Luisa
Valenzuela,
1982, en Cuentos completos y uno más, publicado por primera vez en
Inglaterra en 1982 y nunca reeditado en Argentina hasta 1999, Ed.
Alfaguara.
Cambio de armas
Las palabras
No le asombra para nada el hecho de estar sin memoria, de sentirse
totalmente desnuda de recuerdos. Quizá ni siquiera se dé cuenta de
que vive en cero absoluto. Lo que sí la tiene bastante preocupada
es lo otro, esa capacidad suya para aplicarle el nombre exacto a cada
cosa y recibir una taza de té cuando dice quiero (y ese quiero también
la desconcierta, ese acto de voluntad), cuando dice quiero una taza
de té.
Martina la atiende en sus menores pedidos. Y sabe que se llama así
porque la propia Martina se lo ha dicho, repitiéndoselo cuantas veces
fueron necesarias para que ella retuviera el nombre. En cuanto a ella,
le han dicho que se llama Laura pero eso también forma parte de la
nebulosa en la que transcurre su vida.
Después está el hombre: ése, él, el sinnombre al que le puede poner
cualquier nombre que se le pase por la cabeza, total, todos son igualmente
eficaces y el tipo, cuando anda por la
casa le contesta aunque lo llame Hugo, Sebastián, Ignacio, Alfredo
o lo que sea. Y parece que anda por la casa con la frecuencia necesaria
como para aquietarla a ella, un poco, poniéndole una mano sobre el
hombro y sus derivados, en una progresión no exenta de ternura.
Y después están los objetos cotidianos: esos llamados plato, baño,
libro cama, taza, mesa, puerta. Resulta desesperante, por ejemplo,
enfrentarse con la llamada puerta y preguntarse qué hacer. Una puerta
cerrada con llave, sí, pero las llaves ahí no más sobre la repisa
al alcance de la mano, y los cerrojos fácilmente descorribles, y la
fascinación de un otro lado que ella no se decide a enfrentar.
Ella, la llamada Laura, de este lado de la llamada puerta, con sus
llamados cerrojos y su llamada llave pidiéndole a gritos que transgreda
el límite. Sólo que ella no, todavía no; sentada frente a la puerta
reflexiona y sabe que no, aunque en apariencia a nadie le importe
demasiado.
Y de golpe la llamada puerta se abre y aparece el que ahora llamaremos
Héctor, demostrando asi que él también tiene sus llamadas llaves y
que las utiliza con toda familiaridad. Y si una se queda mirando atentamente
cuando él entra —ya le ha pasado otras veces a la llamada Laura— descubre
que junto con Héctor llegan otros dos tipos que se quedan del lado
de afuera de la puerta como tratando de borrarse. Ella los denomina
Uno y Dos cosa que le da una cierta seguridad o un cierto escalofrío,
según las veces, y entonces lo recibe a él sabiendo que Uno y Dos
están fuera del departamento (¿departamento?), ahí no más del otro
lado de la llamada puerta, quizá esperándolo o cuidándolo, y ella
a veces puede imaginar que están con ella y la acompañan, en especial
cuando él se le queda mirando muy fijo como sopesando el recuerdo
de cosas viejas de ella que ella no comparte para nada.
A veces le duele la cabeza y ese dolor es lo único íntimamente suyo
que le puede comunicar al hombre. Después él queda como ido, entre
ansioso y aterrado de que ella recuerde algo concreto.
El concepto
Loca no está. De eso al menos se siente segura aunque a veces se pregunte
—y hasta lo comente con Martina— de dónde sacará ese concepto de locura
y también la certidumbre. Pero al menos sabe, sabe que no, que no
se trata de un escaparse de la razón o del entendimiento, sino de
un estado general de olvido que no le resulta del todo desagradable.
Y para nada angustiante.
La llamada angustia es otra cosa: la llamada angustia le oprime a
veces la boca del estómago y le da ganas de gritar a bocca chiusa,
como si estuviera gimiendo. Dice —o piensa— gimiendo, y es como si
viera la imagen de la palabra, una imagen nítida a pesar de lo poco
nítida que puede ser una simple palabra. Una imagen que sin duda está
cargada de recuerdos (¿y dónde se habrán metido los recuerdos? ¿Por
qué sitio andarán sabiendo mucho más de ella que ella misma?). Algo
se le esconde, y ella a veces trata de estirar una mano mental para
atrapar un recuerdo al vuelo, cosa imposible; imposible tener acceso
a ese rincón de su cerebro donde se le agazapa la memoria. Por eso
nada encuentra: bloqueada la memoria, enquistada en sí misma como
en una defensa.
La fotografía
La foto está allí para atestiguarlo, sobre la mesita de luz. Ella
y él mirándose a los ojos con aire nupcial. Ella tiene puesto un velo
y tras el velo una expresión difusa. Él en cambio tiene el aspecto
triunfal de los que creen que han llegado. Casi siempre él —casi siempre
cuando lo tiene al alcance de la vista— adopta ese aire triunfal de
los que creen que han llegado. Y de golpe se apaga, de golpe como
por obra de un interruptor se apaga y el triunfo se convierte en duda
o en algo mucho más opaco, difícilmente explicable, insondable. Es
decir: ojos abiertos pero como con la cortina baja, ojos herméticos,
fijos en ella y para nada viéndola, o quizá sólo viendo lo que ella
ha perdido en alguna curva del camino. Lo que ha quedado atrás y ya
no recuperará porque, en el fondo, de lo que menos ganas tiene es
de recuperarlo. Pero camino hubo, le consta que camino hubo, con todas
las condiciones atmosféricas del camino humano (las grandes tempestades).
Eso de estar así, en el presente absoluto, en un mundo que nace a
cada instante o a lo sumo que nació pocos días atrás (¿cuántos?) es
como vivir entre algodones: algo mullido y cálido pero sin gusto.
También sin asperezas. Ella poco puede saber de asperezas en este
departamento del todo suave, levemente rosado, acompañada por Martina
que habla en voz bajísima. Pero intuye que las asperezas existen sobre
todo cuando él (¿Juan, Martín, Ricardo, Hugo?) la aprieta demasiado
fuerte, más un estrujón de odio que un abrazo de amor o al menos de
deseo, y ella sospecha que hay algo detrás de todo eso pero la sospecha
no es siquiera un pensamiento elaborado, sólo un detalle que se le
cruza por la cabeza y después nada. Después el retorno a lo mullido,
al dejarse estar, y de nuevo las bellas manos de Antonio o como se
llame acariciándola, sus largos brazos laxos alrededor del cuerpo
de ella teniéndola muy cerca pero sin oprimirla.
