Testimonios/ESMA Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin, Elisa Tokar, en Ese infierno-Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA, Ed.Sudamericana, 2001.



Prólogo de León Rozitchner.

“Y huirá la tristeza y el gemido”

Lo que vamos a leer es el resultado de un largo tiempo suspendido, el de un pequeño puñado de mujeres marcadas para siempre por una experiencia de los límites extremos del sufrimiento, sobre fondo de decenas de miles de asesinados. “Nos costó veinte años reunirnos”, dice una de ellas para explicar ese reacomodamiento a la vida que tuvieron que sufrir para poder hablar del pasado. Todo ese largo plazo fue necesario para recordar entre sí la experiencia del horror que habían vivido. La llaga abierta por la tenacidad de la memoria no les trajo sin embargo ese sosiego que, en medio del desgarro, intentan alcanzar sin conseguirlo. Las huellas del horror del genocidio permanecen, indelebles.
Este libro se plantea el interrogante crucial: ¿es posible la vida en sociedad cuando tantos seres humanos, amparados en la impunidad del poder, se complacen con la tortura y el asesinato? ¿Por dónde comenzar a pensar el fundamento posible de una “patria”, para el caso la Argentina, después del genocidio? El genocidio es la matriz donde se muestra, con oscura y monstruosa evidencia, el mal absoluto que el poder es capaz de ejercer contra sus habitantes.
Antes pensábamos: eso, el genocidio, pasa en Europa, en África, pero en la Argentina no. La inmigración que llegó al país abrió una distancia con su propio pasado y negó la tradición de odio y de muerte de la que venía, aún ése que estuvo en el origen de la colonización americana. A nosotros, océano por medio, no nos podía pasar lo que allí, en otras latitudes, sí pasaba. Olvidamos la existencia de una internacional del terror y de la muerte, que abarcó también a la Argentina, aún en nuestro propio pasado no lejano. Sobre ese olvido se amasó la inocencia de las últimas generaciones de argentinos. Y de pronto nos sorprendió nuevamente el horror que circulaba ya desde antes por las tenebrosas entrañas de sus herederos.
Hemos tenido que llegar hasta ese extremo límite para comprender los cimientos criminales sobre los que nos asentamos. Porque todo genocidio, todo asesinato gozoso, plantea el interrogante más crucial: ¿cuáles son los abismos más oscuros de la humanidad, siempre presentes, en los cuales sumerge sus raíces nuestra propia sociedad actual?
Este libro transcribe el encuentro de algunas de las sobrevivientes del Campo de exterminio de la ESMA. Está inscripto en un largo debate “frente a lo inexplicable”, la criminalidad humana, algo que permanece como la incógnita más escandalosa, más paradójica e incomprensible para muchos que piensan y sufren esta ignominiosa realidad que caracterizó, sobre todo, al siglo XX, y que también alcanzó a la sociedad argentina: los genocidios de millones de personas realizados, en apariencia, de una manera considerada como “banal”. Pensamos, sin embargo, que bajo la apariencia de la “banalidad del mal” -según la expresión de Hannah Arendt- el crimen y el asesinato, individual y colectivo, de Estado y hasta popular, esos crímenes aunque normalizados y burocráticos nunca pueden ser ni son algo banal.
El mal que lleva a gozar de asesinar y torturar a otro ser humano nunca puede ser, creemos, algo indiferente para quien lo ejecuta. Hasta la rutina asesina en los campos de tortura y de exterminio, pensamos, debe resonar en los laberintos más oscuros de la propia subjetividad del asesino que se goza y se exalta con el sufrimiento y la muerte de un semejante. Algo de lo más propio debe morir definitivamente cuando se mata y se tortura al otro: seres agusanados por la muerte, aunque hagan todos los ademanes de la vida. Convertir el crimen en banal es la distancia que la institución prepara en el mismo asesino para anestesiar la conciencia y el sentimiento del crimen que ejecuta. ¿Es quizás esta sospecha, la de que el asesino se convierte en un espectro de sí mismo por el mal que hace, nuestra última esperanza para no desesperar de los mortales? Sólo queda contar con que esto existe para aprender a vencerlo por medio de la vida.
Este empuje asesino no forma parte de la “esencia” universal de todos los hombres, aunque hay que terminar por aceptar que está muy extendido. No podemos creer que entre las pulsiones “naturales” más primitivas esté contenida la violencia del asesinato del otro como fundamento de la vida. Podrá el asesino formar parte de una máquina burocrática de exterminio, estar presente el crimen en su vida cotidiana como una especialización profesional -tal como la del verdugo antiguo- entre las múltiples que solicita el Estado moderno, arropada bajo los mil pliegues de una superficialidad y un acostumbramiento atroz, pero el goce en la tortura y el asesinato siempre será un hecho humano que no puede ser universalizado. Es un acto al que no todos los hombres se someten y cuya realización llevaría a muchos a afrontar la propia muerte para no realizarlo. Pero quienes lo sufrieron, ¿pueden pensar siquiera esto que decimos?
¿Podríamos sostener que existe “el deseo humano de derramar sangre humana (...) una lógica inexorable, humana y ominosa del crimen”, como afirma Jack Fuks? ¿O afirmar, por el contrario, que “matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los hombres”, como escribe Hannah Arendt?
