Héctor
Schmucler,
1997, sobre El fin de la Historia, novela de Liliana Heker, en Revista
El ojo mocho, nº 9/10, 1997.
'Los relatos de la traición'
Desde que el mito bíblico consagrara a Judas Iscariote como arquetipo
de la traición, el traidor no ha dejado de ser uno de los enigmas
que habitan Occidente. Empezando por este Judas, tal vez el más trágico
de los personajes evocados en el Evangelio, cuya exégesis oscila entre
la pura encarnación satánica y la figura del que se sacrifica -eternizando
su arrepentimiento-, para que el anuncio salvífico pudiera consumarse.
El traidor, entonces, entre el que entrega (traditor, entre-gador)
o el que desespera por apresurar el cumplimiento de los tiempos. San
Juan, en el relato neotestamentario, instala, juntas, la condena y
la necesariedad de Judas: "¿No os he elegido yo a vosotros, los Doce?
Y uno de vosotros es el diablo. Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote,
porque éste le iba a entregar, uno de los Doce" (Evangelio de Juan,
6, 70-71). Es Jesús el que habla allí y deja planteadas las preguntas
abismales: entre ¡os elegidos, también se encuentra quien no debería
estar, aunque éste es el único que no puede faltar. Judas es el que
logra confundir a quien todo lo sabe y el que, a su vez, es condición
para su gloria: "Ahora mi alma está turbada / Y ¿qué voy a decir?
/ Padre, líbrame de esta hora / Pero ¡si ha llegado esta hora para
esto! (Evangelio de Juan, 12, 27).
En su relato Judas Iscariote (1907), el ruso Leónidas Andreïev muestra
un Judas impaciente por el advenimiento de esa hora, desesperado ante
la aparente inactividad de Jesús. Al entregar al Maestro, el Judas
de Andreïev escapa de una tensión que le resulta insoportable, pero
además, precipita los acontecimientos. Judas está convencido de que
los discípulos defenderán a Jesús y que el pueblo lo aclamará. Que
el medio para desencadenar la "gloria" fue un acto que los hombres
inflamarían con la palabra de traidor pegada a su imagen, era irrelevante
ante la majestuosidad de los efectos. Judas no podía sospechar de
que su persistir en el tiempo iba a ser consecuencia de la derrota
de su gesto. Su recuerdo -si alguno quedaba de él- tendría que estar
unido al triunfo de Cristo. Pero ios discípulos no defienden a Jesús
("mirad que llega la hora -ha llegado ya- en que os dispersaréis cada
uno por vuestro lado y me dejaréis solo", Evangelio de Juan, 16, 32),
ni el pueblo lo aclama ("si el mundo os odia, sabed que a mí me ha
odiado antes que a vosotros", Evangelio de Juan, 15, 18), ni el Maestro
permanece para reinar. Judas no puede entender que el sacrificio y
la soledad inmensa que el ausente deja en quienes se entregaron a
Él significan una forma del triunfo. Entonces, las preguntas que atravesaron
su existencia regresan para ampliar sin límites el vacío que lo agobia:
"¿Quién engaña al pobre Judas? ¿Quién tiene razón?". Ningún arrepentimiento
será aceptado, ninguna restitución del dinero maldito amenguará su
culpa y su propio suicidio será visto con indiferencia.
El enigma de Judas
Nadie puede apiadarse de la conciencia del traidor: sólo la tragedia.
El traidor no tiene reparación posible porque el mundo descansa al
encontrar un culpable, al descubrir una circunstancial y tranquilizante
explicación al espanto del mal encarnado. Ninguna desdicha pude compararse
con el tormento de un arrepentimiento en el que nadie cree. Salvo
que ese arrepentimiento se haga visible con otra traición que compense
el daño de la primera. La inquietante cercanía entre traidor y héroe
ha conmovido todas las tradiciones éticas y políticas: el heroísmo
puede ser visto como un acto de traición por quienes se ven afectados
por una determinada conducta, si aceptar la posibilidad de la traición
habla de valores indecisos, con frecuencia la calificación de traidor
exige de quien la pronuncia la práctica de una amoralidad extrema:
pensar a los seres humanos como meros instrumentos de una razón incuestionable.
