PROLOGO A LA NUEVA EDICIÓN (1992)
HAN PASADO YA SEIS AÑOS desde la madrugada del 7 de junio de 1986,
primeras horas del Día del Periodista, en la que escribimos la última
frase del prólogo a la primera edición de este libro. En esa vigilia
tensa y conmovedora, nos debatimos en la imposibilidad de escribir
un epilogo a la historia que, por primera vez, contaríamos a los
jóvenes de las generaciones venideras.
Aún hoy, podemos recordar a los estudiantes secundarios que nos
acompañaron en la búsqueda de la verdad, la alegría por el advenimiento
de la democracia, la mordaza ferrosa de los organismos de seguridad,
las definiciones y balbuceos de la Justicia, el movimiento zigzagueante
de la memoria histórica en la conciencia de los argentinos. Aún
hoy, recordamos la impotencia por desconocer el destino final de
los chicos secuestrados el 16 de setiembre de 1976 en el operativo
ordenado por el general Ramón Camps, pero también nuestras esperanzas:
que la impunidad jurídica sería reparada por la justicia porosa
de la condena social; que mientras existiera un joven que deseara
un mundo más solidario y justo, ninguno de los adolescentes secuestrado
en la Noche de los Lápices desaparecería para siempre.
En la delgada película del tiempo transcurrido en nuestra historia
sin fin, han quedado impresos, sin embargo, numerosos acontecimientos.
Lo que era esperanza, fue certeza. Lo que era temor, fue realidad.
Seis meses después de terminar este libro, entre gallos y a medianoche
fue sancionada la ley de Punto Final. Un año más tarde, la de Obediencia
Debida. Los miembros de las fuerzas de seguridad y civiles responsables
de los hechos aquí narrados fueron sucesivamente desprocesados,
y algunos procesados y condenados. Sus nombres figuraron en todas
las listas de acusados del juicio a las juntas militares y en el
informe de la Conadep. Los delitos que se les imputaron no fueron
sólo la elaboración y ejecución de "un plan criminal", el detalle
de esta sentencia genérica incluía la terrible certeza de que no
sólo habían exterminado a miles de opositores adultos sino también
a más de 232 adolescentes entre 13 y 18 años, en la noche y niebla
(NN) de la represión ilegal iniciada el 24 de marzo de 1976.
No repetiremos la cadencia de acontecimientos políticos que llevaron
a los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem a esgrimir razones
de Estado, o simplemente humanitarias, para desprocesar primero
e indultar luego a los máximos responsables de la mayor tragedia
argentina del siglo XX, como fue definido por el fiscal Julio César
Strassera en su alegato final en el juicio a las juntas militares.
Tampoco repetiremos los nombres de los criminales porque alimentamos
la utopía de que sus acciones se perderán en la noche de los tiempos,
mientras aquéllo que quisieron matar vivirá en otros cuerpos.
Es sabido por todos los ciudadanos que ninguno de los indultados
ha podido eludir la condena pública cuando intentaban vivir como
si nada hubiera ocurrido. Fueron bíblicamente castigados, aunque
no eran piedras sino palabras las arrojadas, cuando tramitaban sus
registros de conductor (Emilio Massera), cuando trotaban en los
bosques de Palermo (Jorge Videla), cuando tomaban café en una confitería
de Palermo (Ramón Camps), cuando eran descubiertos conduciendo su
auto (Luis Vides), cuando peinaban su perro pastor inglés con la
ternura de un padre en una plaza de la ciudad (Miguel Etchecolatz).
El veredicto de la sociedad los declaró culpables y construyó cárceles
invisibles pero invulnerables. Los motivos de este repudio cívico
no parecen radicar en un deseo atávico de venganza: sí en las ansias
de justicia plena, en la necesidad de escuchar una sola palabra
de arrepentimiento, jamás pronunciada por los indultados, que consolidara
la esperanza de que nunca más la lógica de los fusiles mutilará
y segará la vida de los argentinos.
Muchas veces en estos años, sentimos el impulso de continuar investigando
sobre el destino final de los chicos desaparecidos. Nunca dejamos
de preguntar a funcionarios del gobierno, a familiares, a miembros
de las entidades humanitarias, a los científicos del Equipo Argentino
de Antropología Forense si sabían algo más sobre ellos. La respuesta
era: nada. Nada. Ningún cuerpo, ni una sola tumba. La nada que confirmaba
el asesinato.
Sin embargo, hubo una puerta entornada en esa búsqueda: un testimonio
decisivo nos permitió probar lo que la Justicia, entonces, no pudo
probar por la sola declaración de Pablo Díaz. Uno de los autores
de este libro mantuvo una prolongada conversación con Emilce Moler,
una de las adolescentes secuestradas en la noche del 16 de setiembre
de 1976, reaparecida algunos meses más tarde y que por decisión
personal no había prestado aún declaración ante la Conadep ni ante
la Cámara Federal que juzgó a las juntas militares.