Creo que debemos tomar partido por la vida. Decir que el crimen se ha banalizado quiere decir que lo más hondo de cada asesino se ha destruido. Pero también se destruye la sociedad que lo tolera con indiferencia. La banalidad sólo califica a la institucionalización del crimen, su rutina, no a la metamorfosis profunda que se produce en quienes lo cometen y lo aceptan: siempre está como fundamento alguna institución social que lo promueve. Aún el crimen más individual es colectivo. Tanto la humanización como su contrario, la criminalidad, son un producto social. El asesino sostenido por una institución -imaginaria o real, presente o pasada- siempre es un individuo que se cree impune en la ejecución del crimen. Está siempre protegido por un poder colectivo. Y también lo estuvo aquí, como en Alemania, cuando la población en general dio muestras de absoluta indiferencia.
Para que el crimen no quede sólo brotando, implacable, de la mísera figura del asesino, es necesario trazar la línea que lo incluye en el poder que se lo exige. Esta criminalidad no hubiera podido desatarse sin el apoyo y la necesidad estratégica de otros grupos y poderes. Porque la impunidad y la falta de riesgo son el escudo que los cobardes necesitan para ejecutarlo. En el extremo estremecedor de la picana, en la oscuridad de la capucha, en los vuelos de la muerte estaba, para animarse a ser asesinos, el sostén que les daba la impunidad de la influencia criminal de los Estados Unidos y de la Iglesia en la formación de los cuadros militares. ¿Se hubiera desatado la avidez de dolor ajeno y de sangre sin ambos imperios que los protegían?, ¿si la Iglesia no hubiera puesto su experiencia milenaria en hogueras, cepos y desollamientos?, ¿si los militares no hubieran asesinado desde antiguo a los indios y matado a los peones que hacían huelga? No. El genocidio no hubiera sido posible sin la preparación recibida en las escuelas de Inteligencia y de Guerra de los Estados Unidos y Europa, y sin el apoyo del poder de la Iglesia y de los intereses económicos ligados al dominio nacional y del imperio. Regímenes militares que, como es sabido, fueron una respuesta criminal a la transformación social que se temía. Se iniciaron en Brasil en 1964, en Bolivia en 1971, en Uruguay en 1972, en Chile en 1973, en el Paraguay desde 1954 y en la Argentina en 1976. No sólo tenían rasgos comunes: había conexiones de fines entre ellos. El genocidio argentino es una estrategia política criminal de un sistema histórico productor de muerte. Es el Cuarto Reich neoliberal triunfante que, en la presencia de los Estados Unidos, ocupa ahora el lugar del Tercer Reich nazi vencido.
Nuestras sobrevivientes viven bajo este mismo insistente e implacable interrogante: ellas, obsesionadas, se siguen preguntando -y será una pregunta que las acompañará toda la vida- con la necesidad de comprender lo incomprensible: el misterioso designio de haber transitado también ellas los límites del horror y haber quedado vivas cuando muchos miles fueron muertos.
¿Cómo justificar el privilegio de haber salvado la vida cuando tantos la perdieron? Sentir la culpa de estar vivas es la más cruel de las formas para anular la vida. Es difícil sentirse una persona “elegida” por el destino para sobrevivir, cuando quienes eligieron fueron los torturadores y los asesinos de sus propios familiares y compañeros.
¿Pensaremos, acaso, que fue la piedad de los asesinos la que las dejó con vida? No. Fue el interés por conservarlas, luego de torturarlas, como inteligencia esclavizada. La ESMA fue un Campo de exterminio de la Armada, pero de concentración sólo para los pocos sobrevivientes que pudieron ser utilizados como “materia gris esclava” para el proyecto político del Almirante Massera. Se construyó como un micromundo que, en pequeño, sintetizaba y condensaba las mismas formas de dominio y de destrucción extendidas luego a toda la ciudadanía. Se expandió, como terror amplificado, abarcando a la sociedad anonadada, y son sus consecuencias las que aún estamos viviendo. Esto explica, en gran parte, la supervivencia de los pocos que escaparon, no a la tortura, que sufrieron, sino a la muerte.
“La oficialidad montonera que quedó viva no fue por casualidad, sino que había un grupo de marinos, con Massera a la cabeza, que tenían un proyecto político y ahí entra en escena 'la materia gris montonera'.” “Se proponían usar las mentes montoneras para organizar su movimiento.” “Para nosotras la caída fue el principio de una nueva etapa. Para la mayoría, en cambio, caer en manos de esos asesinos realmente fue el principio del final.”
El empuje popular temido, transformado en “blanco” de guerra, constituye el fondo de esta estrategia que llevó a las mismas Fuerzas Armadas a querer apoderarse de las “armas" ideológicas del “enemigo". Querían apropiarse de una pasión social transformadora y convertirla en una “tecnología” exitosa para embaucar al pueblo. Esta astucia, pensaban, les permitiría una manipulación política: pasar de la guerra armada asesina a una política pacificada más eficaz y destructiva, siempre sobre fondo del terror y el desprecio.
Las consecuencias del terror sobre las personas muestran, como técnica subjetiva, su eficacia disolvente en lo más inconsciente y primario de cada ser humano. Repetimos: este asesinato del alma y la tortura de los cuerpos en la ESMA se expandió, al mismo tiempo, a todo el cuerpo social, y lo reorganizaron para la sumisión o el desconsuelo. Construyeron a los actuales sujetos aterrados de la sociedad neoliberal postgenocida, cuyas consecuencias desoladoras estamos viviendo. Mas allá de la angustia que se aviva en la lectura del libro, hay que tratar de pensar la matriz política que subyace en los Campos de exterminio. Allí se mostró al desnudo el fundamento mortal y sanguinario de los distintos poderes de la sociedad que nos oprime. Las condiciones organizadas por el terror condensan, en pequeño, las formas amenazantes que, amplificadas, aún hoy en día determinan la vida de la gente.