La libertad humana -ese principio sin el cual la responsabilidad es
inconcebible- encierra la posibilidad de que quien la ejerce sea señalado
como traidor. Si la responsabilidad y la libertad son condiciones
de cualquier andamiaje moral -sustento, a su vez, de la existencia
misma de los seres humanos-, el concepto de traición pone en juego
una compleja trama que condiciona las conductas humanas, incluida
la decisiva presencia de una indefinida realidad que se expresa en
la idea de mal.
El enigma de Judas mortificó el pensamiento. En el siglo II, ciertos
gnósticos habían resuelto el dilema mediante la inversión del recorrido
efectuado por algunos evangelistas. No se trataba (como 1700 años
después lo intentara An-dreïev) de explicar a Judas el traidor, como
aquél que había acelerado la redención humana al entregar a Jesús
a sus verdugos. Para los cainitas, Judas Iscariote pertenece a una
raza superior, la del Dios de la Luz.
Sus antecedentes eran otros "réprobos" de la Biblia, como Esaú (destinado
a ser "oprimido" y a desprenderse con ligereza de su progenitura (Génesis,
15, 23 y 15, 32) y, en el origen, Caín (de allí el nombre de la secta),
quien había sido el fruto de una unión de Eva y un superior. El asesinato
de Abel engen-drado por un poder inferior- era. en consecuencia, el
símbolo de la victoria de te divinidad sobre el Demiurgo inferior
Para Hans Jonas, en su notable estudio sobre los gnósticos, "el pecado,
en los cainitas, es en realidad un camino de salvación y en consecuencia
la inversión teológica de la idea misma de pecado". Apar-tir de los
escritos de Ireneo (125-202). padre fundador que alegó fuertemente
contra el gnosticismo, Jonas sostiene que para los gnósticos la "libertad
de hacer todo se transforma en obligación positiva de cumplir todo
tipo de acciones (...) como medio para alcanzar adecuadamente la libertad
más que como manera de ejercerla". Al borrar la ¡dea de falta, la
traición -que es un acto perteneciente al espacio de la moral- desdibuja
cualquier identidad. Hans Joñas reconoce en el gnosticismo de los
primeros siglos de la era cristiana, una vocación sostenida por el
nihilismo. "El yo descubre que no se pertenece, sino que es el ejecutor
involuntario de los designios cósmicos". Una nueva y reforzada vigencia
del nihilismo es la que estamos viviendo en los dos últimos siglos;
hace casi dos mil años y ahora se subvierte la idea de ley en el sentido
de una ética que hace hombre al hombre. La traición, en el marco del
nihilismo gnóstio (donde "la trascendencia se encuentra despegada
de cualquier normativa con el mundo"), no tiene lugar. En el nihilismo
moderno ("infinitamente más radical y más desesperado que el nihilismo
gnóstico") también se desvanece la raigambre ética de la traición,
para transformarse en un instrumento técnico de la construcción del
poder.
La amoralidad esencial
En Los demonios (1871), Fiodor Dostoievsky describió para siempre
la amoralidad esencial que subyace en la concepción del poder preconizada
por el nihilismo y la necesidad de la presencia del traidor para la
lógica argumental que la sustenta. El traidor no sólo se presenta
como el ser extraño y peligroso que hay que combatir, sino que se
vuelve necesidad sustantiva para legitimar la positividad de la acción
política. La traición explica la derrota o, si el traidor es destruido
y se logra el triunfo, confirma la justicia de los vencedores. Dostoievsky
relata lo que una y otra vez se repetirá en la práctica política del
largo siglo que siguió a la publicación de su novela: "La fuerza esencial,
el cemento que todo lo solidifica reside en la vergüenza de la opinión
propia". Un paso decisivo y previo a la formulación de los objetivos
y métodos de la acción de un grupo es definir el perfil del enemigo.
El traidor, que sintetiza degradadamente todos los rasgos de ese enemigo,
no puede lograr ningún atenuante que permita compensar su culpa: cualquier
intento de comprenderlo entraña la posibilidad de renocer cuánto del
otro hay en uno mismo. El traidor, en consecuencia, requiere ser pensado
como un otro absoluto: la traición posee una esencialidad que la separa
drásticamente de nuestra propia experiencia. Sólo así logramos que
la culpa no nos toque y exorcizamos el mal que de otra manera también
podría instalarse en nosotros; afirmamos nuestra inocencia. La traición
señalada en el otro nos protege: quedamos resguardados en un bando
unificado por el miedo y la vergüenza.