Los nombres
Él a veces le parece muy bello, sobre todo cuando lo tiene acostado
a su vera y lo ve distendido.
—Daniel, Pedro, Ariel, Alberto, Alfonso —lo llama con suavidad mientras
lo acaricia.
—Más —pide él y no se sabe si es por las caricias o por la sucesión
de nombres.
Entonces ella le da más de ambos y es como si le fuera bautizando
cada zona del cuerpo, hasta las más ocultas. Diego, Esteban, José
María, Alejandro, Luis, Julio, y el manantial de nombres no se agota
y él sonríe con una paz que no es del todo sincera. Algo está alerta
detrás del dejarse estar, algo agazapado dispuesto a saltar ante el
más mínimo temblor de la voz de ella al pronunciar un nombre. Pero
la voz es monocorde, no delata emoción alguna, no vacila. Como si
estuviera recitando una letanía: José, Francisco, Adolfo, Armando,
Eduardo, y él puede dejarse deslizar en el sueño sintiendo que es
todos esos para ella, que cumple todas las funciones. Sólo que todos
es igual a ninguno y ella sigue recitando nombres largo rato después
de saberlo dormido, recitando nombres mientras juega con el abúlico,
entristecido resto de la maravilla de él. Recitando nombres como ejercicio
de la memoria y con cierto deleite.
El de los infinitos nombres, el sinnombre duerme y ella puede dedicarse
a estudiarlo hasta el hartazgo, sensación esta que muy pronto la invade.
El sinnombre parece dividir su tiempo con ella entre hacerle el amor
y dormir, y es una división despareja: la mayor parte de las horas
duerme. Aliviado, sí, ¿pero de qué? Hablar casi ni se hablan, muy
pocas veces tienen algo que decirse: ella no puede siquiera rememorar
viejos tiempos y él actúa como si ya conociera los viejos tiempos
de ella o como si no le importaran, que es lo mismo.
Entonces ella se levanta con cuidado para no despertarlo —como si
fuera fácil despertarlo una vez que él se ha entregado al sueño— y
desnuda se pasea por el dormitorio y a veces va a la sala sin preocuparse
por Martina y se queda largo rato mirando la puerta de salida, la
de los múltiples cerrojos, preguntándose si Uno y Dos seguirán siempre
allí, si estarán durmiendo en el umbral como perros guardianes, si
serán sólo sombras y si podrán llegar a ser sombras amigas de esta
mujer extraña.
Extraña es como se siente. Extranjera, distinta. ¿Distinta de quiénes,
de las demás mujeres, de sí misma? Por eso corre de vuelta al dormitorio
a mirarse en el gran espejo del ropero. Allí está, de cabo a rabo:
unas rodillas más bien tristes, puntiagudas, en general muy pocas
redondeces y esa larga, inexplicable cicatriz que le cruza la espalda
y que sólo alcanza a ver en el espejo. Una cicatriz espesa, muy notable
al tacto, como fresca aunque ya esté bien cerrada y no le duela. ¿Cómo
habrá llegado ese costurón a esa espalda que parece haber sufrido
tanto? Una espalda azotada. Y la palabra azotada, que tan lindo suena
si no se la analiza, le da piel de gallina. Queda así pensando en
el secreto poder de las palabras, todo para ya no, eso sí que no,
basta, no volver a la obsesión de la fotografía. No volver y vuelve,
claro que vuelve, es lo único que realmente la atrae en toda esa casa
pequeña y cálida y ajena. Completamente ajena con sus tonalidades
pastel que no pueden haber sido elegidas por ella aunque ¿qué hubiera
elegido ella? Tonos más indefinidos, seguramente, colores solapados
como el color del sexo de él, casi marrón de tan oscuro.
Y dentro de esa casa por demás ajena, ese elemento personal que es
lo menos suyo de todo: la foto de casamiento. Él está allí tan alerta
y ella luciendo su mejor aire ausente tras el velo. Un velo sutilísimo
que sólo le ilumina la cara desde fuera, marcándole la nariz (la misma
que ahora contempla en el espejo, que palpa sin reconocerla para nada
como si le acabara de crecer sobre la boca. Una boca algo dura hecha
para una nariz menos
liviana).
Laura, que todos los días sean para nosotros dos iguales a este feliz
día de nuestra unión. Y la firma bien legible: Roque. Y es ella en
la foto, no queda duda a pesar del velo, ella la llamada Laura. Por
lo tanto, él: Roque. Algo duro, granítico. Le queda bien, no le queda
bien; no cuando él se hace de hierbas y la envuelve.
La planta
Tiene ya un recuerdo y eso la asombra más que nada. Un recuerdo feliz,
sí, con una amargura que le va creciendo por dentro como una semilla,
algo indefinible: exactamente como deberían ser los recuerdos. Nada
demasiado lejano, claro que no, ni demasiado enfático. Sólo un recuerdito
para abrigarla tiernamente en las horas de insomnio.
Se trata de la planta. Esa planta que está allí en la maceta con sus
hojas de nervaduras blancas; hojas bellas, hieráticas, oscuras, muy
como él, muy hecha a imagen de él aunque la haya elegido Martina.
También Martina es oscura y hierática y cada cosa en su lugar —una
hoja a la derecha, una a la izquierda, alternativamente— y a Martina
sí que la eligió él, la deben de haber fabricado a medida para él,
porque de haber sido por ella tendría a su lado una mujer con vida,
de esas que cantan mientras barren el piso. Fn cambio él eligió a
Martina y Martina eligió la planta después de largo conciliábulo y
la planta llegó con una flor amarilla, tiesa, muy bella, que se fue
marchitando por suerte como corresponde a una flor por más tiesa y
más bella que sea
Martina en cambio no se marchita, sólo levantó una ceja o quizá las
dos en señal de asombro cuando ella la llamó y le dijo: Quiero una
planta.
Ella sabía que la respuesta al quiero solía ser más o menos inmediata:
quiero un cafecito, unas tostadas, una taza de té, un almohadón, y
lo querido (requerido) llegaba al rato sin complicación alguna. Pero
pedir una planta, al parecer, era salirse de los carriles habituales
y Martina no supo cómo manejarlo. Pobre señora, para qué querrá una
planta, pobre mujer enferma, pobre tonta. Y pensar que quizá podría
pedir cosas más sustanciosas y menos desconcertantes, algo de valor
por ejemplo, aunque vaya una a saber si de ese hombre se podía esperar
algo más que exigencias. Pobre mujer encerrada, pobre idiota.
Cuando el señor llegó al día siguiente Martina le comunicó en secreto
que la señora pedía una planta. —¿Qué tipo de planta?