Las sobrevivientes de la ESMA expresan las transformaciones personales que sufrieron y que, aunque amenguadas, se extendieron a toda la sociedad: la amenaza de muerte penetró en los sujetos y produjo el aniquilamiento de las fuerzas civiles. Podemos señalar cuatro de estas agresiones, quizá las más crueles que ellas vivieron y que, expandidas, se encuentran ahora como amenaza latente en cada uno de nosotros:
• Quitarle todo sentido a la vida.
“Yo no pensaba y me daba todo lo mismo.” “Yo recuerdo que no pensaba nada, no tenía un proyecto de vida”. “Me había matado a mí misma, me había autodestruido.” “El único mundo era el presente sin expectativa de futuro. El hoy absoluto sin proyecto.”
• Predominio del poder de darnos muerte.
“Se ponían locos cuando un detenido intentaba escapar a su poder de decisión sobre la vida y la muerte.”
• Complicidad de las instituciones disciplinarias (para el caso, la Iglesia Católica).
“Recuperadas para la sociedad occidental y cristiana, decía el Tigre Acosta, que pregonaba a Santo Tomás de Aquino.” “Él hablaba todas las noches con Jesusito, y Jesusito le decía quién se quedaba y quién 'se iba para arriba'.”
• Identificación con el represor.
“Identificación muy fuerte con los represores, hasta la cadencia de la voz del Tigre, los chistes, la forma de pararse.” “Ideológicamente parecían totalmente identificadas. (...)Algo les cambió internamente y se identificaron con ellos.”
Estas cuatro consecuencias, amenguadas pero vivas y dolientes, se expandieron disolviendo las energías de cada ciudadano. Es el fundamento del terror político presente aún en nuestra “democracia”. Para que el neoliberalismo triunfara fue necesario que la muerte hiciera “tronar el escarmiento”, como la frase que aprendimos en la escuela desde niños, y nos quedáramos solos, indefensos, desolados dentro de la sociedad misma.
“A mí no me quedaba nadie, nadie. Empecé a llamar y estaban todos muertos.”


Capítulo 1.Un manto de memoria

Ten cuidado... No vayas a olvidarte de aquello que tus ojos han visto... Enséñaselo a tus hijos y a los hijos de tus hijos.
DEUTERONOMIO, 4: 9

Nos costó empezar. No recordamos de quién fue la idea. Pero hablar, dejar un registro de lo vivido en la Escuela de Mecánica de la Armada, surgió repentinamente en todas nosotras como una urgencia casi física.
Somos cinco mujeres. Algunas compartimos el encierro: somos amigas desde entonces. Otras no nos conocíamos más que por el nombre, porque nuestro cautiverio no coincidió en el tiempo. Pero haber pasado por ese infierno fue contraseña suficiente. Ahora, somos hermanas. Empezamos a reunirnos para hilar nuestros recuerdos en 1998, mientras resonaban todavía los ecos del vigésimo aniversario del Golpe y los jueces encarcelaban a algunos jefes militares.
Después de haber pasado por un Campo de Concentración, uno puede llevar una vida en apariencia normal. Trabaja, lleva a los chicos al colegio, viaja, hace las compras, va al cine. Hasta que, algunas veces contundente, demoledor e incendiario como un rayo, otras suave, engañoso y envolvente como la niebla, el Campo de Concentración se hace presente. Y entonces, uno se paraliza: se perciben los olores, se ve la oscuridad, se escucha el arrastrar de las cadenas, el ruido metálico de las puertas, los chispazos de la picana, se siente el miedo, el peso de las desapariciones. Sobre todo, las ausencias que dejan las desapariciones. Periódicamente, desde hace muchos años, a veces disparados por hechos concretos -como la citación a declarar en un juicio, la noticia sobre la recuperación de un bebé o el aniversario de una “caída” -, otras por una cara vista en la calle, una fotografía vieja, una carta amarillenta en un placard, una lectura... los recuerdos nos acechan y nos atrapan.
Durante un tiempo estuvimos convencidas de que había sido suficiente declarar ante la Justicia. Algunas de nosotras pudimos hacerlo inmediatamente después de la liberación, en el exterior otras, cuando volvió la democracia al país, en el juicio a las Juntas, para un tercer grupo, por distintas razones, el proceso fue más largo. Pero todas sabíamos que habíamos vivido otro tipo de historias, no contadas todavía. Historias de odios, de solidaridad, de afectos, de cobardías, de desafíos, de resistencias... De muerte, pero también de vida. En la ESMA, como en todo Campo de Concentración, hubo luces y tinieblas. Podríamos morir ahora o simplemente olvidarlas. Y creímos que era ya tiempo de asegurarnos de que no se perdieran.
Recordarlas es incómodo... Son historias difíciles de decir. Provocan angustia, reavivan dolores. Nos confrontan con pasiones olvidadas, con situaciones límite. Jorge Semprún, sobreviviente del Campo de exterminio nazi de Auschwitz, pudo escribir sus historias después de cuarenta años. Convocarlas antes, dice, le hubiera impedido vivir. Para nosotras -salvando las distancias-, esta experiencia colectiva de recordar, sistemáticamente, pudo darse recién después de veinte años. Recogerla en charlas grabadas, durante tres años y medio, tuvo sus dificultades.
