica
que el nuevo comandante redujo las partidas de mantenimiento. Cada
tanto se rompe o descompone algo. Los repuestos no se consiguen, llegan
tarde o son de mala calidad. Incluso, al no cumplirse la norma de
ayuno, los condenados dejan la máquina peor que una pocilga. A veces,
la sangre y excrementos humanos afean la visión de la sentencia o
la ensucian.
VI.
No expongo la historia como símbolo de injusticias, ni como muestra
de inhumanidad o como parábola de que el poder inscribe sus intereses
y normativas en los cuerpos de los débiles. Tampoco como ilustración
del dicho “la letra con sangre entra”. No busco metáforas brutales
para volver a denunciar el terrorismo de Estado en la Argentina. No
conviene abusar de las alegorías. Entre otras cosas, por la estrechez
de los simbolismos y la ingenuidad de los paralelos. Las simplificaciones
gustan de apariencias unívocas y de correspondencias perfectas. Me
intereso por la ficción como relato de un singular. Como narrativa
que resiste la tentación de lo general, de lo homogéneo o de la interpretación
disciplinaria.
Tanto En la colonia penitenciaria como El señor Galíndez me sorprenden
por cómo la racionalidad participa del horror. Cómo traza su ruta
entre equívocos, absurdos o lógicas que parecen inofensivas. Cómo,
a veces, esa inteligencia realiza sus metas sin estremecerse ante
la tortura y la muerte.
Para los protagonistas de El Señor Galíndez o para el oficial de En
la Colonia Penitenciaria no es evidente que están haciendo mal. Permanecen
inocentes y viven sus actos sin culpa. Lo defectuoso (si existe) aparece
desplazado en otra parte: en alguien que cambia las órdenes haciéndose
pasar por Galíndez o en el nuevo comandante que no entiende la estética
del procedimiento.
VII.
Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén (1963) observa que
uno de los responsables de asesinar a millones de seres humanos, no
parece un hombre malo. Es un burócrata obstinado en hacer correctamente
su trabajo. Una criatura meticulosa que no manifiesta odio personal
contra sus víctimas. Ni goza, enfermizo, con el sufrimiento de los
condenados. Interpreta y satisface a sus superiores. No es un monstruo.
Dirige uno de los más atroces programas de exterminio de la historia
de la humanidad, como si administrara una oficina de correos. Hannah
Arendt llama banalidad del mal a esa práctica común y rutinaria del
horror. Al empeñoso deseo de obedecer y cumplir órdenes. Sin importar
el precio. Sin dudas ni remordimientos.
VIII.
Nada asegura que los criterios diagnósticos en uso entre psiquiatras,
psicólogos y psicoanalistas sean más confiables que las conclusiones
de Cesare Lombroso. Un médico carcelario (inspector de manicomios
y experto en psiquiatría, ciencia penitenciaria y medicina legal)
que a fines del siglo XIX identifica la suma de rasgos morfológicos
que delatan la presencia del mal. Según Lombroso el gusto por el horror
es un resto de nuestra herencia animal. Los criminales son criaturas
gobernadas por instintos primitivos. Para apoyar su argumento, recuerda
que entre animales la crueldad es moneda corriente. Presenta ejemplos:
el de una hormiga cuya furia homicida la impulsa a matar y despedazar
a una pulga; o el de una cigüeña que, junto con su amante, asesina
a su marido; o el de unos castores que se asocian para matar a un
vecino solitario; o el de una hormiga macho que, como no tiene acceso
a las hembras reproductoras, viola a una obrera hasta provocarle la
muerte en medio de atroces dolores.
Lombroso está convencido de que el mal por el mal puede ser detectado
en forma precoz. Un gran número de signos físicos y morales distinguen
a los criminales de las personas honradas. Compara cerebros y cráneos
de acuerdo a sus tamaños. El diámetro de las mandíbulas, la espesura
y el color de los cabellos, el tipo y las formas de las barbas, la
palidez y tersura de los rostros. Alerta que los homicidas tienen
manos gruesas y cortas. Los ladrones y salteadores de caminos desarrollan
dedos largos. Los estafadores son zurdos e inteligentes. Los abusadores
de menores tienen talla pequeña y peso abultado. Los autores de heridas
se apasionan por el juego. Los insanos son casi siempre alcohólicos.
Muchos criminales temen a Dios. Los ladrones son poco religiosos.
Los incendiarios casi todos locos. Los homicidas nunca totalmente
calvos. Los violadores de mujeres vírgenes exhiben narices protuberantes.