—No sé, sólo dijo una planta, no creo que quiera alguna en especial.
—¿Y para qué querrá una planta?
—Vaya una a saber. Para regarla, para verla crecer. Quizá extrañe
el campo.
—No me gusta que extrañe nada, no le hace bien. ¿Tomó todos los medicamentos?
Tampoco tiene por qué estar pensando en el campo... ¿Qué tiene que
ver ella con el campo, me pregunto? Así que tráigale no más una plantita
si eso la va a hacer feliz, pero una planta para nada campestre. Algo
bien ciudadano, si entiende lo que le quiero decir. Cómprela en una
buena florería.
Estaban en la cocina, como tantas veces, discutiendo los pormenores
del funcionamiento de la casa que aparentemente no concernían a la
llamada Laura. Pero ella oyó la conversación sin querer —o quizá ya
queriendo, ya tratando de indagar algo, tratando sin saberlo de entender
lo que le estaba pasando.
El hecho es que cuando por fin llegó, la planta parecía artificial
pero estaba viva y crecía y la flor iba muriéndose y eso también era
la vida, sobre todo eso, la vida: una agonía desde el principio con
algo de esplendor y bastante tristeza.
¿Cuándo habrá brillado el esplendor de ella? ¿Habrá pasado ya el momento
o estará por llegar? Preguntas que suele formularse en un descuido
para desecharlas de inmediato porque allí no radica el problema, el
único problema real es el que aflora cuando se topa sin querer con
su imagen ante el espejo y se queda largo rato frente a sí misma,
tratando de indagarse.
Los espejos
Se trata de una multiplicación inexplicable, multiplicación de ella
misma en los espejos y multiplicación de espejos —la más desconcertante—.
El último en aparecer fue el del techo, sobre la gran cama, y él la
obliga a mirarlo y por ende a mirarse, boca arriba, con las piernas
abiertas. Y ella se mira primero por obligación y después por gusto,
y se ve allá arriba en el espejo del cielo raso, volcada sobre la
cama, invertida y lejana. Se mira desde la punta de los pies donde
él en este instante le está trazando un mapa de saliva, se mira y
recorre —sin asumirlos del todo— sus propias piernas, su pubis, su
ombligo, unos pechos que la asombran por pesados, un cuello largo
y esa cara de ella que de golpe le recuerda a la planta (algo vivo
y como artificial), y sin querer cierra los ojos.
—Abrí los ojos —ordena él que la ha estado observando observarse allá
arriba.
—Abrí los ojos y mirá bien lo que te voy a hacer porque es algo que
merece ser visto.
Y con la lengua empieza a trepársele por la pierna izquierda, la va
dibujando y ella allá arriba se va reconociendo, va sabiendo que esa
pierna es suya porque la siente viva bajo la lengua y de golpe esa
rodilla que está observando en el espejo también es suya, y más que
nada la comba de la rodilla —tan sensible—, y el muslo, y sería muy
suya la entrepierna si no fuera porque él hace un rodeo y se aloja
en el ombligo.
—¡Seguí mirando!
y resulta doloroso el seguir mirando, y la lengua sube y él la va
cubriendo, tratando eso sí de no cubrirla demasiado, dejándola verse
en el espejo del techo, y ella va descubriendo el despertar de sus
propios pezones, ve su boca que se abre como si no le perteneciera
pero sí, le pertenece, siente esa boca, y por el cuello la lengua
que la va dibujando le llega hasta la misma boca pero sólo un instante,
sin gula, sólo el tiempo de reconocerla y después
la lengua vuelve a bajar y un pezón vibra y es de ella, de ella, \
más abajo también los nervios se estremecen y la lengua está por llegar
y ella abre bien las piernas, del todo separadas y son de ella las
piernas aunque respondan a un impulso que ella no ordenó pero que
partió de ella, todo un estremecimiento deleitoso, tan al borde del
dolor justo cuando la lengua de él alcanza el centro del placer, un
estremecimiento que ella quisiera hacer durar apretando bien los párpados
y entonces él grita
—¡Abrí los ojos, puta!
y es como si la destrozara, como si la mordiera por dentro —y quizá
la mordió— ese grito como si él le estuviera retorciendo el brazo
hasta rompérselo, como si le estuviera pateando la cabeza. Abrí los
ojos, cantá, decime quién te manda, quién dio la orden, y ella grita
un no tan intenso, tan profundo que no resuena para nada en el ámbito
donde se encuentran y él no alcanza a oírlo, un no que parece hacer
estallar el espejo del techo, que multiplica y mutila y destroza la
imagen de él, casi como un balazo aunque él no lo perciba y tanto
su imagen como el espejo sigan allí, intactos, imperturbables, y ella
al exhalar el aire retenido sople Roque, por primera vez el verdadero
nombre de él, pero tampoco eso oye él, ajeno como está a tanto desgarramiento
interno.
La ventana
De nuevo sola, su estado habitual —lo otro es un accidente, él es
un accidente en su vida a pesar de que puede darle todo tipo de nombres—.
Ella sola, como debe ser, de lo más tranquila. Sentada ante la ventana
con una estéril pared blanca frente a los ojos y vaya una a saber
qué oculta esa pared, quizá lo oculte a él.
La ventana tiene marco de madera pintado de blanco y la pared de enfrente
es también blanca con diversas chorreaduras de hollín fruto de las
muchas lluvias. Calcula que debe ser un quinto o sexto piso, pero
no puede asomarse porque a la ventana le falta el picaporte y sólo
él puede abrirla, cuando está presente. Poco importa. Ella no necesita
de aire fresco y asomarse le produciría un vértigo difícilmente controlable.
Y de golpe lo imagina a él paseando por las calles con un picaporte
ovalado de ventana en el bolsillo, picaporte como un arma para apretar
en el puño y pegar la trompada.
¿Arma, calle, puño? por qué se le ocurrirán esas ideas. La noción
de calle no es en realidad la que más la perturba. La noción de arma,
en cambio... Un arma por la calle, una bomba de tiempo, él caminando
por la calle cuando explota la bomba de tiempo que lo estaba esperando.
Un estampido, y él caminando por la calle oscura y en su bolsillo
el picaporte de la ventana, objeto ovalado, macizo, casi huevo de
bronce y esta ventana aquí, tan des-reveladora, ventana que en lugar
de abrir un panorama lo limita.
Él en cambio sí sería capaz de revelarle unas cuantas verdades, pero
la verdad nada tiene que ver con él, que sólo dice lo que quiere decir
y lo que quiere decir nunca es lo que a ella le interesa. Posiblemente
la verdad no sea importante para él. Él tiene esas cosas pero también
otras: hay su manera de mirarla cuando están juntos, como queriendo
absorberla, metérsela bien adentro y protegerla de ella misma. Hay
ese lento ritual del desvestirla, lentamente para encontrarla en cada
centímetro de piel que aflora tras cada botón que desabrocha.