Quisimos hacerlo de todos modos. Tenía que quedar registro en algún lugar, además de los expedientes judiciales -donde sólo están los hechos crudos, objetivos-, de lo que pasó en la ESMA, tal vez el más maquiavélico de los proyectos represivos de la última Dictadura...
Decidimos recordar en conjunto, porque creemos que sobrevivir en ese sitio fue una empresa colectiva. El aislamiento era una herramienta que los represores usaban para hacernos sucumbir, para quebrarnos: en Capucha, para los secuestrados, las reglas eran el tabique, la capucha y la prohibición de hablar con los compañeros.
Resolvimos ser sólo mujeres en el grupo, porque, para nosotras, haber pasado por el Campo tuvo tintes especiales vinculados con el género: la desnudez, las vejaciones, el acoso sexual de los represores, nuestra relación con las compañeras embarazadas y sus hijos. A nuestros compañeros varones de cautiverio seguramente atravesar la ESMA les significó sensaciones diferentes.
El lugar elegido para nuestros encuentros fue una habitación en la casa donde vive Miriam. El momento, por lo general, la tarde de los sábados... Nunca, casi hasta la última charla, tuvimos en claro qué hacer con esas grabaciones recogidas por un viejo pero noble grabador que Munú llevaba y traía en una bolsita plástica en su cartera, junto con pilas y casetes. “A lo mejor, depositarlas en una caja de seguridad”, decía una. “Darlas en custodia a algún organismo de Derechos Humanos, o entregarlas al Archivo Histórico Nacional”, proponía otra. La decisión de publicarlas surgió casi al final, y fue el resultado de muchas discusiones, la superación de muchos miedos y reparos. Habíamos hablado así, entre mujeres, sin otro testigo que nosotras mismas, nuestro afecto y nuestra comprensión, la comprensión que solamente puede darle al otro quien padeció lo mismo.
Develar cosas que habíamos callado durante tanto tiempo nos hacía sentir demasiado expuestas. En algún momento de nuestras vidas, todas nos enfrentamos a la desconfianza que provoca el ser sobreviviente después de haber estado en poder de un enemigo que aniquiló a la mayor parte de sus prisioneros. Y en estas charlas nosotras mismas, una y otra vez, volvemos a interrogarnos como en una letanía: ¿Por qué estamos vivas? En una entrevista hecha por Miriam, un sobreviviente de la lista de Schindler se pregunta: “¿Por qué nosotros? ¿Y los otros?” Ni él ni nosotras conocemos la respuesta.
En el cuarto de la terraza que elegimos para reunirnos había ventanas desde donde se veía el cielo, unas veces límpido, otras negro de tormenta. Hubo siempre ruedas de mate y café, cigarrillos y facturas, idas y venidas. A pesar de que pusimos un límite de una hora y media de grabación por encuentro, y de que ahuyentábamos el espanto con la risa, dejábamos las reuniones con las heridas reabiertas. Y un buen día, Liliana, una de las que con mayor decisión habían empezado a venir, dijo que no lo soportaba más. Estuvo ausente casi un año, cicatrizando... Y volvió, con más fuerza que antes. La recibimos casi sin preguntas y con los brazos abiertos. Unidas por el Campo, por una relación casi sanguínea, estamos acostumbradas a acompañarnos y aceptarnos en las buenas y en las malas.
Durante los años de nuestras citas para la memoria, la vida también nos sacudió. Elisa atravesó durante la primera época de nuestras reuniones la última parte de un tratamiento de quimioterapia, que enfrentó con la misma voluntad de vivir que había mostrado en el Campo. Cristina fue elegida concejal, y su agenda se hizo más y más poblada a medida que, con sus compañeros de hoy, debió enfrentar corrupciones, pragmatismos y las dificultades de construir un proyecto colectivo (males de estos tiempos que mucho tienen que ver con esta historia). La única hija de Liliana, como tantos otros pibes de su edad, dejó el país para seguir su vida en otro lado junto a su padre. Miriam recorrió como periodista los Campos de Concentración nazis en Europa y trabajó sobre las historias de sobrevivientes del nazismo. Encontró en ellas puntos de contacto que la sacudieron más de lo que hubiera sospechado. Munú pudo por fin expresar en una obra plástica un homenaje a su compañero desaparecido y comenzar a llorar su dolor.
Cada una atravesó experiencias únicas, irrepetibles. Tenemos distintas posiciones frente a muchas de las situaciones vividas en el Campo. Sin embargo, no necesariamente eso se reflejó en un debate. En ocasiones, por el contrario, alguna se hundía en un silencio melancólico que las otras tratábamos de quebrar sin éxito. Fueron muchos los días en que ese silencio fue de todas, porque nos enmudecía el estupor que nos causaba la confesión de una de nosotras.
Pero fueron más los momentos en que la risa inundó la mesa. El humor fue para el grupo una de las herramientas para ahuyentar la angustia, que de otra manera se habría vuelto insoportable y nos habría impedido seguir adelante. La distancia y la frialdad aparente con las que relatamos algunos hechos fueron otros de los recursos con que nos sobrepusimos a los golpes que nos asestaba el pasado...
Para que estas charlas fueran posibles, hicimos un culto del afecto y la tolerancia. No existieron presiones: cada una contó lo que se sintió en condiciones de recordar. Nuestra memoria fue un animal por momentos rebelde, corcoveante, difícil de domar. Seguramente este libro sería distinto si hubiera sido escrito varios anos atrás, o dentro de una década.