Los hombres honrados tienen la nariz con forma de pico ganchudo, ya
ondulosa, mejor larga, de mediana longitud, con base muy frecuentemente
baja, en casi ningún caso desviada. Los degenerados presentan las
orejas separadas de la cabeza. Los sometedores de niños o niñas llevan
una arruga especial en la frente que denuncia la marca del vicio.
Las personas rectas y probas despiden secreciones menos ácidas. Los
hombres y mujeres infames carecen de gusto. Los criminales tienen
el paso izquierdo muchos más largo que el derecho. Casi todos los
reos comunican sus pensamientos por medios de señales. Los homicidas
y ladrones poseen un lenguaje con cuarenta y ocho gestos innatos.
Los desenfrenados tienen debilidad por los tatuajes. Los violadores
tapizan su piel con signos obscenos y jactanciosos. (Lombroso comenta
el caso de un condenado que llama su atención. Un hombre que lleva
la historia de sus crímenes grabada sobre su cuerpo. Un sujeto sin
moral que exhibe, en la piel, la lista de sus amantes. Y escribe lo
que sigue: “Junto a éstas figuras y al lado de otras que el respeto
al público me prohibe citar, veíase con sorpresa el diseño de una
tumba con este epíteto: ‘A mi querido padre’. ¡Extrañas contradicciones
del espíritu humano!”).
Pero una de las rarezas más notables de los criminales de Lombroso
es la resistencia al dolor. Cita el caso de un ladrón que se deja
amputar una pierna sin gritar, entreteniéndose después en jugar con
el pedazo cortado. O el de un asesino que, terminada su condena, ruega
que le permitan continuar en prisión; y que viendo rechazado su pedido
se desgarra (con el mango de una cuchara) sin expresar malestar. O
el de un condenado que antes de ser decapitado, es atenazado en ocho
lugares diferentes, sufriendo esos tormentos sin quejarse. Lombroso
considera que esa analgesia explica la insensibilidad moral y la indiferencia
por la vida de un semejante. Razona que cuando vemos sufrir a otra
persona evocamos, ayudados por la memoria, sentimientos similares.
La identificación es el móvil de la compasión. Pero cuando no hay
sensibilidad tampoco hay compasión.
IX.
No se trata de ridiculizar las teorías de la escuela italiana de Cesare
Lombroso. O de aprovechar su lado cómico cien años después. El conjunto
de signos que, según Lombroso, delatan secretos del alma humana configuran
un mamarracho totalizador. Pero no conviene desairar ese proyecto
cientificista. Creo que sobrevive, aunque bajo formas más sutiles,
en muchas de nuestras ideas. No es que el mapeo de la antropología
criminal esté mal hecho o que sus datos no sean confiables. Tampoco
me parece que estemos a salvo del ridículo con aplicaciones psicosociológicas.
O con diagnósticos hechos con palabras freudianas.
X.
Circula entre mis colegas una especie de bestiario psiquiátrico internacional
que colecciona fábulas (que designa como observaciones empíricas)
de miles de criaturas sufrientes. Un compendio clínico que se usa
como manual de fácil y rápido manejo. Una taxonomía de los comportamientos
de hombres y mujeres que se sienten tristes, ansiosos, aterrorizados,
deprimidos, dependientes, impulsivos, insomnes, desorganizados, inseguros,
distraídos, irritables, desmemoriados. Un listado de rasgos que hacen
distinción en una multitud de pacientes. Una concertación diagnóstica
flexible en la que, de alguna manera, encajamos todos. Una bolsa ejemplar
en la que entra un poco de todo pero no mucho de cualquier cosa. Un
asunto de igualaciones diagnósticas y estadísticas. Un breviario de
reacciones que silencian eso inclasificable que en cada uno hace diferencia.
Un espectáculo de fijezas que hace olvidar lo que en cada cual provoca
sentido. Colecciones de lugares comunes y homogéneos que alisan pasiones
que son irregulares. Tal vez, la pregunta por lo singular restituya
lo accidental e indecidible. Las arrugas caprichosas de la subjetividad.
También la necesidad de pensar la cuestión política como vacío disciplinario.