Por momentos ella sospecha que podría tratarse del llamado amor. Sentimiento
por demás indefinido que le va creciendo como un calor interno de
poca duración y que en sublimes oportunidades se enciende en llamaradas.
Nada indica sin embargo que se trate en verdad de amor, ni aun las
ganas que a veces la asaltan, ganas de que él llegue de una vez y
la acaricie. Es ésta su única forma de saberse viva: cuando la mano
de él la acaricia o su voz la conmina: movéte, puta. Decime que sos
una perra, una arrastrada. Decíme cómo te cogen los otros ¿así te
cogen? Contáme cómo. O quizá por eso, justamente, por la voz de él
que le dice cosas de estar en otra parte.
Y ella, a veces, tentada de contestarle: probá, hacé entrar a los
dos tipos que tenés afuera. Así al menos sabrá que existen otros hombres,
otros cogibles. Pero ésta es la clase de pensamientos que prefiere
callar, al menos a sabiendas, porque por otro lado está esa zona oscura
de su memoria (¿memoria?) que también calla y no precisamente por
propia voluntad.
El pozo negro de la memoria, quizá como una ventana a una pared blanca
con ciertas chorreaduras. Él nada le va a aclarar y en última instancia
¿qué le importa a ella? Le importa tan sólo estar allí, regar su planta
que parece de plástico, encremarse la cara que parece de plástico,
mirar por la ventana esa pared descascarada.
Los colegas
Después está él de nuevo allí y puede haber variantes.
—Van a venir amigos míos mañana a tomar unos tragos —le dice como
al descuido. —¿Trago?—pregunta ella.
—Sí, claro. Un whisky nada más, antes de comer, no se van a quedar
mucho rato, no te preocupes.
¿Whisky? está a punto de repetir pero se contiene a tiempo.
—¿Qué amigos? —se le escapa justo cuando está tratando de callarse
y quizá sea mejor así para aclarar algo.
Y él se digna contestarle. Por una vez se digna alzar la cabeza, responder
con paciencia a su pregunta, hacer como si ella existiera:
—Bueno, tanto como amigos no son. Tres o cuatro colegas, nada más,
por un ratito, para que te distraigas un poco.
Raro, piensa la llamada Laura. Colegas, distraerme, un ratito. ¿Desde
cuándo tantas consideraciones para ella? Y después él le larga lo
verdaderamente asombroso:
—Mirá, te voy a comprar un vestido nuevo. Así los recibís contenta
y mona.
—¿Me tengo que poner contenta con un vestido nuevo? ¿Un vestido nuevo
es algo?
¡zas! el tipo de preguntas que él detesta. Para tratar de remediarlo,
agrega:
—Pero me alegra que vengan tus compañeros.
—Colegas —corrige él con determinación.
—Bueno, colegas. Voy a aprender nuevos nombres, te voy a llamar de
otras maneras.
—Ni se te ocurra, son todos nombres feos, no quiero escucharlos. Además,
alguna vez podrías hacer el esfuerzo de llamarme por mi verdadero
nombre, ¿no? Digo, para variar.
Al día siguiente él le trae el vestido nuevo que sí es bonito y evidentemente
caro. Ella está mona, sonriendo para adentro, y los colegas de irrepetibles
nombres llegan todos al mismo tiempo, entran con paso por así decir
marcial y la llaman Laura al tenderle la mano. Ella acepta las manos
tendidas, inclina la cabeza ante el nombre de Laura también como aceptándolo
y él y sus colegas se sientan en los sillones y empiezan a examinarla.
Más que nada las insistentes preguntas sobre su salud le producen
una extraña incomodidad que no logra entender.
—¿Se siente bien, ahora? Su esposo nos contó que había tenido problemas
con la espalda, ¿ya no le duele la columna?
Y esas frases dichas al azar: es usted muy bonita, tiene una nariz
perfecta...
Y esas preguntas como un interrogatorio, que empiezan ¿Usted piensa
que...? y ella sabe que encierran la otra, la verdadera: ¿Usted piensa?
Y ella tratando de controlarse lo mejor posible, no queriendo fallar
en este primer examen aunque no sabe muy bien por qué piensa en interrogatorios
y exámenes, ni por qué la idea de fallar o no fallar puede importarle.
Y acepta un trago —apenitas un dedo (no tomés demasiado, no te va
a hacer bien con tus remedios, le susurra él casi cariñoso)— y gira
la cabeza cuando alguno la llama Laura y escucha con esmero.
—...fue aquella vez que pusieron las bombas en los cuarteles de Palermo
¿recuerda? —estaba diciendo uno y naturalmente se dirigió a ella para
hacer la pregunta.
—No, no recuerdo. En verdad no recuerdo nada.
—Sí, cuando la guerrilla en el norte. ¿Usted es tucumana, no? Cómo
no se va a acordar.
Y el sinnombre, con los ojos fijos en su vaso:
—Laura ni lee los diarios. Lo que ocurre fuera de estas cuatro paredes
le interesa muy poco.
Ella mira a los demás sin saber si sentirse orgullosa o indignarse.
Los otros a su vez la observan, pero sin darle clave alguna para orientar
su conducta.
Cuando por fin los colegas se van después de mucha charla ella queda
como vacía y se saca el vestido nuevo queriendo despojarse. Él la
observa con el aire del que está conforme con la propia obra. De golpe
ella siente ganas de vomitar, quizá por culpa de ese mínimo dedo de
whisky, y él le alcanza una pastilla distinta de las que le hace tragar
habitualmente.
Uno y Dos permanecen afuera, como siempre. Los oye cuchichear en el
pasillo. Quizá acompañaron a los invitados hasta la planta baja y
ahora están allí de vuelta, sí señor, los está oyendo y sabe que sólo
se irán cuando él se vaya. Y ella quedará de nuevo sola como corresponde,
hasta que él vuelva a presentarse porque la cosa es así de recurrente,
un tipo dentro y dos afuera, uno dentro de ella para ser más precisa
y los otros dos como si también lo estuvieran, compartiendo su cama.
El pozo
Los momentos de hacer el amor con él son los únicos que en realidad
le pertenecen. Son verdaderamente suyos, de la llamada Laura, de este
cuerpo que está acá —que toca— y que la configura a ella, toda ella.