No siempre estuvimos solas. Adriana Marcus1 también estuvo secuestrada en la ESMA. Es ahora una médica que vive en Zapala y atiende desde su lugar de trabajo en el hospital público a la población suburbana y rural, incluidas comunidades mapuches, visitándolas en sus parajes distantes de la ciudad, adonde casi nadie llega. Dejó varias veces su trabajo para viajar a Buenos Aires en ómnibus y unirse a nuestros “tés canasta”, como ella con su particular ironía los llamaba. No estuvo en todos, pero es una de nosotras. Sus historias son una parte sustancial de nuestro testimonio.
El caso de Mirta Clara2 fue diferente. Estuvo presa en una cárcel legal durante ocho años, y trabaja como psicoanalista con víctimas de la represión. Por ambas razones, fue una de las primeras personas que leyeron nuestro material y estuvo en uno de nuestros encuentros. Desde que conocimos su punto de vista, su análisis agudo acerca de las similitudes y diferencias entre la cárcel y el Campo de Concentración, pensamos que su inclusión era imprescindible. Sin embargo, no pretendimos hacer interpretaciones psicológicas o filosóficas más allá de las que se dieron naturalmente en las conversaciones. Únicamente cosechamos recuerdos, tal como pudimos hacerlo en esta etapa de nuestras vidas.
“Qué manto de memoria colectiva se podría tejer con esos pedacitos de memoria no dichos, fragmentados, dispersos, que los testigos y víctimas guardan para sí, como inmovilizados en su antiguo lugar. Un manto consolador y abrigador contra repeticiones posibles. Los crímenes del pasado perviven en lo que se calla de ellos en el presente."
Nuestro libro es sólo un pedacito de ese "manto de memoria" del que habla Juan Gelman.
Hubo cientos de sobrevivientes, hay decenas de miles de familiares de desaparecidos. Son muchos los trozos que tienen que ser unidos trabajosamente todavía para que el manto, inmenso, paternal, nos abrigue a todos, definitivamente.

Capítulo 6. Bebés bajo custodia

Voy a contarte el cuento de tu venida al mundo
en los subsuelos del miedo, sobre una mesa,
un día de primavera al mediodía,
el día del encuentro.
El día del encuentro voy a contarte
la historia de esta hermana incompleta,
la historia de tu ausencia, del vacío en cada
cumpleaños,
cada Año Nuevo, cada diploma, cada vacación,
cada entierro.
MARIANA PÉREZ ROISINBLIT, “El cuento”. Dedicado a su hermano Rodolfo, nacido en el sótano de la ESMA. 4 de febrero de 1999.

En la ESMA funcionaba una maternidad clandestina. Las mujeres embarazadas eran llevadas allí incluso desde otros Campos de Concentración. Mientras llegaba el momento del parto, unas pocas secuestradas, aprovechando la tolerancia de algunas guardias, pudieron acompañarlas, sostenerlas y a la vez ampararse en su inusual dulzura y fortaleza. Engañadas por los marinos, la mayoría nunca sospechó que sus bebés no llegarían a manos de sus familias e iban a convertirse en botín de los militares. Era un destino demasiado cruel para imaginarlo.


Elisa: ¿Vos, Liliana, caíste en Mar del Plata con las embarazadas?
Liliana: En la misma época, no al mismo tiempo. Cayeron Liliana Pereyra y Patricia de Rosenfeld, la mujer de Walter, la mamá del chiquito rubio que después nació en la ESMA. De los padres, ¿no se supo nunca nada, de Walter, de Patricia...?
Miriam: Se saben algunas cosas: la gente del Equipo de Antropología Forense encontró el cadáver de Liliana. Fue fusilada después de parir.
Liliana: ¿Dónde encontraron el cuerpo?
Miriam: En Mar del Plata.
Liliana: A Pati y Liliana las secuestraron en la misma época que a mí, en noviembre de 1977, y con pocos meses de embarazo. Estarían de tres o cuatro meses.
Elisa: Pati fue la última embarazada que yo vi estando dentro de la ESMA. Fue antes de que desalojaran la Pieza de las Embarazadas, en el tercer piso. Estoy segura de que apuraron muchísimo esos partos, los indujeron, porque venía el Mundial de Fútbol y temían que hubiera inspecciones en la ESMA de organismos internacionales o de periodistas. También me acuerdo de Cristina Greco, a quien llevaron a la ESMA más o menos en febrero del 78 desde Aeronáutica. Estaba muy preocupada, porque ella, unos meses antes, había sido secuestrada, liberada y había vuelto a caer, y PEDRO BOLITA la había reconocido. Estuvo poco tiempo en Capucha, donde la conocí cuando tuvo a su bebé. Se los llevaron a los dos.
Munú: ¿La Pieza de las Embarazadas es la que estaba debajo de Capuchita?
Elisa: Sí, abajo de Capuchita.
Munú: Una pieza grande.
Elisa: Cuando los del Mini-staff todavía estaban en la ESMA, antes de que los dejaran dormir afuera, dormían en ese cuarto, hasta febrero o marzo de 1978. En ese momento a las embarazadas las tenían en una pieza de enfrente, en una habitación que luego usamos como Comedor. Cuando los del Mini-staff dejaron de dormir en la ESMA, a ellas las pasaron a esa pieza. Allí estuvieron Pati, Lili y Bebe. Estoy segura de que la última embarazada que quedo allí fue Pati.