Comento (con algunos retoques) la sumatoria de características que
exhibe el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales,
el DSM IV, de la American Psychiatric Association, para trastornos
obsesivos-compulsivos de la personalidad. Los torturadores de Pavlovsky,
el oficial de Kafka, o la banalidad de Eichmann pueden incluirse en
los dominios fiables de ese casillero. Son gente preocupada por el
orden, la perfección y el control de sí mismos y de los otros. Personas
poco flexibles y casi nunca espontáneas. Exageradas con las reglas,
detalles triviales, protocolos y horarios. Interesadas más en los
aspectos formales que en los objetivos de la actividad que llevan
adelante. Contrariadas cuando las rutinas son alteradas por retrasos
y otros inconvenientes. Tienen dedicación excesiva y mucha concentración
en su trabajo. No se toman una tarde para descansar, un fin de semana
para distraerse o un momento para relajarse. Hacen su tarea con mucho
cuidado y organización. Son respetuosas de la autoridad. Cumplen las
normas al pie de la letra. No les gusta delegar. Insisten en que todo
se haga a su manera. Dan instrucciones pormenorizadas sobre cómo se
tiene que hacer cada cosa. Suelen ser avaras y egoístas. Temen catástrofes
futuras. Con frecuencia son hostiles y agresivas. Viven sumergidas
en una sensación de urgencia.
XI.
A fines de la década del setenta, trabajo como psicólogo en el Centro
de Salud Nº3 de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Una
compañera me recomienda para coordinar grupos de adolescentes con
problemas vocacionales. Me permiten ingresar al Servicio de Psiquiatría
Preventiva. Pero, al tiempo, el jefe del Servicio opina que no tiene
sentido que chicas y chicos hablen de lo que les pasa en voz alta
sin plan ni conducción. Decide aplicar entre los consultantes el Test
de Szondi. Una prueba ideada por un médico húngaro obsesionado por
la incidencia de la dinámica instintiva en el destino de la gente.
A diferencia de otros tests proyectivos que se proponen deducir fuentes
ocultas de nuestros actos a través de láminas de manchas o de escenas
dibujadas, Szondi elige investigar con fotografías de enfermos mentales.
Busca activar impulsos que hacen guarida en zonas sombrías e indecibles
del alma. Quiere espiar el campo de batalla vivo de la herencia. Visitar
comarcas que combaten en cada uno de nosotros.
Según Szondi las formaciones de carácter o las tendencias profesionales
son resultado de complejas pulseadas en la mesa del alma. Incluso
cree que los individuos insanos son criaturas que padecen una sobredosis
instintiva inmanejable. Dice que su prueba permite pronosticar el
destino. Predecir amores, trabajos, amigos, enfermedades, la muerte.
Agrupa 48 fotografías en seis series de ocho imágenes cada una. Cada
serie contiene figuras representativas de un factor instintivo. Son
imágenes seleccionadas entre miles de enfermos mentales: hermafroditas,
asesinos sádicos, epilépticos genuinos, histéricos, esquizofrénicos
catatónicos, esquizofrénicos paranoicos, depresivos melancólicos y
maniáticos. Los retratos, en gran parte extraídos de libros de psiquiatría
de principios de siglo, corresponden a personas de diferentes países.
Recuerdo la sala en penumbras. El jefe del Servicio dice: “voy a mostrarles
unas fotografías. Mírenlas y elijan la de la persona que consideren
más simpática. Opten pronto, sin pensar mucho”. Un proyector expone,
enseguida, la primer serie de ocho fotografías. El clima es íntimo,
casi secreto. Los chicos tienen que consignar sus elecciones en un
formulario. Imágenes que actúan, según Szondi, como un despertador
de pesadillas instintivas. Al rato, pide otra, también, simpática
y, más tarde, dos antipáticas. El jefe del Servicio lamenta no seguir
las indicaciones de Szondi al pie de la letra: aplicar la prueba por
lo menos diez veces. Pocos chicos sobreviven a la segunda toma. Pero,
a pesar de obstáculos e impurezas, saca conclusiones: una vez expuso
que, según sus cálculos, una jovencita presentaba tendencias masoquistas;
pero que, sus exigencias sádicas, se encontraban (por suerte) bien
sublimadas. Y que, por lo tanto, era conveniente (a fin de completar
una correcta canalización pulsional) recomendarle que se desempeñe
como niñera, o tal vez como pediatra o, incluso, como psicóloga infantil.
Detectaba, además, en la muchacha signos inequívocos de frigidez,
pero por cuestiones éticas mantenía el dato en reserva. Otra vez encontró
en un chico, que se había burlado del test en forma agresiva, los
signos de Cain. Dijo que el muchacho juntaba odio y que sus elecciones
denunciaban rasgos latentes de homosexualidad anal.