¿Toda? ¿No habrá algo más, algo como estar en un pozo oscuro y sin
saber de qué se trata, algo dentro de ella, negro y profundo, ajeno
a sus cavidades naturales a Jas que él tiene fácil acceso? Un oscuro,
inalcanzable fondo de ella, el aquí-lugar, el sitio de una interioridad
donde está encerrado todo lo que ella sabe sin querer saberlo, sin
en verdad saberlo y ella se acuna, se mece sobre la silla, y el que
se va durmiendo es su pozo negro, animal aquietado. Pero el animal
existe, está dentro del pozo y es a la vez el pozo, y ella no quiere
azuzarlo por temor al zarpazo. Pobre negro profundo pozo suyo tan
mal tratado, tan dejado de lado, abandonado. Ella pasa largas horas
dada vuelta como un guante, metida dentro de su propio pozo interno,
en una oscuridad de útero casi tibia, casi húmeda. Las paredes del
pozo a veces resuenan y no importa lo que intentan decirle aunque
de vez en cuando ella parece recibir un mensaje —un latigazo— y siente
como si Je estuvieran quemando la planta de los pies y de golpe recupera
Ja superficie de sí misma, el mensaje es demasiado fuerte para poder
soportarlo, mejor estar fuera de ese pozo negro tan vibrante, mejor
reintegrarse a la pieza color rosa bombón que según dicen es la pieza
de ella.
En la pieza puede estar él o no estar, generalmente no está y sola
se repliega en sí misma; ahora les sonríe a los múltiples espejos
que le devuelven algo así como un conocimiento que ella rechaza de
plano.
Él reaparece entonces, y cuando está tierno el pozo se convierte en
un agujerito de luz allá lejos en el fondo, y cuando está duro y aprensivo
el pozo abre su boca de abismo y ella se siente tentada de saltar
pero no salta porque sabe que la nada dentro de los pozos negros es
peor que la nada fuera de ellos.
Fuera del pozo la nada con aquel que las apariencias señalan como
su hombre. Con él y con el agujerito en que se va convirtiendo su
pozo y a través del cual espía para verlo a él, reticulado. A él detrás
del agujerito, tras dos finos hilos en cruz que Jo centran. A través
del agujerito-pozo lo ve a él como tras una mira y eso no Je gusta
nada. ¿Quién de los dos sostiene el rifle? Ella, aparentemente; él
está cuadriculado por la mira y ella lo ve así sin entender muy bien
por qué y sin querer cuestionarse.
Él le sonríe del otro lado de la mira y ella sabe que va a tener que
bajar una vez más la guardia. Bajar la guardia y agachar la testuz:
cosas a las que se va habituando poco a poco.
El rebenque
—Mirá que bonito —le va diciendo él mientras desenvuelve el paquete.
Ella lo contempla hacer con cierta indiferencia. Hasta que del paquete
surge, casi inmaculado, casi inocente, un rebenque de los buenos.
De cuero crudo, flamante, de lonja ancha y cabo espeso, casi un talero.
Y ella que no sabe de esas cosas, que ha olvidado los caballos —si
es que alguna vez los conoció de cerca—, ella se pone a gritar desesperada,
a aullar como si fueran a destriparla o a violarla con ese mismo cabo
del talero.
Quizá después de todo ésa era no más la intención de él, traerse un
reemplazante. O quizá había soñado con pegarle unos lonjazos o quizá
¿por qué no? pedirle a ella que le pegue o que lo viole con el cabo.
Los gritos de la mujer lo frenan en plena ensoñación inconfesable.
Ella sollozando en un rincón como animal herido, más le vale dejar
el rebenque para otro momento. Por eso recupera el papel que ha tirado
al canaste, lo plancha con la palma de la mano y envuelve una vez
más el rebenque. Para no oír los gritos.
—No quise perturbarte —le dice, y es como si ella no lo oyera porque
son palabras tan ajenas a él—. Disculpáme, fue una idea estúpida.
Él pidiendo disculpas, algo inimaginable pero así es: disculpáme,
calmáte, ron ron, casi dice él como un gato y la idea de gato la envuelve
a ella con tibieza y detiene de manera instantánea sus convulsiones.
Ella piensa gato y se aleja de él. Desde el mismo rincón donde se
ha refugiado parte hacia otros confines donde todo es abierto y hay
cielo y hay un hombre que de verdad la quiere —sin rebenque—, es decir
hay amor. Sensación de amor que le recorre la piel como una mano y
de golpe ese horrible, inundante sentimiento: el amado está muerto.
¿Cómo puede saber que está muerto? ¿Cómo saber tan certeramente de
su muerte si ni ha logrado darle un rostro de vida, una forma? Pero
lo han matado, lo sabe, y ahora le toca a ella solita llevar adelante
la misión; toda la responsabilidad en manos de ella cuando lo único
que hubiera deseado era morirse junto al hombre que quería.
Una compleja estructura de recuerdos/sentimientos la atraviesa entre
lágrimas, y después, nada. Después sentir que ha estado tan cerca
de la revelación, de un esclarecimiento. Pero no vale la pena llegar
al esclarecimiento por vías del dolor y más vale quedarse así, como
flotando, no dejar que la nube se disipe. Mullida, protectora nube
que debe tratar de mantener para no pegarse un porrazo cayendo de
golpe en la memoria.
Solloza en sordina y él le pasa la mano por el pelo tratando de devolverla
a esta zona del olvido. Le pasa la mano por el pelo y le va diciendo
con voz edulcorada:
—No pienses, no te tortures, vení conmigo, así estás bien, no cierres
los ojos. No pienses. No te tortures (dejáme a mí torturarte, dejáme
ser dueño de todo tu dolor, de tus angustias, no te me escapes). Te
voy a hacer feliz cada vez más feliz. Olvidáte de este maldito rebenque.
Ni pienses más en él ¿ves? lo vamos a tirar, lo voy a hacer desaparecer
para que no te angustiés más de lo necesario.
Se dirige lentamente hacia la puerta de entrada, atraviesa el living
con el rebenque (el paquete que ahora contiene el rebenque) en la
mano. Saca las llaves del bolsillo —¿por qué no usará las otras que
están al alcance de su mano sobre la repisa? se pregunta ella— abre
la puerta y con gesto más o menos teatral arroja fuera el paquete
que cae con un ruido blando, de goma. Ves, ya desapareció, le dice
como a un chico. Y ella, desconfiada como un chico, sabe que no, que
del otro lado de la puerta están Uno y Dos dispuestos a recibir todo
lo que les sea arrojado por él, listos a echarse sobre el paquete
como animales de presa.
Uno y Dos. Ella no los olvida, son presencias constantes a pesar de
ser tan ajenos a ella. Ajenos como esas llaves sobre la repisa, presentes
y ajenos como ha pasado a ser ahora el rebenque por el simple hecho
de haberle despertado tamaña desesperación. De haber sido un detonante.