La entrevista con ella se realizó un día de setiembre de 1986, en
la sala de estar de un hotel en Mar del Plata, y se extendió desde
las diez de la mañana hasta las seis de la tarde. El compromiso
de quien escuchaba respetuosamente los secretos celosamente guardados
durante una década fue no reproducir jamás los detalles revelados.
Sólo podemos afirmar que el conmovedor testimonio de Emilce Moler
refrendó, lo sucedido en los primeros días del secuestro de los
adolescentes alojados en el campo clandestino de detención Arana,
División Cuatrerismo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires,
incluida su tortura. El 5 de agosto de 1986, Emilce y su padre,
el comisario inspector Moler, declararon finalmente por exhorto
ante la justicia, brindando un testimonio decisivo para el conocimiento
de todo lo sucedido durante aquellos días trágicos.
Al escuchar ese testimonio, pensamos que, simultáneamente al tiempo
del dolor, se gestaba un tiempo nuevo, vital, definitivo en la historia
de los más jóvenes, que seguían leyendo las aventuras de Sandokán,
que continuaban escuchando las canciones de Charly García, pero
en un país distinto al que habitaron los chicos que los habían precedido.
Y, efectivamente, los adolescentes que se iniciaron en la edad de
la razón con el renacimiento de la democracia, crecieron más libres
al poder comprender muchas de las causas de los enfrentamientos
y las pasiones sociales y políticas de los años setenta.
Si en el período comprendido entre 1973 y 1976 había ocurrido el
bautismo político de los estudiantes secundarios en el seno de una
sociedad turbulenta y atormentada por la violencia y las proscripciones,
fue sólo a partir de 1984 cuando su organización gremial se extendió
masivamente en paz como un derecho democrático adquirido. El 12
de noviembre de 1984 fundaron la Federación de Estudiantes Secundarios
(FES) con la participación de 450 delegados, representantes de 77
centros de estudiantes de la Capital Federal y de más de 100.000
estudiantes.
Pero fue durante 1986 cuando lograron la mayor presencia en actos,
marchas, reuniones y en la constitución de su propia memoria histórica.
El testimonio de Pablo Díaz, sobreviviente de la Noche de los Lápices,
escuchado en los lugares más recónditos del país y del mundo; la
aparición de las siete ediciones de este libro, traducido al italiano,
alemán y portugués, y la difusión de la película dirigida por Héctor
Olivera, vista por 3 millones de argentinos, que el 26 de setiembre
de 1988 alcanzó en Canal 9 49,7 puntos de rating, uno de los más
altos en la televisión nacional, luego del conseguido por las imágenes
del viaje de los hombres a la Luna, y de la final de un mundial
de fútbol, potenciaron la actividad de los adolescentes, y el aprendizaje
de los adultos. Ya nunca más los padres dejarían solos a sus hijos
en el reclamo de sus derechos civiles y políticos, como ocurrió
amargamente en los años setenta. Las movilizaciones en defensa de
la escuela pública durante 1992 han sido un ejemplo elocuente, entre
otros, de este aprendizaje.
Tal vez porque los adolescentes intuyeron que estaban fundando su
propia historia, tal vez porque eran la herida más abierta de una
sociedad que emergía de una larga pesadilla, o porque sabían que
muchos de sus sueños habían quedado truncos, se asumieron de inmediato
como herederos naturales de las banderas estudiantiles y del compromiso
social de los chicos secuestrados aquel 16 de setiembre de 1976.
El reclamo por el boleto estudiantil gratuito se extendió a todo
el país. El Congreso Nacional y numerosos parlamentos provinciales
legislaron sobre su aplicación. En la mayoría de los centros de
estudiantes de los colegios secundarios florecieron agrupaciones
bautizadas "16 de setiembre", en homenaje a los chicos desaparecidos
en La Plata y, al mismo tiempo, como una nueva identidad unitaria
de los adolescentes que exigía, siempre, un país más justo en el
que valiera la pena crecer y soñar.
Y es esa herencia vital en los ideales inquietos y conmovedores
de nuestros jóvenes lo que engarza a los militantes secundarios
desaparecidos en los años setenta en la cadena memoriosa de las
generaciones venideras; la misma herencia que seguramente impulsó
a los estudiantes del colegio Otto Krause a crear en 1987 una consigna
que se propagó veloz como la luz:
"Vano intento el de la noche, los lápices siguen escribiendo".
La misma cadena memoriosa que inspiró en 1991 a los estudiantes
del colegio Nicolás Avellaneda para escribir en un mural el epílogo
trascendente de esta historia:
"Los lápices eran de colores".