Miriam: ¿Ustedes sabían que a los bebés no los entregaban a las familias?
Liliana, Munú: No.
Elisa: Sí... se sospechaba.
Miriam: ¿Sospechabas?
Elisa: En una primera etapa parecía mentira tanta atrocidad. El hecho de que los separaran de sus padres ya era un castigo.
Miriam: Personalmente, nunca imaginé algo tan horrible, nunca.
Liliana: Yo nunca terminé de aceptar que la gente estaba muerta. Para mí la incógnita sobre los bebés era la misma que sobre el resto de los desaparecidos. Tardé años en aceptar que estaban muertos y años, también, en aceptar que los bebés no estaban con sus familias.
Elisa: En la Pecera y en Capucha se decía que iban a parar a manos de oficiales que no podían tener hijos. Incluso se comentaba que existía una lista de oficiales que los querían.
Miriam: Yo no escuché eso dentro de la ESMA, nunca.
Liliana: Yo tampoco.
Elisa: ¿Vos, Miriam, pensabas que los daban a la familia?
Miriam: Claro, porque a las compañeras les hacían escribir una carta dirigida a sus familiares, generalmente a sus madres o suegras, pidiéndoles que criaran a ese bebé con amor hasta que pudieran reunirse con él. Así se quedaban tranquilas...
Elisa: Les compraban ropa; el gordo SELVA, por orden de los marinos, compraba el ajuar de cada bebé. Eso me lleva a sostener que eran entregados a familias conocidas de ellos. De otra forma no tiene sentido el esmero para que los chicos estuvieran bien vestidos. Por eso me extrañaron tanto dos casos de los que supe después: el de un chiquito que apareció en Casa Cuna, Emiliano Hueravillo, y el del hijo de Patricia de Rosenfeld, que fue restituido a su familia. Hace poco tiempo, comentando con una compañera sobre este caso, ella pensaba que como el chico tenía origen judío ningún militar lo quería.
Munú: Hay otros niños de origen judío que están desaparecidos.
Liliana: ¿Es el único caso de la ESMA de bebé restituido?
Miriam: No, también los de Mo. y Pe. Aunque se trata de otro tipo de casos, no se puede comparar, porque ellas eran del Mismo stqff.
Munú: A esos bebés los dejaron con sus madres. Nunca se los sacaron. En el caso Rosenfeld desaparecen a la madre y dejan al bebé con la familia de ella.
Liliana: Sí, no siempre hicieron lo mismo.
Miriam: En la mayoría de los casos mataron a la madre y desaparecieron al bebé. Hubo ciertas excepciones.
Elisa: El bebé de Liliana no apareció nunca, pero al hijo de Patricia de Rosenfeld se lo entregaron a la familia de ella. La abuela que lo había recibido estaba aterrorizada y no les avisó a los abuelos paternos. Por eso siguieron buscando al niño aún cuando lo tenía ella.
Miriam: ¿Los marinos mismos lo entregaron?
Elisa: Alguien de la ESMA se lo entregó.
Liliana: Qué raro es, ¿no?
Miriam: Habrán pensado que el chico era enfermo o algo así. De otro modo no se explica. No me convence la versión de que lo rechazaran por ser judío.
Elisa: Quica y Chiche pidieron mucho por Patricia, era la única embarazada que quedaba en ese momento; insistieron para que la dejaran, hablaron con los oficiales durante mucho tiempo. Los marinos aducían que no la dejaban viva porque el marido estaba desaparecido, no había ninguna posibilidad de que ella quedara con vida. Eso era lo que le decían a Chiche, lo que decía el TIGRE...
Miriam: Y el bebé por qué creen...
Elisa: Yo creo que le habrán dado el bebé a la abuela frente a esa insistencia. Yo me enteré de esto porque, cuando trabajaba en el negocio de mis viejos, una vez vino una Abuela de la Plaza y me preguntó si conocía al chico. Entonces le respondí: “A Sebastián lo acuné”. Me dijo que el nene estaba muy angustiado, entonces le escribí una carta contándole lo que sabía sobre su nacimiento, las expectativas de su mamá, todo lo que ella lo quería y lo cuidaba. Le conté en esa carta la historia que yo había compartido con su mamá durante parte del embarazo adentro de la ESMA. Viki, para esa misma época, fue a visitarlo y le dio una pulsera que era de la madre. Después me contaron la otra parte de la historia, que los otros abuelos lo buscaban porque la abuela que lo tenía no había dicho nada. Luego de varios años, la misma abuela que había hecho de correo volvió a llamarme, para repasar esa historia, para confirmarla, porque así como a Pati la llevaron desde Mar del Plata a la ESMA, a su compañero, el papá de Sebastián, lo llevaron a La Cacha y los testimonios de los sobrevivientes de ese Campo cuentan que él decía que su hijo, a quien no conoció, había quedado en Mar del Plata, y esto generaba una confusión. ¡No podemos dudar de las pocas certezas que tenemos! ¡Hemos denunciado siempre dónde nació Sebastián porque lo conocimos, estuvimos con él y con su mamá! Por suerte, el chico sabe la verdad, no tiene ninguna confusión.
Munú: Vaya a saber cómo fue el traslado del papá a La Cacha y por qué se habrá quedado con la idea de que su hijo estaba en Mar del Plata... había muchos traslados de detenidos entre Campos.