Y allí están esas cargas suyas, cargas de profundidad que explotan
cuando menos se lo espera por obra de uno de esos detonantes. Explotan
por simpatía como se dice, por vibrar al unísono o quizá todo lo contrario:
por un choque de vibraciones encontradas.
El hecho es que la explosión se produce y ella queda así, desconectada,
en medio de sus propios escombros, sacudida por culpa de la onda expansiva
o de algo semejante.
La mirilla
No es una sensación nueva, no, es una sensación antigua que le viene
de lejos, de antes, de las zonas anegadas. Casi un sentimiento, un
saber extraño que sólo logra perturbarla: la noción de que existe
un secreto. Y ¿cuál será el secreto? Algo hay que ella conoce y sin
embargo tendría que revelar. Algo de ella misma muy profundo, prohibido.
Se dice: ocurre igual con todo ser humano. Y hasta ésta idea la perturba.
¿Qué será lo prohibido (reprimido)? ¿Dónde terminará el miedo y empezará
la necesidad de saber o viceversa? El conocimiento del secreto se
paga con la muerte, ¿qué será ese algo tan oculto, esa carga de profundidad
tan honda que mejor sería ni sospechar que existe?
Él a veces la ayuda negándole todo tipo de asistencia. No asistiéndola
está dándole en realidad una mano para entreabrir sus compuertas interiores.
Querer saber y no querer. Querer estar y no querer estar, al mismo
tiempo. Él le ha brindado más de una vez la posibilidad de verse en
los espejos y ahora le está por dar la nueva posibilidad bastante
aterradora de verse en los ojos de los otros.
Lentamente la va desvistiendo en el living y el momento ya llega.
Ella no se explica muy bien cómo lo ha sabido desde un principio —quizá
el hecho inusitado de que esté desvistiéndola en el living y no en
el dormitorio—. Reclinándola contra el sofá frente a la puerta de
entrada, desvistiéndose también él sin decir palabra, un mudo ritual
aparentemente destinado a otros ojos. Y de golpe sí, él se aleja del
sofá, camina desnudo hacia la puerta, levanta la tapa de la mirilla
—esa mínima tapa rectangular de bronce— y la deja trabada en alto.
Así no más de simple, un acto que parece no tejer justificación alguna.
Pero después vacila, vacila antes de dar media vuelta y dirigirse
de nuevo hacia ella, como si no quisiera darle la espalda a la mirilla
sino más bien hacerle frente, apuntar con su soberbia erección.
Ella nada puede ver del otro lado de ese enrejadito que constituye
la mirilla pero los presiente, los huele, casi: el ojo de Uno o el
ojo de Dos pegado a la mirilla, observándolos, sabiendo lo que está
por venir y relamiéndose por anticipado.
Y él ahora se va acercando lentamente, esgrimiendo su oscuro sexo,
y ella se agazapa en un ángulo del sofá con las piernas recogidas
y la cabeza entre las piernas como animal
acorralado pero quizá no, nada de eso: no animal acorralado sino mujer
esperando que algo se desate en ella, que venga pronto el hombre a
su lado para ayudarla a desatar y que también ayuden esos dos que
están afuera prestándole tan sólo un ojo único a toda la emoción que
la sacude.
El apareamiento se empieza a volver cruel, elaborado, y se estira
en el tiempo. Él parece querer partirla en dos a golpes de anca y
en medio de un estertor se frena, se retira, para volver a penetrarla
con saña, trabándole todo movimiento o hincándole los dientes.
Ella a veces quiere sustraerse de este maremoto que la arrasa y se
esfuerza por descubrir el ojo del otro lado de la mirilla. En otros
momentos ella se olvida del ojo, de todos los ojos que probablemente
estén allí afuera ansiosos por verla retorcerse, pero él le grita
una única palabra —perra— y ella entiende que es alrededor de ese
epíteto que él quiere tejer la densa telaraña de miradas. Entonces
un gemido largo se le escapa a pesar suyo y él duplica sus arremetidas
para que el gemido de ella se transforme en aullido.
Es decir que afuera no sólo hay ojos, también hay oídos. Afuera quizá
no sólo estén Uno y Dos, afuera también esos ciertos colegas. Afuera.
Para lo que les pueden servir ojos, oídos, dientes, manos, a esos
que están del otro lado de la puerta y no pueden transgredir el límite.
Y a causa de ese límite, delineándolo, él la sigue poseyendo con furia
y sin placer. La da vueltas, la tuerce, y de golpe se detiene, se
separa de ella y se pone de pie. Y empieza a caminar otra vez por
el salón, fiera enjaulada, desplegando toda su vitalidad de animal
insatisfecho. Rugiendo.
Ella piensa en la muchedumbre de afuera que los estará observando
—observándola a ella— y por eso lo llama de vuelta a su lado, para
que la cubra con su cuerpo, no para que la satisfaga. Cubrirse con
el cuerpo de él como una funda. Un cuerpo —y no el propio, claro que
no el propio— que le sirva de pantalla, de máscara para enfrentar
a los otros. O no: una pantalla para poder esconderse de los otros,
desaparecer para siempre tras o bajo otro cuerpo.
¿Y total para qué? si ya está desaparecida desde hace tanto tiempo:
los otros siempre del otro lado de la puerta con sólo una mirilla
exigua para acercarse a ella.
¿Comunicarse? Nada de eso, y entonces presiente sin aclarárselo demasiado,
vislumbra como en una nebulosa, que a los otros —los de afuera— sólo
puede transmitirles su calor por interpósita persona, a través de
él que está allí sólo para servir de puente con los otros, los de
afuera.
Cansado de bramar él vuelve al lado de ella y se pone a acariciarla
en inesperado cambio de actitud. Ella deja que las caricias la invadan,
que cumplan su cometido, que hasta el último de sus nervios responda
a las caricias, que las vibraciones de esas mismas caricias galopen
por su sangre y finalmente estallen.
Quedan entonces los dos cuerpos tirados sobre el sofá y la mirilla
se oscurece como si le faltara la claridad de una mirada.
Al rato Martina entra sigilosamente y los cubre a los dos con una
manta.
Las llaves
Más tarde él se va. Él está siempre yéndose, cuando ella lo ve de
pie lo ve siempre de espaldas dirigiéndose a la puerta, y su despedida
real es siempre el ruido de la llave que vuelve a clausurar la salida
dejándola a ella adentro.