(…)
LA NOCHE DEBAJO DE EL DÍA
EN LA MAÑANA DEL VIERNES 17 de setiembre, Pablo repasó las páginas
del diario El Día, por segunda vez y ya con escasas esperanzas.
Sobre la suerte de los chicos, nada. En primera plana, a cinco columnas,
la declaración inicial del Consejo Federal de Educación reunido
en Tucumán: "El Estado está inserto en un orden cristiano y debe
proteger la esencia de la nacionalidad, las instituciones, la paz,
el orden, los símbolos nacionales, la moral y la integridad de la
familia". De acuerdo a las noticias que había recopilado durante
el día anterior, no correspondía al Estado extender esa protección
a sus compañeros.
El día 16 tenía transcurrido sólo treinta minutos. Rosa Matera se
acomodaba al sueño leve de sus setenta y ocho años, cuando escuchó
los primeros golpes en la puerta, en seguida otro sobre los muebles
heredados de sus padres, los pasos duros en el living y las voces
extrañas. Encontró fuerzas para salir de su dormitorio y gritó con
las entrañas, porgue sus pulmones estaban enfermos, para impedir
que los seis o siete hombres maltrataran a María Clara y a Claudia.
La empujaron con las armas hasta su cama, pero se repuso y volvió
a escuchar el interrogatorio. Vio las cabezas gachas de las chicas,
vendas en sus ojos. Entonces la encerraron y ataron al picaporte.
Las frases le llegaron a trozos. Luego, silencio. Se arrastró hasta
la ventana y vio a Claudia y a María Clara forzadas a subir a un
camión del Ejército. El living había quedado desierto. Sólo unas
láminas y el collage inconcluso sobre la mesa. Apenas llegaron el
doctor Falcone y Nelva Méndez, avisados por el portero, al departamento
del sexto piso de la calle 56 Nº 586, Rosa se desmayó. 15
El almirante Isaac Rojas había celebrado en el Luna Park otro aniversario
de su golpe contra Perón. Más adelante, la página de espectáculos.
No era habitual insertar allí noticias sobre detenciones de estudiantes,
pero Pablo quiso asegurarse. David Niven en Tigres de papel y Vittorio
Gasman en Nos habíamos amado tanto brillaban desde la nómina de
películas. En otra ocasión se hubiera detenido a considerar cuándo
las vería: le gustaban los filmes románticos. Al costado, la reposición
de Yo tengo fe, de Palito Ortega, la programación de televisión
y los horarios de funciones del circo Eguino Bros.
Las dos y treinta y cinco. El grupo encapuchado irrumpió en el N°-
2539 de la calle 73 al grito de "¡Ejército Argentino, entreguen
las armas!". Se abalanzaron sobre Ignacio Javier de Acha y Olga
Koifmann que estaban acostados y los empujaron hasta la pared de
la cocina: "Los libros, ¿dónde están los libros y las armas?". "No
tenemos armas, y los únicos libros son los de los chicos, de la
escuela", balbuceó Olga.
El pequeño Pablo había quedado hipnotizado por el, cañón de una
de las armas. "Por favor, tengan cuidado, está recién operado del
corazón, tiene sólo tres años." "Señora, no complique las cosas",
advirtió uno de los encapuchados. "¿Quién es ésta?", preguntó por
Sania, de II años. "¿ Y éste, qué hace?" "Es Claudio, va al bachillerato,
al Colegio Nacional", contestó Ignacio de Acha. "Bien, debemos llevarlo
por razones de seguridad del Ejército." Olga vio cómo lo arrastraban
en ropa interior por el pasillo, gritó que la dejaran alcanzarle
un pantalón y lo besó y acarició apenas.
Eran las cinco de la mañana cuando los de Acha atravesaron plaza
Italia, y se detuvieron un segundo para abrazarse y llorar.16
¿Qué hacer? Después de lo de la madrugada del 16, sentía miedo de
ir al colegio y también de quedarse en su casa. En un momento, se
le había ocurrido preguntar por los chicos en las comisarías pero
inmediatamente se asustó de su atrevimiento. El impulso de acudir
a su padre aumentó su inquietud, y lo descartó.
Al anochecer fue a la estación de servicio donde trabajaba uno de
sus amigos del barrio, en 13 y 520. Que lo ayudara a pensar cómo
sobrevolar esos días hasta que la tormenta amainara.
Las cuatro y cuarenta. Calle 116 Nº 542. Olga Fermán de Ungaro pidió
tiempo para vestirse a los ocho hombres del Ejército que querían
entrar, y se desesperó hasta el cuarto de Daniel y Horacio para
avisarles. Los chicos tuvieron tiempo de desprenderse del arma que
escondían debajo de la almohada: el libro de Politzer, que voló
por la ventana. Prisionera en la cocina, Olga escuchó el interrogatorio
y los golpes. Horacio y Daniel repetían que no sabían nombres, que
no conocían a las personas por las que preguntaban los encapuchados.
