Juan
José Saer,
1986, de Glosa, novela , Alianza Editorial, 1986, Bs.As.
(…)
pero volviendo a formular la misma pregunta media hora más tarde,
como si nunca la hubiese hecho, y desinteresándose otra vez de la
respuesta para hundirse en rumiaciones insondables y trabajosas. Que
no será el temor lo que retendrá a Tomatis, lo mostrará el hecho de
que sus preguntas se referirán, con la misma lejanía y la misma imparcialidad,
a los temas más comprometedores o más insípidos, temas que, en épocas
normales, habrían podido tratar en forma viva y exhaustiva, pero que
ese anochecer de enero Tomatis musitará sin convicción, y en forma
interrogativa e indiferente, a la que él, Leto, ¿no?, responderá la
mayor parte de las veces con monosílabos verídicos pero incompletos.
AI cabo de un rato, su desconfianza se transformará en alivio y, cuando
comprobará que los raros momentos de buen humor pasajero de Tomatis
consistirán en un empleo sentencioso y mecánico de los slogans publicitarios
televisivos, también en compasión. Un par de veces, como la televisión
seguirá funcionando abajo, Tomatis se levantará, interesado por el
cambio de programa, por alguna noticia sensacionalista, por el desenlace
de alguna serie policial, interrogando a su hermana en voz alta a
través del patio interior, y después volverá a sentarse en su sillón
plegadizo, quedándose pensativo unos segundos y sirviéndose otro vaso
de vino con hielo. Hasta que en determinado momento, la pregunta final
llegará a los oídos de Leto, tan abrupta e inesperada que, experimentando
una emoción violenta, él, que habrá pasado entre los balazos durante
años, imperturbable y casi indiferente, sentirá los latidos de su
corazón más rápidos y más violentos. ¿Es cierto lo de la pastilla?
¿La llevás encima?, le preguntará Tomatis, inclinándose hacia él,
con la misma sonrisa cómplice y discreta con que podría haberle hablado
de una foto pornográfica. Leto no dirá ni que sí ni que no; mirando
a Tomatis fijo en los ojos, buscará la sonrisa de complicidad de unos
segundos antes, pero para su sorpresa, los ojos de Tomatis, desiertos
del menor destello de humor, le lanzarán por primera vez desde que
habrá llegado a la casa una mirada viva, casi imperativa; los ojos,
que habrán estado empañados y huidizos durante todo el encuentro,
brillarán ahora tan fuerte que Leto creerá, de un modo erróneo, que
reflejan las luces de la terraza. Por fin, Leto desabotonará despacio
el bolsillito de seguridad que se encuentra bajo el cinturón y sacará
la pastilla y, abriendo de golpe la mano, la hará aparecer en el hueco
de la palma, acercándola a Tomatis, y durante ese movimiento más bien
rápido que lento, la cápsula de plástico en la que vendrá encerrada
reflejará, al pasar, alguna de las luces. Tomatis se inclinará para
observar, con sacudimientos de cabeza lentos, de corroboración, primero
afirmativos, negativos después, y por último otra vez afirmativos.
Exacto, exacto, dirá, como pensando en otra cosa. Y él, Leto, ¿no?,
volverá a guardarse la pastilla.
Unos meses más tarde, la sacará por última vez, en Rosario justamente,
y, justamente, en Arroyito. Estará solo en una casa de la que habrán
dicho que es segura, en la que, le habrán dicho, no podría existir
la menor posibilidad de ser descubierto. Estará echado en la cama,
en la penumbra, fumando cigarrillo tras cigarrillo -encendiendo, como
ya será su costumbre, uno con la brasa del otro- sin pensar en nada,
viendo el contorno de los muebles escasos, la silueta de la ventana,
y la penumbra un poco más clara que se filtra a través de las hendijas
de la celosía. Serán más o menos las once de la noche. Una estufíta
a resistencia, puesta en la entrada de la habitación, en el pasillo,
expanderá, a ras del suelo casi, un resplandor rojizo, del que la
brasa del cigarrillo, avivándose a cada chupada, parecerá, por decirlo
de algún modo, el eco luminoso o la metástasis. Estará todo vestido,
ya que habrá adoptado, desde hará unos años, la costumbre de dormir
así en los períodos difíciles, menos para sentirse seguro que para
ganar tiempo, con un criterio de eficacia objetiva, podría decirse,
en el que sus intereses personales no entrarán para nada en consideración.