Ella no se deja engañar más por esas llaves, las otras, las que están
sobre la repisa al lado de la puerta: sabe aun sin haberlas probado
que no corresponden para nada a la cerradura, que esas llaves están
colocadas allí como una trampa o más bien como un señuelo y pobre
de ella el día que se anime a tocarlas. Por eso ni se les acerca,
contrariando la tentación de estirar la mano y hasta de hablarles
como a amigas. ¿Qué culpa tienen las pobres de estar tendiéndole una
celada? Lo ha pescado más de una vez auscultándolas de reojo al entrar
para asegurarse de que siguen en la posición exacta. El polvo se acumula
sobre las pobres llaves, Martina sólo puede soplarlas un poco y pasarles
un levísimo plumero como si estuvieran hechas de un cristal muy delicado.
También al irse él comprueba si las llaves siguen en su puesto de
guardia a un pasito no más de las cerraduras a las que no corresponden,
y después cierra la puerta y echa doble vuelta con las llaves de él
que son las buenas y la deja a ella —la llamada Laura— libre para
poder hundirse una vez más en ese pozo oscuro donde no existe el tiempo.
Las voces
Sólo existe el sonido del reloj, el tic tac sincopado del reloj, y
es como una presencia. Tantas como presencias, entonces, y ninguna
presencia verdadera, ninguna voz que la llame para arrancarla a ella
de ella misma.
No que la voz de él no la llame a menudo. No que la voz de él no le
grite su nombre de Laura, a veces desde lejos (desde la otra pieza)
o le grite ahí no más al oído cuando está encima de ella llamándola
porque sí, imponiéndole su presencia —la presencia de ella—, la obligación
de estar allí y de escucharlo.
Siempre es así con él, Juan, Mario, Alberto, Pedro, Ignacio como se
llame. De nada vale cambiarle el nombre porque su voz es siempre la
misma y son siempre las mismas exigencias: que ella esté con él pero
no demasiado. Una ella borrada es lo que él requiere, un ser maleable
para armarlo a su antojo. Ella se siente de barro, dúctil bajo las
caricias de él y no quisiera, no quiere para nada ser dúctil y cambiante,
y sus voces internas aúllan de rabia y golpean las paredes de su cuerpo
mientras él va moldeándola a su antojo.
Cada tanto le dan a ella estos accesos de rebeldía que tienen una
estrecha relación con el otro sentimiento llamado miedo. Después,
nada; después como si hubiese bajado la marea dejando tan sólo una
playa húmeda un poquito arrasada.
Ella vaga descalza por la playa húmeda tratando de recomponerse del
horror que ha sentido durante la pleamar. Tantas olas cubriéndola
y no logran despejarle la cabeza. Vienen las olas y dejan una resaca
estéril, salobre, sobre la que sólo puede crecer una especie indefinida
de terror muy amenguado. Ella vaga por la playa húmeda y es al mismo
tiempo la playa —ella a veces su propia playa, su remanso— y por lo
tanto no barro sino arena húmeda que él quisiera modelar a su antojo.
Toda ella arena húmeda para que él pueda ir construyendo castillos
como un niño. Haciéndose ilusiones.
Él a veces emplea su voz para estos menesteres y la nombra y le va
nombrando cada una de sus partes en un intento poco claro de rearmarla.
Es ésa la voz que a veces la llama sin poder penetrar su cáscara.
Después viene la sonrisa: la sonrisa de él algo forzada. Sólo cuando
ríe —en las raras, muy contadas ocasiones en que ríe— algo parece
despertarse en ella y no es algo bueno, es un desgarramiento muy profundo
por demás alejado de la risa.
Es decir que poco aliciente hay para llamarla a la superficie de ella
misma y arrancarla de su pozo oscuro. En todo caso nada que venga
de fuera del departamento aunque en este
instante sí, un timbre insistente la trae de golpe al aquí y ahora.
Algo inusitado ese timbre que no cesa, alguien que desesperadamente
quiere hacerse oír y entonces él se dirige cauteloso a la puerta para
ver qué pasa y ella puro nervio, toda alerta, oye las voces de los
otros sin tratar de comprenderlas.
—Coronel, perdón, señor. Mi coronel. Hay levantamiento. No teníamos
otra manera de avisarle. Se sublevaron. Avanzan con tanques hacia
su cuartel. Parece que el Regimiento III de Infantería está con ellos.
Y la Marina. Se levantaron en armas. Coronel. Perdón, señor. No sabíamos
cómo avisarle.
Él se viste a las apuradas, se va sin despedirse de ella como tantas
otras veces. Más precipitado, eso sí, y tal vez olvidando echar llave
a la puerta. Pero sólo eso. A ella no le preocupan otros detalles.
Ni las voces escuchadas que siguen vibrando como un sonido inesperado,
anhelante, que ella no trata de interpretar. ¿Interpretar? ¿Para qué?
¿Para qué tratar de entender lo que está tan lejos de su magra capacidad
de comprensión?
El secreto (los secretos)
Ella sospecha —sin querer formulárselo demasiado— que algo está por
saberse y no debería saberse. Hace tiempo que teme la existencia de
esos secretos tan profundamente arraigados que ya ni le pertenecen
de puro inaccesibles.
A veces quisiera meter la mano en sus secretos y hurgar un poquito,
pero no, nada de eso, más vale dejarlos como están: en un agua estancada
de profundidad insondable.
Y entonces le da por volverse veraz en materia de alimentos y a cada
rato le pide a Martina un café con leche, unas galletitas, frutas,
y Martina seguramente se dice: pobre mujer, va a perder su forma,
engulle y engulle y no se mueve o se mueve tan poco. Y el señor que
no vuelve.
Ni Martina ni ella mencionan sin embargo la ausencia del señor que
se está haciendo por demás prolongada. Ella no quiere —o no puede—
recordar las voces que oyó cuando vinieron a buscarlo. Martina que
había ido al almacén nunca se enteró de nada.
Martina solía aprovechar los ratos que el señor estaba en casa para
ir a comprar provisiones y ahora no sabe si dejar a la pobre loca
sola o esperar un día más o irse para siempre. El señor le ha dejado
dinero suficiente como para que se sienta libre, y quizá ahora él
esté aburrido de este juego y a ella le corresponda retirarse a tiempo
y olvidarse de todo.
Problemas estos de Martina, no de la llamada Laura que ya ni del dormitorio
sale, que se queda tirada sobre la cama rumiando a lo largo del día
una que otra sensación difusa.
Coronel, se repite a veces, y la palabra sólo le evoca una punzante
sensación en la boca del estómago.
Mucho más tarde, casi una semana más tarde, él vuelve por fin y la
arranca de un sueño en el que caminaba sobre las aguas del secreto
sin mojarse.
—Despertáte —le dice sacudiéndola—. Te tengo que hablar. Es hora de
que sepas.