Le dijeron: "Los llevamos para interrogarlos. Más tarde se los devolveremos,
señora". Y escuchó cómo los arrastraban desnudos por las escaleras.
Cada escalón le desgarraba el pecho, desde el quinto piso hasta
la planta baja.l7 Se les ocurrió que la misma estación de servicio
podía servir de escondite. Juntos, la revisaron de arriba a abajo.
Pronto se desanimaron; no había huecos en las paredes, la oficina
era de vidrio transparente y el foso para coches demasiado peligroso.
Tomaron mate un largo rato, hasta que una idea salva-lora les despejó
la angustia. ¿Quién sospecharía que dentro de una expendedora de
hielo Rolito estaba durmiendo un hombre?
Pablo tendió la frazada sobre el colchón de diarios, dentro de la
expendedora. Acostado, acarició la idea de que estuviera en servicio.
Podría copiar a aquellos famosos de Hollywood que pagaban montañas
de dólares para ser congelados y revivir luego de años de vida latente.
El sólo necesitaba que pasaran esos días.
Ese domingo 19, desde el suplemento de El Día, el astrólogo Horangel
vaticinaba: "El país tiene un porvenir muy destacado en 1977 (...)
y entra como un balazo en 1980". Pablo no hubiera podido percibir
la trágica literalidad de "como un balazo" porque la muerte, en
la adolescencia, es ajena. De otra manera, hubiera sentido el tiempo
suspenderse y un muro delante de su historia. Pero no leyó la predicción,
preocupado por lo que haría al día siguiente.
Las cinco de la madrugada. Después de rajar a culatazos la puerta
del Nº 2123 de la calle 17, los seis hombres uniformados con ropa
de fajina del Ejército, sólo dos a cara descubierta, le exigieron
a gritos a Irma Muntaner de López que los llevara hasta sus hijos.
Los precedió, encañonada, por el pasillo lateral de la casa. Cinco
autos grandes en la puerta y hombres parapetados en los techos.
Supo que buscaban sin precisiones cuando entraron al almacén donde
dormían Pan-chito y Víctor.
"¿Dónde están las armas?". preguntaron. Panchito negó que las tuvieran,
pero insistieron: él debía tener asignada una.
El grupo que se había desplazado para revisar el resto de la casa
regresó frustrado: ni armas ni volantes. Como machacaban con la
acusación de armas escondidas, Panchito les señaló el ropero que
compartía con su hermano. Encontraron un rifle de aire comprimido,
viejo y partido en dos, y una pistola de aire comprimido, pero nueva.
"¿Nos estás cargando?", gritaron furiosos. "Nos lo tenemos que llevar,
señora. Cuando conteste lo que queremos saber se lo devolvemos."
Panchito se atrevió: "Es que yo no sé nada". "Entonces, pibe", amenazó
uno de ellos, "atenete a las consecuencias".
Irma les rogó que lo dejaran vestirse. Vio cómo sacaban un pulóver
y un pantalón azul del ropero. Trató de seguirlos pero la amenazaron
con una ametralladora. Apenas desaparecieron corrió a la casa de
Luis, su hijo mayor, que era quien más la preocupaba. A Panchito
ya se lo devolverían.18
¿Cuánto tiempo resistiría sin actividades, con la angustia del futuro,
visitando sobresaltado a su gente? En la tarde del 20, Pablo regresó
a su casa y habló con su padre sobre su actividad estudiantil y
el secuestro de los chicos. El profesor opinó que nada grave podía
pasarle, que permaneciera en casa, que después de todo él no había
cometido ningún delito. No logró tranquilizarse.
Hizo una ronda por las casas de sus amigos y terminó cenando en
lo de "Bachicha", como le decían a su amigo Juan Diego Reales. Comió
como nunca.
—Mirá —bromeó con Diego—, creo que de esta noche no paso, así que
prefiero estar con la panza llena.
A las cuatro, la primavera irrumpió armada en el 435 de la calle
10. Daniel Díaz se asomó por la ventana de la planta alta respondiendo
a los culatazos sobre el portón de entrada.
—Deja —le gritó Pablo—, me vienen a buscar a mí. Bajaba la escalera
en ese momento subiéndose los pantalones.
Los ocho hombres con pasamontañas cubriéndoles la cara vestían ropas
diversas; algunos, bombachas del Ejército. Lo empujaron y le apoyaron
una pistola en la nuca, mientras obligaban al resto de la familia
a tirarse a su lado. Lo intimaron a entregar lo que tenía escondido.