La absoluta ajenidad del otro, que está en el centro del nihilismo
contemporáneo, construye el drama relatado por Dostoievsky en Los
demonios: un mundo en el que "todo está permitido". Antes se había
proclamado -sin la infinita consternación de Nietzsche- que "Dios
ha muerto". Sólo queda el poder, del cual Los demonios es una verdadera
teoría compendiada en el consejo de Stavrouguin a Ver-jovenski: "Convenza
a cuatro miembros del círculo para que maten al quinto so pretexto
de que va a denunciarlos, y entonces los tendrá a todos como amarrados
a un nudo, por la sangre derramada. Se convertirán en esclavos de
usted y no osarán rebelarse ni pedir cuentas".
La impiadosa historia del siglo ha repetido hasta el hartazgo la imagen
del traidor como causa de los fracasos colectivos y las decepciones
individuales. (Berdiaev, a comienzos del 1900, había escrito: "Los
demonios no es una novela de la época contemporánea sino de la futura").
El expediente de la traición alimentó las peores descripciones de
la realidad, en la que todo razonamiento se disuelve en la dicotomía
amigo/enemigo: desde el affaire Dreyfus hasta las persecuciones soviéticas
se dibuja un continuo relato de ignominias que se sustentaron en la
ideología de la traición. Ideología que cubre, todos los días, casi
todos los lugares.
El fin y el comienzo
Las anteriores reflexiones sobre los relatos de la traición no son
otra cosa que el intento de orientarme frente al malestar que me produjo
la lectura de una novela que por momentos bordea los imprevisibles
límites de lo humano y que opta por cerrarse estableciendo un "fin
de la historia", allí donde, en realidad comienza el drama. El libro
de Liliana Heker, El fin de la historia, afianza la cadena de distorsiones
que, con singular persistencia, han actuado sobre la construcción
de la memoria vinculada a los infames años 1970 en la Argentina.
Después de que Primo Levi enseñara la presencia del horror en la normalidad
de la vida de las prisiones de los campos de concentración nazi, después
de que Hannah Arendt puso en evidencia la banalidad -la forma cotidiana
y rutinaria- con que el mal absoluto muestra su rostro, no queda lugar
para la ingenuidad en la literatura. Que una guerrillera se enamore
de quien la ha torturado no cabe en una descripción preocupada por
el suspenso voyeurista de descubrir cuándo hicieron el amor por primera
vez; la escritura, si algo puede decir, sólo debería narrar su propia
impotencia para nombrar lo inabarcable. ¿Qué extraña traición se teje
entre el autor y su palabra cuando la tragedia -no es otro el tono
que merece la agonía de las personas reales que padecieron el destino
de Leonora- se resuelve en divertimento literario? Saturado por su
propia biografía, Liliana Heker hace de El fin del la historia un
espejo multiplicado en el que la novelista de ficción Diana Glass,
busca descubrir su intimo rostro en la imagen de su amiga montonera,
pero sólo encuentra ecos de sucesivas traiciones.
¿Qué escucha- y sobre todo qué no puede escuchar- Diana Glass en el
relato que le hace Leonora? El que se siente traicionado sólo tiene
oídos para escuchar traiciones. Diana Glass / Liliana Heker esperaba
ser redimida-¿redimida tal vez de la culpa de ser escritora y no guerrillera?-
por el acto sacrificial de Leonora. Su reaparición es escandalosa:
la sobrevivencia de la "elegida" para el holocausto es, ante todo,
una traición para quien, en la muerte del otro, espera un sentido
para seguir viviendo. El personaje ha abandonado el papel que le corresponde,
y Liliana Heker sólo puede diseñar otros personajes que dicen discursos
cuando lo único que podrían "decir" es que están condenados a buscar
palabras inexistentes para relatar una historia sin fin que tal vez
haya comenzado cuando ese hombre venido de Cariot, Ish-Qua-riot, el
más desesperado de todos, llegó a sospechar que Jesús podría traicionar
su destino de Salvador.
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