Ricardo
Zelarayan,
1980, cuento publicado en Revista Sitio nº 2, 1982, bajo el seudónimo
de Odracir Nayaralez.
Bolsas
Linternas grandes, sordas, lo encandilan mientras le abren los párpados
a la fuerza. La luz se le mete hasta los huesos. El porteñito tirita
en medio de la oscuridad total. Le dan un violento empujón y le ordenan
correr. No hay nada mejor que correr para entrar en calor. Y el encandilado
desembolsado corre como un conejo blanco por el maizal en tinieblas.
Suenan tres disparos secos. Basta con el balazo tuerto que pega justo.
El perro enorme y negro, de ojos chispeantes, sale de abajo de la
cama de fierro de la Viuda Negra. No hay bala que lo alcance. Le gusta
la carne dulce y la sangre tibia de las yeguas.
El candado muerde como colmillo. Cerrojos no son costuras. La aguja
pica como avispa, silenciosamente. Las bocas fofas de las bolsas se
prestan para que las costureen, después de meternos cada cual en la
suya, de embolsarnos bah, al porteñito y a mí. Después nos tiran con
violencia al piso del coche que arranca volando.
Ahora los sentados atrás nos patean y pisotean a discreción. Por lo
menos una gruesa suela se apoya en la cabeza de cada cual. Hay que
ponerse en el lugar de ellos: es incómodo viajar con dos embolsados
tirados en el piso.
Gorgojo que apenas gorjea, ya me voy olvidando del tiempo que pasa
mientras babeo la arpillera. Siento la cabeza de huevo del porteño
embolsado junto a la mía y trato de decirle algo a cabezazos. Inútil.
No entiende, apenas se mueve. Encima trata de alejar su cabecita de
la mía. Pienso qué tendré que ver con él. ¿Por qué se me habrá arrimado
para hablar de cualquier cosa en el mostrador del fondín? ¿Por qué
se me pegó luego hasta la puerta? Trato de estirar mis piernas largas.
Una pa-tadita en los huevos y ya está, quietito otra vez. Hay que
pagar derecho de piso. Seguimos a prueba. ¡Ay! Siento que me arde
el lomo... Me han tirado un cigarrillo encendido. Enseguida me lo
apagan con un fuerte pisotón.
Y así va la cosa. Por las voces, hedores, sudores, ellos son cuatro:
los dos de adelante y los dos pateadores de atrás. Hablan de a ratos,
de mujeres, de fútbol, de la madre, de motores. A veces mascullan
algo entre dientes.
Yo ya empiezo a acostumbrarme a los pisotones y a las pataditas acompasadas,
y más ahora que andamos a los barquinazos. Se ve que nos hemos salido
de la ruta y que vamos por un camino áspero y cimarrón. Me duermo
sin darme cuenta no sé cuánto tiempo. Me despierta el parlante gangoso
de algún pueblo. Palito, Sandro, Gardel, ¡qué sé yo! El coche se detiene
momentos después. Bajan de a uno, me parece. Un aire cálido se filtra
a través de la arpillera, un olor arenoso, pedregoso. Vuelven a subir,
volvemos a andar. Al rato huelo a monte. ¿Andaremos por el norte de
Santa Fe? Unas horas más la lluvia aclara todo o no aclara nada, pero
evidentemente llueve. No puedo menos que mearme encima mientras trato
de atajar los soretes que pugnan por salir. Recibo entonces primero
una patada fuerte por meón, después otra más fuerte por cagón y, pocas
leguas más allá, otra por vomitón.
Dos o tres horas después, barquinazo va, patada viene, termino por
dormirme pesadamente. Sueño entonces que mis grandes orejas vomitan
todas las palabras que escuché en la vida, interminable-mente. Un
fuerte pisotón en la muñeca me desvela. Se oye otra vez un parlante
lejano, pero ahora reconozco: "La mujer es como el camoatí / cuando
llueve no sale a pasear...". ¿Noche de domingo, domingo de discos
viejos, pues? De pronto me levantan de golpe, cabeza abajo, abren
la puerta y sin más me arrojan afuera a velocidad, con una última
patada en el culo.
Un sopor interminable de muñeco roto embolsado, tirado en una zanja,
saboreando agua estancada entre latas y vidrios. Al rato siento que
un palo me tantea para ver si ladro. Tirar en una zanja una perra
o un perro viejo y sarnoso tiene perdón de Dios. Entonces me esfuerzo,
pero el aliento apenas me alcanza para un quejidito. Siento que tengo
cerca un caballo que ahora resopla, después un paisano que carraspea.
Forcejeo y alcanzo a decir algo en cristiano. "Cosa de borrachos',
habrá pensado el criollo. Y se decide. Ya oigo el facón que corta
la costura mojada y ¡afuera! El solazo me enceguece y doy a los tumbos
los primeros pasos.
"¿De ande sale el mozo? ¿Quién le ha mandado casarse tan pronto? Ha
principiado mal". A duras penas la lengua se me empieza a soltar.
El paisano sigue: "Y a más, había sido flojo p'al trago... Vamos arrímese
a tomar unos amargos... Y después unas achuras... ¿Ah?
¿Y el porteño?, digo yo como perdido. ¿Y el porteñito alfeñique?
Yo pude contar el cuento. El del porteñito me lo contaron un año después.
Primero supe de la muerte de una vieja bruja, La Viuda Negra, que
no alcancé a conocer.
Luego oí decir que a unas veinte leguas al noroeste, otro paisano
a caballo se sorprendió al ver en un maizal un islote de plantas el
doble más altas que las demás. Pasa otra vez por el lugar y se interna
unos cien metros a pie. "¿No se habrá venido a morir aquí, de muerte
natural, aquel perrazo negro que atacaba a las yeguas y aguantaba
las balas, aura que esa bruja de la Viuda Negra ya es finadita?".
Lo piensa y lo cuenta. Después, a pico y pala, aparece el porteño,
casi puro hueso, atravesado por las raíces. Tiene un agujero de bordes
ennegrecidos en su cráneo de huevo.
Yo vivo ahora en el caserío de don Lucas, el paisano que me desembolsó,
el que me puso el "Turquito". Me siento nuevo, nuevito en la flor
de la edad. Ya tengo caballo, facón y guitarra y estoy esperando que
pase la Flor que ayer me sonrió.
Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la estafeta
de Correos, echo un párrafo cansino con Mateo, el pintor que está
subido en la punta de una escalera. La siesta llega temprano con la
resolana. Ya me estoy durmiendo...
A la hora o más me despierto sobresaltado. Tengo los párpados pegados.
¡Caramba! Me han pintado entero de blanco mientras dormía, lo mismo
que el frente de la estafeta. "Todo lo que no se mueve se pinta",
me explica después Mateo.
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