—No entiendo, yo no escondo nada —respondió Pablo.
Los escuchó identificarse como Ejército Argentino. "Después me dijeron
que habían robado, que se habían llevado un bolso de mi hermana,
una cámara fotográfica, una joyas de mi madre. Al living entró el
hombre que daba las órdenes, lamentándose de que en la casa no había
nada especial. Un señor de cuarenta y cinco años, canoso, a quien
posteriormente por fotos pude reconocer como el comisario Vides."
Lo arrastraron hasta la puerta y lo tiraron dentro de uno de los
cuatro coches, sobre alguien que ya estaba boca abajo, encapuchado.
Imaginó a los vecinos cerrando sus ventanas y dejándolo solo cuando
los secuestradores gritaron: "¡Bajen las persianas o tiramos!",
y esa representación ahondó su miedo. "¿A dónde me llevan?", balbuceó,
y recibió un culatazo seco en la espalda.
Cerca de media hora más tarde y después de una travesía por la ciudad,
frenaron frente a un portón. "Me mostraron después un croquis y
creo reconocer que era Arana. Se decía campo de concentración Arana."
Pablo era el último de los marcados. La jaula de La noche de los
lápices se había completado. Hacía frío, amanecía.
Era martes 21, Día del Estudiante.
LOS DUEÑOS DE LA MUERTE
El coche se detuvo en un espacio abierto. Lo bajaron a empujones
y lo tiraron, atado y encapuchado con su pulóver, en una especie
de hall. "Quédate tranquilo. Ya vamos a hablar", le decían voces
alternadas. Temblaba y transpiraba a pesar del frío de la madrugada.
"Ahora me piden documentos, me toman las huellas y me largan", intentaba
tranquilizarse.
Se inclinó hacia atrás para poder observar el lugar por debajo del
pulóver. Una pieza pequeña, desnuda, con una puerta de hierro con
mirilla y dos ventanas clausuradas. Se asustó cuando le sacaron
con rudeza el pulóver y le colocaron una venda de tela roja, algo
traslúcida.
—¿Vos en qué andás? —le preguntó el cuarentón canoso. —No sé dónde
estoy —tartamudeó.
—Vamos, ¿cuál es tu grado en la guerrilla? ¿En qué organización
estás?
A través de la venda intuía los contornos. Entre ellos no se llamaban
por sus nombres. Uno lo mantenía parado frente al canoso. Su garganta
se contraía, filtrando una voz cortada.
—¿Cómo funcionan en tu colegio? ¿Vos qué haces ahí? —insistió el
canoso.
—Yo estoy en el centro de estudiantes —reconoció. —Pero hacen circular
revistas, ¿no? ¿Qué revistas leés? —No, no... no leo nada.
Trajeron a otro secuestrado, también atado y vendado. Sin hacerle
saber que él estaba ahí, le ordenaron que hablara sobre Pablo Díaz.
Contestó que era un chico que estaba en el centro de estudiantes
de "La Legión", simpatizante de la Juventud Guevarista, y que había
participado en las movilizaciones por el boleto secundario. Que
no sabía nada más. Cuando se lo llevaron, sentenció el cuarentón:
—Te salvaste. Aunque sólo vas a vivir si yo quiero. Después, el
dios lo mandó tirar como un fardo en un calabozo.
LA MAQUINA DE LA VERDAD
"Ya era de día, no sé, ahí uno se daba cuenta cuando era de día
o cuando era de noche por las torturas, casi siempre de noche, cuando
no se podía visualizar la luz y empezaba a escuchar los gritos de
las mujeres. Entonces uno se daba cuenta de que había llegado la
noche."
Oyó disparos y silbido de balas varias veces durante el día. Sabía
que estaba en las afueras de la ciudad pero no lograba reconocer
el olor a carne chamuscándose que entraba a ráfagas por las ranuras.
"¿Qué quemarán?" Aún no sabía.
El ladrido de los perros, lo confirmaría después, anunciaba la noche.
La puerta se abrió rechinando. Lo arrastraron entre dos policías
(podía distinguir la ropa de fajina y el ruido de los borceguíes)
hasta una pieza, lo desnudaron aunque se resistió, y lo tiraron
sobre un catre húmedo.
—Ahora te damos una sesión para que no te olvidés —le anunciaron
mientras lo vendaban con una cinta resistente, opaca. Lo sumergían
en la nada.
Respiró cuando escuchó decir que le darían con la máquina de la
verdad. Eso estaba bien, quería que la trajeran rápido, que el aparato
que usaban en las películas policiales moviera su aguja de un lado
a otro. Así se darían cuenta de que no mentía. "Seguro que después
me largan."
—Sí, que traigan la máquina —gritó.