Recuerdo que casi todas las imágenes eran feas. Retratos de gente
rara. A veces, no distinguía si se trataba de hombres o mujeres. Algunos
me despertaban miedo. Otros me ponían triste. Una de las mujeres (la
de la letra k de la serie V) me parecía bonita. Una vez me noté parecido
al hombre de la serie III que tenía la letra m. Por si acaso, nunca
lo mencioné. Tenía bigotes y una sonrisa que me era familiar.
XII.
En ocasión de la sanción de la Ley de Obediencia Debida (1987), tratamos
de explicar las razones subjetivas del acatamiento ciego a una autoridad.
Intentábamos no caer en lugares comunes: como la exageración de un
deber, o el cumplimiento irreflexivo de un encargo irracional, o la
presión moral por pertenecer a una institución disciplinada, o la
subordinación de almas dóciles y sumisas, o la activación de impulsos
crueles, destructores y serviles propios de una supuesta naturaleza
humana. Pensábamos que la obediencia criminal no se explica porque
un individuo sufre influencias del medio o experimenta impulsos irrefrenables.
Incluso advertíamos que psicologías del individuo obediente, o estudios
sobre instituciones autoritarias (que analizan la familia, la escuela,
la iglesia o el ejército) o teorías sobre patologías sociales de acatamiento,
pueden tener efectos despolitizadores.
Pero caíamos en una argumentación (si no peor) por lo menos equivalente.
Intuíamos que un modo de reponer el problema político en el centro
de las teorías del sujeto era pensar las relaciones entre deseo y
poder. Cito un fragmento del razonamiento: “¿Cuáles son las condiciones
del sujeto que posibilitan que desee acatar sin límites las exigencias
del poder? El que obedece ciegamente se halla poseído por una creencia:
reencontrar, a cambio de la sumisión, aquello que le falta. Si el
deseo se define por la carencia de objeto, esa falta (constitutiva
del sujeto) moviliza la persecución desesperada de algo. Una ausencia
que halla sustitutos pasajeros en los objetos cincelados por la historia
social. La obediencia ciega es una de las figuras que ofrece el poder
para cautivar al deseo. Pero no se trata de un objeto más: es una
modalidad de lazo social que produce subjetividad.”
Es cierto, la potencia deseante puede estar al servicio de cualquier
cosa (incluso, claro, de la muerte, la tortura y otras formas de crueldad).
Pero, al cabo, el argumento es ingenuo. El análisis de los actos de
terrorismo de Estado (a pesar de considerar la fascinación por el
poder, el amor por la autoridad, el deseo de formar parte de una voluntad
superior o la complicidad de intereses) choca contra un resto que
resiste las explicaciones disciplinarias. ¿Por qué militares argentinos
no dudan de la moralidad de sus crímenes? ¿Por qué, ni siquiera reconocen
a esos hechos como criminales? ¿Por qué no lamentan haber hecho lo
que hicieron? ¿Por qué desearon hacerlo? El haberlo hecho no sólo
es un verosímil moral e ideológico, sino una realización política.
No todos (es decir no cualquiera) se hace sujeto de una voluntad así.
El horizonte de opciones posibles se resuelve en forma distinta para
cada cual. Tal vez el misterio de la diferencia sea terreno de la
angustia, pero, también, de la política.
XIII.
La existencia habla muchos idiomas. Algunos extraños e indescifrables.
Entre todas esas lenguas, no obstante, aprendemos a vivir. Cada cosa
admite más de una interpretación. Vagamos sin contar con verdades
absolutas. Es difícil desandar las sendas y trayectos que conducen
al establecimiento de una verdad para cada uno. La subjetividad es
territorio de consentimientos, sublevaciones e indiferencias.
Cuando un pensamiento intuye (o constata) que el Estado, el Derecho,
la Justicia, la Moral, la Ley son convenciones enloquecidas en manos
de un enemigo, estalla (otra vez) en angustia, soledad, desierto.
Tal vez los saberes disciplinarios son terapéuticas que vienen a asistir
a la razón después de la estampida. Calmar la angustia, acompañar
la soledad, llenar el desierto. Pero la razón disciplinada, al cabo,
parece un alma sobremedicada. Un conjunto de explicaciones planas.
El desastre pone a la vista un estado de vértigo, de tensión, de peligro.
La asistencia de ese desgarro (cuando no sólo es acción apaciguadora
o pensamiento complaciente) necesita interrogarse por las razones
políticas de la barbarie. Tal vez esa pregunta sea un modo de crítica.
Que no logra ocultar, por momentos, su desorientación.
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