—¿Que sepa qué?
—No te hagas la tonta. Algo escuchaste, el otro día.
—Por lo que me importa...
—Está bien, no tiene porqué importarte, pero igual quiero que sepas.
Si no, todo va a quedar a mitad de camino.
—¿A mitad de camino?
—A mitad de camino.
—No quiero saber nada, dejáme.
—¿Cómo, dejáme? ¿Cómo no quiero saber? ¿Desde cuándo la señora decide
en esta casa?
—No quiero.
—Pues lo vas a saber todo. Mucho más de lo que me proponía contarte
en un principio. ¿Qué es eso de no querer? No voy a tener secretos
para vos, te guste o no te guste. Y me temo que no te va a gustar
en absoluto.
Ella quisiera taparse los oídos con las manos, taparse los ojos, ponerse
los brazos alrededor de la cabeza y estrujarla. Pero él abre el maletín
que ha traído consigo y saca un bolso que a ella le llama la atención.
—¿Te acordás de esta cartera?
Ella sacude con vehemencia la cabeza negando pero sus ojos están diciendo
otra cosa. Sus ojos se ponen alertas, vivos después de tanto tiempo
de permanecer apagados.
—Fijáte lo que hay adentro. Puede que te despabile un poco.
Ella mete la mano dentro del bolso pero casi de inmediato la retira
como si hubiera tocado la viscosa piel de un escuerzo.
—Sí —la alienta él—. Meté la mano, sácalo sin asco.
No, grita de nuevo la cabeza de ella. No, no, no. Y con desesperación
se sacude hasta darse de golpes contra la pared. Queriendo darse de
golpes contra la pared.
Él sabe qué hacer en estas circunstancias. Le da una bofetada y le
grita una orden:
—¡Sacálo, te digo!
Y después, más manso:
—No muerde, no pica ni nada. Es un objeto sin vida. Sólo puede darle
vida uno, si quiere. Y vos ya no querés ¿no es cierto que no querés?
—No quiero, no quiero —gime ella.
Y para que todo no empiece de nuevo (la cabeza contra la pared y la
bofetada) él mete su propia mano dentro del bolso de mujer y extrae
el objeto. Se lo presenta en la palma, inofensivo.
—Tomá. Deberías conocer este revólver. Ella lo mira largo rato y él
se lo está tendiendo hasta que por fin ella lo toma y empieza a examinarlo
sin saber muy bien
de qué se trata.
—Cuidado, está cargado. Yo nunca ando con armas descargadas. Aunque
sean ajenas.
Ella levanta la vista, lo mira a él ya casi entendiendo, casi al borde
de lo que muy bien podría ser su propio precipicio.
—No te preocupés, linda. Vos sabés y yo sé. Y es como si estuviéramos
a mano.
No, no, empieza ella de nuevo sacudiendo la cabeza. No en este plano
de igualdad, no con este revólver.
—Sí —le grita él, aulla casi—. Nada puede ser perfecto si te quedás
así del otro lado de las cosas, si te negás a saber. Yo te salvé ¿sabés?
parecería todo lo contrario pero yo te salvé la vida porque hubieran
acabado con vos como acabaron con tu amiguito, tu cómplice. Así que
escucháme, a ver si salís un poco de tu lindo sueño.
La revelación
Y la voz de él empieza a machacar, y machaca, lo hice para salvarte,
perra, todo lo que te hice lo hice para salvarte y vos tenés que saber
así se completa el círculo y culmina mi obra, y ella tan como un ovillo,
apretada ahí contra la pared descubriendo una gotita de pintura que
ha quedado coagulada, y él insistiendo fui yo, yo solo, ni los dejé
que te tocaran, yo solo, ahí con vos, lastimándote, deshaciéndote,
maltratándote para quebrarte como se quiebra un caballo, para romperte
la voluntad, transformarte, y ella que ahora pasa suavemente la yema
de los dedos por la gotita, como si nada, como si en otra cosa, y
él insistiendo eras mía, toda mía porque habías intentado matarme,
me habías apuntado con este mismo revólver, ¿te acordás? tenés que
acordarte, y ella que piensa gotita amiga, cariñosa al tacto, mientras
él habla y dice podía haberte cortado en pedacitos, apenas te rompí
la nariz cuando pude haberte roto todos los huesos, uno por uno, tus
huesos míos, todos, cualquier cosa, y el dedo de ella y la gotita
se vuelven una unidad, una misma sensación de agrado, y él insistiendo,
eras una mierda, una basofia, peor que una puta, te agarraron cuando
me estabas apuntando, buscabas el mejor ángulo, y ella se alza de
hombros pero no por él o por lo que le está diciendo sino por esa
gotita de pintura que se niega a responderle o a modificarse, y él
embalado, vos no me conocías pero igual querías matarme, tenías órdenes
de matarme y me odiabas aunque no me conocías ¿me odiabas? mejor,
ya te iba a obligar yo a quererme, a depender de mí como una recién
nacida, yo también tengo mis armas, y ahí con ella la gotita reseca
de ternura y más allá la pared lisa, impenetrable, y él tan sin inmutarse,
repitiendo: yo también tengo mis armas.
El desenlace
—Estoy muy cansada, no me cuentes más historias, no hablés tanto.
Nunca hablás tanto. Vení, vamos a dormir. Acostáte conmigo.
—Estás loca ¿no me oíste, acaso? Basta de macanas. Se acabó nuestro
jueguito ¿entendés? Se acabó para mí, lo que quiere decir que también
se acabó para vos. Telón. Entendélo de una vez por todas, porque yo
me las pico.
—¿Te vas a ir?
—Claro ¿o pretendés que me quede? Ya no tenemos nada más que decirnos.
Esto se acabó. Pero gracias de todos modos, fuiste un buen cobayo,
hasta fue agradable. Así que ahora tranquilita, para que todo termine
bien.
—Pero quedáte conmigo. Vení, acostáte.
—¿No te das cuenta que esto ya no puede seguir? Basta, reaccioná.
Se terminó la farra. Mañana a la mañana te van a abrir la puerta y
vos vas a poder .salir, quedarte, contarlo todo, hacer lo que se te
antoje. Total, yo ya voy a estar bien lejos...
—No, no me dejés. ¿No vas a volver? Quedáte.
Él se alza de hombros y, como tantas otras veces, gira sobre sus talones
y se encamina a la puerta de salida. Ella ve esa espalda que se aleja
y es como si por dentro se le disipara un poco la niebla. Empieza
a entender algunas cosas, entiende sobre todo la función de este instrumento
negro que él llama revólver.
Entonces lo levanta y apunta.
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