Lo picanearon en los labios, en las encías, en los genitales. Y
subía el olor a su carne quemándose, hinchándose violenta. Ahora
sabía.
—Dále, decínos el nombre de un chico y te dejamos —escuchó a uno.
—¿Así que querías ser agrotécnico para servir a la patria? —se divirtió
otro.
En sus gritos no había nombres. No se los daría.
—Si vas a cantar, abrí la mano.— Cerraba los puños para resistir.
—Dále, un chico, el nombre de un chico. —Y la pregunta se repetía
invariable e incansable—: Vamos, el nombre de un chico...
Se olvidó del tiempo.
Cuando lo dejaron en el calabozo, desnudo y vomitando, lo único
que quería era agua.
—Si te damos agua, reventás como un sapo, pibe —le dijeron los guardias.
Por los gritos, por el movimiento de los coches y los ladridos,
reconoció otra noche. ¿Habían pasado dos días completos? No dejaron
que durmiera tranquilo.
Lo llevaron ante un escribiente que no reparó en que tenía la venda
corrida y podía espiar. Vio la máquina de escribir, los bigotes
espesos y el uniforme de policía de la provincia.
—A ver, me vas a contar todo lo tuyo —dijo el escribiente—. Desde
que naciste.
Y no supo por qué raro impulso fue exponiendo su corta historia
ante ese extraño. De modo desprolijo, a borbotones. Fragmentos triviales
y episodios queridos. Habló de la infancia, del secundario, de su
familia. Y el nombre de cada uno de los suyos era un ahogo. Como
un huérfano reciente, extrañaba el calor de cuerpos conocidos.
Lo obligaron a firmar sin leer la declaración y lo devolvieron al
calabozo. Ellos no sabían que al obligarlo a recordar su historia
le habían permitido atrapar imágenes de amor. En ese ensueño se
adormeció. No importaba que hiciera frío, que tuviera puesto sólo
un pantalón y hubiera perdido los zapatos.
LOS PERROS
Gritó como nunca por el pasillo largo mientras lo arrastraban a
la pieza mugrienta donde se fundían en un hedor único la perversidad
y la carne quemada. Otra vez los hombres sobre él. El aliento contenido,
la picana perforándole la piel, los músculos, la boca siempre abierta
y el dolor en oleadas.
—No te vas a meter más, pendejo. Ya vas a ver. —Y una descarga.
Abría y cerraba las manos para que pararan, pero no había nombres.
Lo giraban en el catre, arriba, abajo... Olor a mierda, olor a mierda.
Abría las manos pero no había nombres.
—¿Así que querés jugar, hijo de puta?— Otra descarga.
Como un bramido, escuchó: Traéme la pinza. Y sintió un tirón brutal
en un pie, que su grito no pudo cubrir.
—¡Me quiero morir, me quiero morir! ¡Por favor, basta, basta! —y
sus alaridos se resolvieron en sollozos—. Por favor..., ¡mátenme!
Se despertó en el calabozo, ensangrentado, y palpó el vacío de su
uña arrancada. La vida y la muerte, el delirio y el tormento se
mezclaban como en una pesadilla.
Al tercer día, logró saber algo más sobre los otros detenidos. "Por
los nombres pude escuchar que ahí estaban Víctor Treviño, Walter
Docters, Néstor Eduardo Silva y su novia, a quien le decían 'la
negrita', y José María Schunk, al que le decían 'Carozo'. Había
una chica que le decían 'la paraguaya'; ellos se jactaban de que
hubiera muerto allí. Se jactaban, digo, porque decían: Se murió,
tirála a los perros. Se te murió a vos, dijo uno, entérrala. Pienso
que la llevaron al mismo lugar donde me torturaban a mí; ella gritaba.
Después vino ése que dijo: Tírala a los perros." 19
Fue esa noche, o la siguiente, que vino un sacerdote a ajustarle
los nudos de la venda y a decirle que se confesara porque lo iban
a fusilar.
—No, padre, que no me maten. Por favor, avise a mi casa, dígales
dónde estoy.
—No te hagás el tonto, confesáte. ¿En qué andabas?
—Sólo en lo del boleto escolar, en el centro de estudiantes. ..
en serio, por favor, padre.
—No te preocupés, te mandamos a un lugar donde vas a estar mejor
que acá.
Lo sacó del calabozo y lo arrastró hasta un muro. Quedó temblando
de espaldas al paredón. No estaba solo, había un grupo de chicas
que gritaban "¡mamá, mamá, me van a matar! ¡Mamá!". Una voz de hombre
que repetía "¡viva la patria! ¡vivan los Montoneros!".
Sonaron las descargas. ¿De dónde le brotaba sangre? Lentamente fue
recuperando su cuerpo —el pecho, la cabeza, el vientre—; no había
sangre, no estaba muerto.