En el suelo, al alcance de su mano, estarán sus armas. En el momento
en que verá una sombra rápida, bastante grande, imprimirse una fracción
de segundo sobre las rayas paralelas de penumbra gris clara que se
filtrarán por la celosía, estará justo encendiendo un nuevo cigarrillo
con la brasa del que estará terminando de fumar e, incorporándose
un poco en la cama, tratando de escuchar algo, aplastará el pucho
en el centro del cenicero y apoyará el que acaba de encender en la
muesca, para, en el caso de una falsa alarma, no desperdiciar por
precipitación un cigarrillo. Sin hacer ningún ruido, recogerá la ametralladora,
desenchufará la estufita a resistencia para obtener una oscuridad
más densa, y se acercará a la ventana. Al principio no verá nada,
a no ser la calle vacía, las fachadas, los árboles, las veredas, los
coches estacionados -todo como endurecido, filoso, lleno de reflejos
oscuros a causa del aire seco, difícil de respirar, de la noche de
invierno. Durante un minuto por lo menos, permanecerá inmóvil, espiando
a través de la celosía, y ese minuto será tan largo y monótono que,
cuando habrá acabado de transcurrir, ya casi ni se acordará de la
razón por la cual habrá venido sin hacer ningún ruido hasta la ventana,
tanto la calle. con los contornos rectos de las cosas bien recortados
en el aire helado, parecerá desierta e incluso abandonada. Ya estará
por volverse a recoger el cigarrillo de la muesca del cenicero, cuando
verá las sombras moverse un poco en la vereda de enfrente, más livianas
que las de las casas y las de las ramas de los árboles pelados que
se entrecruzarán contra las fachadas y contra la vereda -"como una
telaraña", pensará, con un último reflejo literario, cuyo carácter
sobado y convencional le dará un matiz irónico a su pensamiento. Y,
como quien revela una fotografía y va percibiendo poco a poco los
detalles, él irá descubriendo poco a poco los contornos, las siluetas
inconfundibles de hombres armados que corren encogidos a ocultarse
o protegerse en los umbrales, detrás de los coches o de los árboles.
Igual al viajero que, antes de subir al tren, mete la mano en el bolsillo
para verificar que no ha perdido el boleto, él llevará la mano al
bolsillito estrecho que se encuentra bajo el cinturón, palpará la
cápsula por sobre la tela y, sin dejar de espiar a través de la celosía,
empezará a desabotonar el bolsillito. Al ver cruzar en dirección de
la casa, rebotando sin hacer ruido contra el asfalto, a dos hombres
armados, les dirá, sin proferir una sola palabra, con el pensamiento,
como ya es su costumbre: "Ustedes dos, como los que están atrás de
los autos y de los árboles, como los que esperan en las esquinas,
como los que ya deben estar en la puerta de entrada, en el techo a
lo mejor, en el fondo del patio, carecen de realidad, son como fantasmas
o como nubes de humo, porque yo tengo la pastilla, la acabo de tocar
con la yema de los dedos, la pastilla que anula de un solo clac el
big-bang, la expansión insensata y ciega de sus chafalonías y su pseudoeternidad
irrisoria". Y, volviendo un poco a tientas hasta la mesa de luz, y
recogiendo de la muesca del cenicero el cigarrillo para darle dos
o tres pitadas antes de aplastarlo, se llevará la pastilla a la boca
con un gesto tan rápido que antes de morderla, sosteniéndola un instante
con los dientes sin hacer presión, deberá expeler el humo de la última
pitada.
(…)
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