Miriam: Sí. Mi caso fue especial porque pasé de Fuerza Aérea a la ESMA, pero no para ser interrogada. Otra gente era llevada de Campo en Campo para sacarle información, para torturarla de nuevo después de meses de haber caído. Lo hacían para confrontar declaraciones, para ver si los secuestrados les mentían.
Munú: Yo recuerdo el caso de Patricia Roisinblit, a quien traen de otro chupadero. Cuando llegó le faltaban unos días para parir, entonces la tuvieron más o menos veinticuatro horas en el Sótano, en Enfermería, y luego la subieron al Altillo.
Miriam: Sí, la traían de Fuerza Aérea, ella misma me dijo que estaba en Aeronáutica. Hablamos mucho de eso porque el lugar donde la tenían, una casa en zona Oeste, también parecía un centro operativo donde tampoco había otros chupados, igual que en la casa donde había estado yo.
Munú: ¿Se acuerdan de que la pusieron en una piecita chiquita...?
Miriam: Que estaba en el Pañol, en el tercer piso, donde guardaban las cosas robadas en los allanamientos, debajo de la escalera que iba a Capuchita. Era una baulera, sin ventilación.
Munú: Sí, al costado de lo que había sido la Pieza de las Embarazadas. Estuvo unos días ahí y la bajaron en el momento del parto. Después estuvo como tres días más con el bebé...
Miriam: ¿En el Sótano, en la Enfermería?
Munú: Sí, en la Enfermería, y es cuando...
Miriam: ¡Ah!, por eso no la vi más.
Munú: Claro, es cuando nos ponen a Andrea y a mí a cuidarla a ella y al bebé, a ayudarla a lavarse y atenderlo. Todo el mundo pedía que trajeran a José y nunca lo trajeron.
Elisa: ¿José quién era?, ¿la pareja?
Miriam: El esposo de Patricia... José Manuel Pérez Rojo.
Munú: Había mucha gente que lo conocía y pedía para que lo trajeran a la ESMA.
Miriam: Pero no hubo caso, decían que no podían porque no era su jurisdicción, que pertenecía a otra Fuerza. MARIANO me dijo eso.
Elisa: ¿Eso fue a fines de 1978?
Miriam: En noviembre. Yo conocía a Patricia y a su marido, que había sido mi responsable en Oeste Provincia. La última vez que la vi afuera, estaba embarazada de Mariana, su hija mayor. En la ESMA, la visitaba en la piecita. Había tratado de convencerla de que pidiera quedarse, le decía que así tendría una posibilidad mayor de sobrevivir y que después se podía pedir que lo trajeran a José. No podía asegurarle que en la ESMA iba a vivir, ni decirle, porque no lo sabía, que en Fuerza Aérea iban a matarlos a los dos. Lo que nunca me imaginé, en ningún caso, fue que a los bebés los robarían, que los recién nacidos no iban a llegar a las familias. Era demasiado terrible para imaginarlo.
Munú: Yo la había visto abajo y también me metía en esa piecita cuando estaba arriba. Hacia muchísimo calor y en ese cuartucho era inaguantable. Aunque no se podía, le dejábamos la puerta abierta. Hasta que no la trajeron a ella, nunca me había enterado de cómo funcionaba la ESMA con respecto a las embarazadas. Sabía que las había habido, pero no si habían sido trasladadas, si eran de la ESMA o si también las traían de otros chupaderos. Esas cosas habían pasado bastante tiempo antes de la llegada de Patricia en noviembre de 1978.
Elisa: Bastante antes no, meses antes. El último embarazo había sido en abril de ese año y vos caíste en junio. Por eso no viste a ninguna, pero hubo muchas.
Munú: El 15 de noviembre nació el niñito de Patricia. El bebé nació en la Enfermería. La atendió un médico llamado MAGNACCO. Quica y Andrea ayudaron en el parto y después también te dejaron entrar a vos, Miriam. Patricia le puso de nombre Rodolfo en honor a un compañero que había caído.
Miriam: Sí, yo entré cuando le cortaban el cordón. Tenía un zarpullido en la cara por el esfuerzo, pidió que le pusieran al bebé sobre el pecho. Estaba feliz... El médico le dijo que se había portado bien... y ella le respondió que en el parto anterior se había portado mejor.
Munú: Después la vi dos o tres días más hasta que se los llevaron. Estaban en la Enfermería, donde yo había dormido cinco meses; era un lugar muy familiar para mí y ahora estaban ella y el bebé. Es un cuadro demasiado terrible y contradictorio. Un chupadero, una mujer secuestrada, un niño recién nacido, yo, y la incertidumbre de qué sería de nuestras vidas. Tan juntas, encimadas, superpuestas la vida y la muerte. Hablé mucho con Patricia, en realidad ella hablaba mucho; me contaba cómo era el Pozo donde estaba con su compañero, su gran temor a la tortura cuando la llevaran nuevamente. Nunca me dijo que tuviera miedo de que la mataran. Lo que mejor recuerdo son sus ganas de vivir, sus proyectos, la casa con la que soñaba para su familia. Un día, cuando me bajaron, ya no estaban. Fue un dolor diferente de todos los demás, una invasión de tristeza... Sus abuelas y su hermana nunca dejaron de buscar a Rodolfo.
Elisa: En los casos que yo conocí también se las llevaron enseguida de que nacieron los bebés. En mi época estaba prohibido entrar en la Pieza de las Embarazadas, lo hacíamos con la precaución de que nadie nos viese.
Munú: Para esa misma época cayó una pareja; la chica tenía un embarazo muy avanzado, a él lo torturaron mucho. Todo pasaba en el Sótano... vivíamos así...