El terror había congelado los gemidos. Hasta que una voz quebró
el silencio:
—¿Se cagaron, eh? Esta vez se salvaron... Y a vos, ¿te gusta gritar
Montoneros?, ahora te vamos a hacer gritar, hijo de puta.
"Habían pasado, yo calculo, cinco o seis días. Podían haber sido
siete, no sé muy bien, pero yo había entrado el 21 de setiembre."
Una noche lo trasladaron. Para entonces, ya sabía que el lugar que
dejaba era Arana, la División Cuatrerismo de la Policía de la Provincia
de Buenos Aires, dependiente de la Comisaría 5º de La Plata, en
137 y 640. También, que uno de los jefes era un tal subcomisario
Nogara.
SOY PABLO DÍAZ
Ahora estaba amontonado junto a catorce o quince personas dentro
de un micro, atado y vendado, cubierto con una remera que no era
suya. ¿Qué pasaría en la ciudad?, ¿su familia lo estaría buscando?
Su padre estaría muy jodido. Su padre... Extrañaba aquella cama
improvisada dentro de la expendedora Rolito.
En aquellos días, cuando Pablo soñaba con hibernar como Walt Disney,
Saint Jean visitaba la República de los Niños.
El general se trasladó con una corte de funcionarios a supervisar
los trabajos de reparación y conservación de la ciudad. Recorrió
el pequeño puerto que reconstruía la Marina de Guerra, el estadio,
el cine, la casa de los muñecos, el desolado Palacio de Justicia.
En realidad había ido a controlar la remodelación del edificio destinado
a mostrar a los chicos las "gloriosas" actividades del Ejército
Argentino.
El motor en marcha hizo que Pablo regresara al miedo. Uno de los
guardias se sentó sobre su espalda. Estaba acostumbrándose a calcular
los trayectos con un reloj imaginario. "No es tan fácil irse del
tiempo", pensó. Esta vez había viajado el triple que la vez anterior,
cuando el destino era Arana. En el vaivén; su cuerpo tocaba otros,
gente acostada boca abajo como él. Nadie decía una palabra. Escuchó
que abrían y cerraban un portón cuando el micro se detuvo; la marcha
lenta y después un breve giro a la izquierda.
—A ver, vamos, abajo. Vos, vos... — dijo uno.
No se movió hasta que lo tironearon fuerte de la remera (lo obsesionaba
saber a quién pertenecía), y gimió por el sacudón de su cuerpo ablandado
por la picana, débil. Había escalones, y el individuo que lo sostenía
no soportaba su peso muerto. "Este se me cae", maldecía. Calculó
que habían subido un piso, unos pasos cortos en un entrepiso, otro
piso, y que estaban en la parte más alta porque el calor crecía
y la sensación de encierro también.
Lo tiraron dentro de un calabozo y la puerta de hierro se cerró,
pesada. Escuchó ruidos iguales de otros cerrojos, sellando la oscuridad.
El silencio posterior le confirmó que los guardias se habían ido.
Alguien gritó.
—Soy Ernesto Ganga, no tengamos miedo, somos todos compañeros.
El eco retumbó en la galería de calabozos.
—Soy Pablo Díaz —contestó.
Los demás nombres se escucharon en distintos tonos, en rosario,
como cuando pasaban lista en la escuela.
"Empezamos a hablar de dónde estábamos. Creíamos que en la Brigada
de Investigaciones de Banfield. Allí estaban Graciela Pernas, Horacio
Ungaro, que tenía 17 años, María Claudia Falcone, de 16, Francisco
López Muntaner, de 15, Daniel Alberto Racero, creo que tenía 18
años, Claudio de Acha, que tenía 17, pero después me dijo que el
21 de setiembre había cumplido 18. Espero no olvidarme de ninguno:
María Claudia Ciocchini y Osvaldo Busetto."
En los espacios que les dejaba el cambio de los tres turnos de guardia,
intentaron explicarse por qué estaban allí. Por los interrogatorios,
se convencieron de que el motivo era su participación en la lucha
por el boleto escolar. Los torturadores querían saber qué hacían
en el centro de estudiantes, por qué pedían un boleto secundario,
qué grados tenían en las organizaciones guerrilleras, el nombre
de su responsable y sus nombres de guerra. Después se habían conformado
con pedirles "el nombre de otro chico". En ese único tema se fueron
los primeros días.
No les dieron de comer durante toda la semana, pero el hambre compartido
parecía menos hambre. A pesar de la soga al cuello y las manos atadas
a la espalda, el cuerpo llagándose sobre la baldosa fría y rota
del calabozo, de la penumbra quebrada por un hilo de luz. El terror
era permanente, apenas conjurado a ratos por el recuerdo de cosas
compartidas antes. Faltaba establecer un código clandestino porque
no siempre era posible comunicarse a gritos.