Miriam: Las parturientas... con los torturados, con los moribundos...
Munú: A la compañera la pusieron en un cuartito y a él en la Enfermería. Luego la llevaron a ella también para allí. Él hizo como tres paros cardíacos. MANZANITA, el médico, lo sacaba del paro y seguían torturándolo. Esta chica parió enseguida y la dejaron irse con su bebé; estuvieron unos días.
Miriam: ¿Y a él no?
Munú: A él lo dejaron adentro. Lo que no sé es qué pasó después.
Elisa: ¿Quién era?
Munú: Le decían Luis. Supongo que deben de haber sido liberados y que al niño lo tendrán ellos. El niño nació y estaba con ella en la Enfermería.
Miriam:¿No sabés quién la asistió en el parto? Yo no me acuerdo de esa situación.
Munú: Es que no subió nunca, todo esto pasaba en el Sótano. Por ahí Liliana podría acordarse de algo.
Liliana: Me acuerdo del hecho y de la pareja, pero no de cómo se llamaba la chica. Y también me quedé con la idea de que la liberaron, pero esas cosas nunca sabés si son ciertas.
Elisa: Víctor y Lita cayeron con su bebé de veinte días. Él denuncia en su testimonio que torturaron al hijito.
Miriam: Sí, al bebé le pasaron la picana por la piernita.
Munú: En su testimonio dice que un tal PIRAÑA, de Prefectura, entró en el lugar donde lo estaban torturando, trayendo a su bebé sujeto de los pies, y le dijo que si no colaboraba iba a hacer estallar la cabeza del niño contra la pared. Y le aplicó corriente. (silencio y suspiros)
Miriam: En mi declaración ante el juez Bagnasco, en la causa por el hijo de Patricia Roisinblit, me preocupé por remarcar que con las embarazadas realmente había habido un sistema armado, que el suyo no había sido un caso excepcional. Que muchas detenidas parieron en la ESMA, y que incluso traían embarazadas de otros Campos. Fue, sí, el único parto que yo presencié y la única embarazada con la que tuve un contacto estrecho. Declaré que había otras detenidas que tenían “permiso”, entre comillas, para acompañar a las embarazadas. Viki me aclaró que el permiso no era tan explícito. ¿Cómo era, Elisa? Vos siempre hablabas con ellas.
Elisa: Uno se metía cuando los VERDES que estaban en ese momento te lo permitían. Al principio era terrible, con el tiempo creo que las medidas de seguridad y aislamiento fueron poniéndose más laxas. Cuando yo caí, las embarazadas estaban encerradas con llave. Cuando tenían necesidad de ir al baño golpeaban con fuerza la puerta desde adentro para que la guardia les abriera. Era imposible hablar con ellas. Era la época en que estaban María José, las dos Susanas: la Silver de Reinhold y la Pegoraro. A Susanita Silver la conocía de la Facultad de Derecho, la vi en el baño y me contó que con algunas guardias iba a poder entrar en la pieza. Mientras estuve en Capucha no pude lograrlo. Pero cuando empecé a circular por la Pecera me resultó más fácil; de todas maneras, ya para esa época no había llaves de por medio, nada más que puerta cerrada, o sea que cuando iba al baño, en un descuido de la guardia, siempre trataba de entrar. Para mí era una necesidad verlas, me conectaban con la vida, con la ternura, siempre tirando para adelante. Con una fuerza increíble. Cualquier prenda que llegaba a sus manos, si era de lana, la destejían y la transformaban en ropa para sus bebés. Así pude conocer a Laurita, la hija de Susanita. A Federico, hijo de Liliana Pereyra. A Juan, hijo de Alicia Alfonsín, y a Sebastián, hijo de Pati de Rosenfeld.
Munú: Muchos bebés nacieron en la ESMA. Los dos partos que hubo estando yo fueron en el Sótano, pero por lo que vos decís antes eran arriba.
Elisa: Es que estuvimos en épocas distintas. La mayoría de las chicas embarazadas que yo conocí tuvieron arriba, en el tercer piso, otras en la Enfermería del Sótano, y a Susana de Reinhold la llevaron al Hospital Naval para hacerle cesárea.
Miriam: ¿Había consultorios médicos en otro edificio de la ESMA?
Munú: No sé. Cuando traían a algún herido decían que lo llevaban al Naval y cuando Liliana se ahogó con comida también la llevaron allí.
Liliana: ¿Cuántos bebés se supone que nacieron en la ESMA?
Miriam: Quica dice que ella presenció diecisiete partos. Y habrá habido otros que seguramente no presenció.
Munú: ¡Las embarazadas eran el cuadro más espantoso! ¡Era la posible muerte pariendo vida!
Elisa: Ahora lo podernos ver como el cuadro más espantoso. En aquel momento, para mí, entrar en la Pieza de las Embarazas era un bálsamo; del clima tenso de Pecera pasar por ese cuarto era una caricia. A pesar de la angustia que las envolvía, parecían un canto a la vida, siempre haciendo cosas para la gente de Capucha, para sus hijos. Con miga de pan hicieron todas las piezas de un juego de ajedrez y, cuando se enteraban de que alguno de nosotros iba de visita, nos mandaban figuras bordadas para hacer cuadros. Más de una vez hasta los VERDES llegaron a pedirles alguna manualidad para regalarles a sus novias. La fortaleza de esas mujeres era envidiable.

 

 

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