Lo propuso otro secuestrado, Néstor Silva, el día en que a Pablo
lo confinaron toda la noche en el anteúltimo calabozo de la galería,
inundado por diez centímetros de agua.
Pablo repitió: "Un golpe, la A; otro, la B; tres, la C..."
—Caminá, loco —le gritaba Néstor—, si no te vas a morir de frío.
Yo golpeo todo el tiempo para que no te duermas.
Había cinco pasos desde la puerta a la pared y, esa noche, Pablo
contó más de treinta mil.
EL POZO
Hacía más de dos meses que le habían cambiado la venda por unos
algodones sostenidos con cinta adhesiva. Los ojos le picaban y la
supuración formaba una masa gomosa con los algodones y las pestañas.
A pantallazos, había aprendido a reconocer el lugar, cuando se atrevía
a levantar la venda sobresaltado por el llanto nocturno de las mujeres,
que gritaban "mamá", y los pasos de la guardia.
Por la mirilla de su calabozo recorría el mapa de ese infierno quieto,
perturbado por los traslados, los cerrojos, los gritos, donde los
días eran iguales a las noches: una tumba de pasillos y ventanas
tapiadas. A veces, el timbre del teléfono en alguna oficina cercana
le mentía sobre la existencia de un mundo exterior.
¿Cuántos kilos había perdido? ¿Cinco, seis, diez? Del pelo de su
barba le subía, pegajoso, un olor rancio.
Estaban en un pabellón con dos galerías, y el techo coincidía con
el de los calabozos. Probablemente, sobre sus cabezas estaba la
terraza. Veía un ventiluz tapiado a medias con alambres cruzados,
y en el corredor tres ventanas de paño fijo, formando cuadrados
de vidrio sobre las paredes blanqueadas a la cal. Al final del pasillo
estaban los baños con piletones de cemento; una pared dividía los
correspondientes a cada galería. En el otro extremo, puertas enrejadas
y el banco donde la guardia se sentaba a vigilar el depósito de
secuestrados. "De aquí no se escapa nadie", pensó.
Contó doce calabozos en cada galería. Por lo que pudo observar,
dieciocho estaban ocupados; el resto parecía destinado a los detenidos
en tránsito.
En el primero de su fila estaban Graciela Pernas y Alicia Carminatti;
después venía el suyo, que a veces compartía con José María Noviello.
Al lado, Osvaldo Busetto. Seguían: Ernesto Ganga, una embarazada
20, "la negrita" y otra embarazada21. Dos calabozos libres y el
de Néstor Silva; después el calabozo inundado, cercano a los baños.
En la hilera de atrás estaban, en orden: Víctor Carminatti y María
Claudia Falco-ne, que a veces cuidaba a una embarazada22; un calabozo
para tránsito, luego Panchito López Muntaner, y al lado María Clara
Ciocchini, que compartía la pared con Daniel Racero. En las tres
celdas siguientes estaban Claudio de Acha, Horacio Ungaro y otra
embarazada. Seguramente ésa sería la disposición definitiva porque
en las puertas de las celdas habían colgado cartelitos con el nombre
de cada uno.
¿El orden tenía que ver con la militancia de los prisioneros? De
un lado habían encerrado a todos los peronistas.
UN HOMBRE
"Un, dos, tres, arriba, respirar." No querían pensar en cosas dolorosas,
así que decidieron hacer gimnasia. Y cantar. A veces, Pablo hacía
coro con Claudio o con Panchito y María Claudia; era tan desafinado
que terminaban a las carca-
jadas. Si la moral bajaba se iban a la mierda o, lo que era peor,
desaparecían del todo. Daniel no siempre se plegaba al canto.
Caía en silencios prolongados y podía pasar horas y hasta un (…)
15. Nelva de Falcone. Su testimonio en el juicio a las juntas militares.
Fojas 1130/33. Mayo, 1985.
16. Olga de Acha. Su testimonio en el juicio a las juntas militares.
Fojas 1089/93. Mayo, 1985.
17. Nora Ungaro. Su testimonio en el juicio a las juntas militares.
Fojas 1154/56. Mayo, 1985.
18. Irma Muntaner de López. Reportaje de los autores. Diciembre,
1985.
19. "La paraguaya": Marlene Katherine Kegler Krug, secuestrada el
24 de setiembre de 1976. Permanece desaparecida.
20. Se trataría de la embarazada Stella Maris Montesano de Ogando.
21. Se trataría de la embarazada Gabriela Carriquiriborde.
22. Se trataría de la embarazada Cristina Navajas de Santucho.
Volver a Curaduría de Textos